A
Guille y su pasión por los zombis.
Ragnarok:
El golpe en la cabeza dolía, se
sentía a sí mismo frío, sobre la nieve húmeda. Los copos caían sobre él, dando
vueltas, arremolinándose arrastrados por el viento, junto con la ceniza.
Percibía el olor acre del humo, quizás no muy lejano. Era todo dolor.
Intentó
incorporarse, pero el mundo daba vueltas. Vio una figura tambaleándose y su
cabeza dejó el dolor suspendido en una burbuja de emoción pura. Se centró. El
mundo se aproximó levemente a su lugar natural regalándole cierto equilibrio,
él en correspondencia se apoyó con los brazos en el suelo, incorporándose con
esfuerzo, y consiguió erguirse.
No obstante el
mundo, que se había acercado tímidamente al principio, de repente irrumpía en
su conciencia presentándole toda clase de grotescas imágenes y Nóvgorod se
consumía en las implacables llamas de una pesadilla que no podía ser. Unos
muertos, cerca de él, devoraban sin solemnidad el cadáver de un sacerdote
cristiano crucificado mientras él se volvía confundido hacia ellos y los
observaba, luchando por comprender qué estaba ocurriendo.
Escuchaba
innumerables gritos. Gritos de terror, de socorro y de dolor que rasgaban el
viento.
Sus ojos, que
habían visto ya nueve inviernos, nunca reflejaron uno como aquel.
¿Qué hacía Velés
en aquellos momentos? Recordaba correr, aunque no recordaba haber caído.
Recordaba huir de ellos. Bendito cristiano aquél por el cual se habían tomado
tantas molestias los habitantes de la ciudad, que había hecho vacilar la
atención de los muertos que caminaban, porque moría en su lugar.
Un pensamiento
cruzó su cabeza repentinamente, un pensamiento que le advertía de que aquél no
era momento para pensar. Tenía que salir de la ciudad.
Giraba la cabeza
y veía cómo un grupo de cinco de aquellas criaturas acorralaban a una madre que
llevaba a su bebé en brazos sofocando el agudo llanto del hijo y poniendo fin a
los ruegos a los dioses de la madre. Volvía la vista a causa del espanto y veía
innumerables cadáveres sobre la nieve, algunos de ellos levantándose tras la
muerte. Uno le aterrorizó particularmente: se arrastraba pesadamente sobre su
torso cercenado, tirando a duras penas de sus tripas sanguinolentas, dejando un
rastro oscuro tras de sí, estirando unos brazos hambrientos en un gesto
desesperado por acortar distancias con respecto a los vivos. Retiraba espantado
de allí sus ojos y éstos se posaban involuntariamente sobre un anciano que huía
apoyándose en su bastón, consciente de que su lento caminar no le ofrecía
ninguna posibilidad de escapar de los brazos de la muerte que se cernían
poderosamente sobre él para arrancarle la piel de la mejilla de un mordisco. Y
después del torso, de los brazos y las piernas al tiempo que llegaban con
rapidez más de aquellos cuerpos sin vida y se aglutinaban en torno a él,
lanzándose como una jauría de lobos sobre su presa, un hombre que aún trataba
de revolverse, apagando sus ya débiles e inútiles súplicas.
Y el miedo
tomaba su cuerpo y aferraba su mente con cadenas forjadas a través del
sufrimiento, eslabones de terror aprisionaban su espíritu apresándolo sin
encontrar resistencia, resonando con un espanto que se asentaba, paralizándole
hasta tal punto que no podía más que llorar, acuclillado, a punto de arrojarse al
suelo.
Impotente, cerró
los ojos para escapar de aquel tormento, en un gesto que sabía baldío, y, pese
a sus denodados esfuerzos, en su lugar sus oídos se llenaron del sonido de la
tortura y el terror, su boca saboreó la condenación del mundo y la piel que le
cubría sintió el gélido viento que llevaba la destrucción.
Súbitamente, en
medio del horror, unos brazos le aferraron con fuerza las sienes.
Y chilló hasta
que una voz femenina le contuvo en un equilibrio inestable, desbordada por una
inquietud rayana en la angustia:
–¡Niño, ¿cómo
salir de la ciudad?! –demandó con uno de los acentos de las tierras lejanas del norte–. ¡¿Tú… sabes?! ¡Rápido, rápido! –vio
unos agitados ojos verdes que exigían una respuesta inmediata y un cuerpo
envuelto en pieles y anillas de acero.
