Lluvia:
El cielo lloraba lágrimas finas y
abundantes mientras el sol aparecía dorado entre las nubes lejanas, iluminando
el paisaje. Un hombre, sentado bajo la protección de una gran piedra y de una
pesada cota de malla, avivaba una hoguera mientras sostenía una rama con pequeños
trozos de carne ensartados. Miraba al horizonte, observando los rayos de sol
internándose uno a uno entre las nubes del mediodía, prometiéndole una tarde
apacible. Su rostro sucio de barro, duro y curtido en experiencias, contemplaba
meditabundo con dos ojos azules de acero cómo una figura se acercaba a lo lejos,
aproximándose por el camino entre los prados que bajaban por la ladera de la
montaña. Le dio un par de vueltas a su pincho entre las manos y lo retiró del
fuego, agitándolo levemente antes de llevárselo a la boca.
El crepitar del
fuego le hacía compañía a sus pensamientos.
Solía imaginarse, en las ocasiones
en que se fijaba en una persona en concreto entre la multitud del mercado o la
plaza, a veces también en la soledad del camino, cómo sería la vida de aquél en
quien sus ojos habían elegido posarse, qué sentimientos tomaban su corazón y
qué destino podía esperarle. Tenía que admitir que el trato con los demás le disgustaba
y que solía evitar cuanto podía los pueblos y ciudades, lugares que frecuentaba
únicamente por razones de estricta necesidad. La gente en general era idiota, o
tramposa, o pretendía engañarle. Él era cazador de hombres, un trabajo que le
permitía comprender cada vez con más claridad la oscuridad del alma humana pero
incluso en sus tareas a veces era objetivo de pretendidas estafas que solían
acabar con amenazas por parte de pueblerinos paletos o guardaespaldas paletos.
El mundo era un lugar complicado y en ocasiones le daba la sensación de que
aquéllos a quienes daba muerte o captura no eran peores que los que le
contrataban. En cualquier caso una ocupación así le venía como un guante. Se
preguntaba cuánta oscuridad se escondía tras aquella mujer de aspecto guerrero que
caminaba hacia él con paso decidido, qué secretos inconfesables guardaría en su
pecho y punzarían su alma noche tras noche.
–¡Eh, tú! ¿Qué
andas pensando? –soltó de pronto la viajera. A él le turbó aquella forma tan
directa de dirigirse a un desconocido, esa manera tan despreocupada que nacía de una expresión
risueña.
–Hace un buen
día. –respondió con voz perezosa tras unos breves instantes, intentando ocultar
sin mucho éxito su deseo de que la caminante pasara de largo.
–No estabas
pensando eso – declaró ella–, pero gracias por regalarme tu falta de honestidad
–se aproximó a él, vestía un peto de cuero y escarcelas y musleras de anillas,
bajo la armadura llevaba un tabardo de un verde característico revelando su
pertenencia a la Orden de Nínive, que tomaba su nombre de una legendaria herrera–,
siempre es útil saber a qué atenerse, ¿verdad?– Esbozó una sonrisa repleta de
franqueza.
–¿Deseas algo?–quiso
saber él con un mal disimulada irritación en su voz.
–Iba a
preguntarte si tienes comida –miró alrededor por un momento y después volvió a
fijar la vista en su interlocutor–. ¿Tienes comida?
–Ten. –le
extendió una bolsa llena de pedazos de carne frescos y sangrantes. Ella rebuscó
entre los bolsillos atados a su ancho cinto de cuero y sacó un tenedor de
madera maquinalmente. Inmediatamente después lo volvió a guardar con
movimientos precisos y cadenciosos, cogió un palo del suelo, le pasó la mano un
por encima, le dedicó un par de escuetos soplidos y trinchó un par de piezas de
carne, absorbiéndose en cada gesto. Nunca se les negaba comida a los monjes,
motivo por el cual algunos de ellos llevaban una vida de verdaderos parásitos
sin importar el estrato social del que pudieran provenir.
–Muchísimas gracias.
Que tus dioses te den bendiciones.
–¿Mis dioses?
–Pareces de
Zealel.
–Soy de allí.
–Pues eso, tus
dioses. Son varios –le explicó.