Los gritos
provenían de todas direcciones, mirase a donde mirase ellos estaban allí,
corriendo por las calles, inagotables, entre las innumerables casas de madera.
Él, en
respuesta, comenzó a moverse en dirección al muelle, sólo tenía en mente los
drakkars.
–¡Nadie hay
allí! ¡Yo soy varega! ¡Yo sé! ¡La muerte está allí y vuestro kremlin es fuego!
Él la cogió del
brazo. Y rezó a Perún para que las puertas de la ciudad no hubieran sido cerradas.
O, al menos, no
todas.
El sol parecía
sangrar a lo lejos, allí donde no había nubes, pero había más motivos aparte de
una noche que pronto se presentaría ante ellos para cerrar las puertas.
Una espada
bañada en sangre coagulada inquiría por un camino seguro entre varias
direcciones. Él escogió inmediatamente una de ellas, dispuesto a internarse
entre los callejones del barrio de los carpinteros en el cual, de hecho, se
encontraban.
Notó el tirón de
unos dedos que se cerraban sobre su hombro a punto de derribarle al suelo, de
los que emanaba un dolor punzante que le bajaba por el brazo.
Ella decía “no”
con la mirada, “no” con la cabeza. Envainó. Paciente, juntaba las manos hasta
dejar una estrecha rendija de espacio entre ellas como explicación. Él,
aturdido aún, tardó unos segundos en entenderlo. Ella se irguió, y ahora, con su torso a la
altura de la mirada del chico, avanzó mientras él se giraba sobre sus talones.
A juzgar por la sangre que cubría a la extraña joven, ella también sabía ya que
aquellos que se levantaban de entre los muertos no conocían el cansancio. Y que
no era fácil darles muerte definitiva. Una vez él se hubo dado la vuelta vio a
uno de ellos que corría hacia donde se encontraban. Y vio a la extranjera
ejecutando veloces y precisos movimientos.
Ella le dio la
espalda al chico, cubriendo el espacio que había entre el muerto y el vivo.
Su mano buscó
instintivamente la empuñadura de su espada.
Su espada buscó
instintivamente a aquel cadáver andante que la contemplaba con ojos vacíos y
estiraba los brazos hacia ella y, en un impacto que sonó como un chasquido
sordo, quebró su cráneo.
El cuerpo cayó
sobre la nieve en un crujido blanco y rojo.
–¿Cómo te
llamas? –inquirió la extranjera.
–Aleksandr… –pareció
dudar, quizás debido a la impresión del momento que ni siquiera le permitía
darse cuenta del miedo que tenía–. Sasha –se decidió. Ella cerró en su menudo puño
una daga que llevaba en una pequeña vaina atada al cinto, asegurándose de que
la otra que llevaba en la caña de su bota aún seguía ahí.
–Ten –dijo. Echó
a andar a paso ligero, ordenándole a cada pisada que lo siguiera de cerca y
terminó por decantarse a favor del callejón que el chico le había señalado:
¿para qué preguntarle primero e ignorarle después? Había sido asombrosamente
rápido al elegir, de modo que debía conocer el lugar perfectamente. Y
probablemente él tampoco deseaba prolongar la vida de los muertos a costa de la
suya propia.
Se movían
deprisa. Los alaridos esta vez quedaban ensordecidos por la madera o, en
ocasiones el crepitar de las llamas cercanas, sólo una vez les arrollaron con
la potencia de la desesperación final al pasar junto a un umbral ensombrecido,
obligándose ambos a no comprobar con la mirada qué ocurría dentro. Ella a veces
derribaba o golpeaba o decapitaba a uno de ellos. No deseaba quedarse quieta,
temía que entre aquellas callejas se agruparan esos demonios y les cerraran el
paso. Pero tras girar unas pocas esquinas se encontraron en una calle
reconfortablemente ancha.
Una buhonera
trataba de recoger sus bártulos a escasos metros de ellos, seleccionándolos
cuidadosamente y metiéndolos en una bolsa. Se tomaba su tiempo, pese a los
últimos acontecimientos, y aquellos artículos que no le eran de utilidad
comercial se los arrojaba a un grupo de tres muertos casi deshechos, con apenas
harapos y tan podridos que eran incapaces de correr. Se acercaban a ella
tambaleándose en pugna por coordinar su avidez de carne humana, aún a una
distancia de veinte metros. Sasha, al tiempo que juzgaba que la señora no tenía
mucha puntería, reconoció a Natasha Fiódorovna en aquella comerciante.
Los gritos
alrededor se le incrustaban más allá de oídos, no creía que nunca jamás lograra
hacerlos salir de ahí.
–Escape de aquí,
Natasha Fiódorovna –le apremió el joven luchando por concentrarse.
–¿Adónde,
pequeño Aleksandr Iúrievich?
–No lo sé, pero
muévase.
–¿Y adónde vais
vosotros?
–Pues a donde
sea.
–¿Y se puede
vender allí? No lo creo –afirmó obstinada.
–Señora
–intervino la extranjera–, puede usted morir –tras aquellas palabras se puso en
marcha de nuevo dando cuenta de aquellos tres muertos. Mientras, los copos
caían sobre ella y una ráfaga de humo perdida pasaba de largo.
–Ya, ya, aunque
más me preocupa a mí andar después de eso –la extranjera no parecía haber
entendido todas las palabras de Natasha, quizás hablaba demasiado rápido o
quizás su atención se estaba centrando más bien en comenzar a caminar–. Bueno,
¿queréis algo o sólo vais a mirar? –inquirió la buhonera tirando despreocupada
los últimos productos al suelo tras evaluar el posible grado de interés de sus potenciales
clientes en ellos.
–Escúcheme,
Natasha Fiódorovna –siguió Sasha–, los demonios son muy peligrosos. Yo me
marcho, ya le he advertido. Ah, y deles en la cabeza con algo que pinche o que
sea muy fuerte. Así se mueren –el pequeño movió rápidamente las piernas para
ponerse a la altura de la extranjera.
–¿Cómo? ¿Pero no
están muertos ya? –se oyó tras ellos.
La varega se
encontraba exhausta, había matado a unos cuantos, el viento frío del invierno
les azotaba robándoles energía y su espada debía de ser muy pesada. No obstante
también parecía la extranjera recuperarse con rapidez. El vaho iba saliendo de
entre sus labios con más calma a medida que se aproximaban a una de las puertas
de la ciudad, afortunadamente abiertas y ella iba recobrando el aliento. Vio a
algunos hombres corriendo por los adarves de la muralla, guardias que parecían
estar huyendo aterrorizados de todo aquello y a otros que no podían apenas
reaccionar.
La extranjera los
observó, mientras no cerraran las puertas los demonios podrían escapar, sí, si
bien ellos también.
Los gritos lo
inundaban todo.
Sasha creía que
iba a morir ahogado en ellos.
Y es que no eran
los únicos que habían tenido la misma idea: las puertas, aunque abiertas, no
podían dar cuenta de toda la marea de gente que intentaba salir de la ciudad y
la lentitud con la que se desarrollaban los acontecimientos no acaba de agradar
a la vikinga. Por otra parte los muertos también se habían acumulado allí para
disfrutar de la congregación.
La extranjera
meditó acerca de que tal vez tenía que haberle preguntado al chico por la
puerta principal, presumiblemente más grande, pero no quería ni pensar cómo
estaría la situación de ser así tras hacer un simple cálculo mental. Y además
tampoco estaba muy segura de cómo se diría aquello en el idioma de los eslavos,
aunque enseguida se le ocurrió cómo hacerlo. Desafortunadamente no había podido
reunirse con el resto del grupo de mercaderes vikingos cuando se inició el
ataque, y cuando logró llegar a los muelles la mayoría de barcos habían
desaparecido y los pocos que quedaban eran pasto de las llamas o habían sido
abandonados. No había sido la única norteña que se había quedado en tierra,
pero por lo que ella sabía, era la única que aún estaba viva. Sin embargo no
era desafortunada del todo, por alguna razón le había preguntado, desesperada y
sin un ápice de razón, a un niño llamado Sasha el cual probablemente había
salvado su vida –la vida de ambos– guiándola hasta allí.
En cualquier
caso ella iba a salir. E iba a salir con su pequeño salvador.
Tomó su mano.
No importaba qué
o quién se le pusiera por delante.
–¡Jeg er Fenja Gjukisdatter! –exclamó al cielo, espada en ristre, para
invocar al dios de los viajeros, al Padre de Todo–. ¡Og vi skal komme til Uppsala eller til Åsgard! ¡Det avhenger av deg, Allfader! ¡Derfor, Odin, hjelp oss!*
Entre vivos y muertos había de abrirse paso.
Y tal vez durante tres inviernos seguidos.