Ella comenzó a
comer sin pensárselo mucho, mientras tanto él empezó a meditar sobre la
pregunta que había comenzado aquella conversación. ¿Era tal vez únicamente una burda
excusa para pedirle algo que llevarse a la boca? ¿Tenía él acaso expresión de
pensar algo en particular? ¿Y qué si especulaba sobre la oscuridad de aquella
mujer? ¿Por qué tenía ella que saber en qué estaba pensando? ¿Qué iba a hacer,
juzgarle con su superioridad moral de monje, tan trillada y cansina? ¿Y además,
por qué iba una monja de la Orden de Nínive así pertrechada? ¿Y quién demonios
era, por cierto?
No obstante su
hilo de pensamientos instigados por el miedo se vio interrumpido por los
gruñidos de desazón y la subsiguiente voz de la mujer explicando sus muestras
de malestar.
–Joder, me estoy
cagando. Mierda, así no hay quien coma. Oye, esto… ahora vuelvo.
–¿No deberías
haberte presentado? –le reprochó él.
–¡Sí, sí,
ahora…! –exclamó ella alejándose corriendo unos metros más allá, bajo la
lluvia, y disponiéndose a purgar su cuerpo. –Discúlpame, me llamo… –emitió otro
gruñido, esta vez en medio del esfuerzo– Aile de Maru. ¿Tú?
–Oshnrava de
Zealel –la forma de pronunciar su lugar de procedencia era bastante distinta a
la que ella había empleado y es que tenían acentos muy diferentes –de hecho en
Zealel no se hablaba el idioma de Aile–, sin embargo ambos se entendían.
–¿Puedo llamarte
Osrraba? Es que hay varias letras de las que has dicho que, mira, soy incapaz
de repetirlas. Si te es inconveniente o irrespetuoso, trataré de esforzarme más
–extrajo de uno de sus bolsillos pergamino para limpiarse.
–¿Qué haces?
¿Qué es eso? –su curiosidad parecía haber despertado súbitamente.
–Me limpio,
porque no hay hojas por aquí cerca. En mi tierra tomamos baños y nos lavamos,
por eso hemos escrito un libro para mantener relaciones sexuales que supongo
que a vosotros os parecería inservible… –se mantuvo dubitativa un segundo– o pintoresco
–finalizó con decisión.
No obstante, y
pese a que al cazarrecompensas le pudiera parecer que bañarse era una forma de
debilitar su cuerpo contra las enfermedades y que todo aquello era digno de ser
discutido, sus reflexiones de forma involuntaria volvieron a enfocarse en la
primera cuestión, la cual le invadía incesantemente la cabeza horadándola y
cruzando por ella una y otra vez. La inseguridad a la que había adorado como a
sus propios dioses, que le había mostrado un mundo lleno de traición, le tomaba
haciendo que poco a poco su cuerpo la obedeciera, hace tiempo esclavizado por
ella.
–¿Por qué te
interesaba saber en qué andaba yo pensando? –inquirió al fin, algo irritado.
Ella frunció los
labios, en pose pensativa mientras volvía a atravesar la carne con su
improvisado cubierto, sentada en aquella porción de suelo seco con las piernas
cruzadas.
–Bueno, no
pareces un tipo muy feliz consigo mismo –le aseguró la viajera con la boca
llena, sin darle demasiada importancia.
–Suelo
encontrarme mejor cuando no hablo con gente –usó un tono bastante tajante,
quizás más agresivo de lo que permitían las convenciones sociales de Maru.
Ella en
respuesta soltó una risotada sincera escupiendo un poco de la comida que
intentaba tragar.
Y él contestó a
aquel gesto con una bravata:
–He matado a
hombres por mucho menos que esto. –de hecho sonaba como una verdadera amenaza.
Ella, mudada su
afable expresión, desenvainó su espada velozmente. Le rozaba ya con el filo la
garganta cuando él apenas hubo podido echar mano de su hoja. Oshnrava, con los
dedos firmes en la empuñadura, trataba de contener su impotencia y su
vergüenza, trataba de esconder su orgullo herido en su asombro. Pero no
temblaba, porque en los ojos de aquella monja leía una vida sin otras
arrebatadas.
–Nunca has
matado a nadie. –le espetó.
–Ni deseo
hacerlo, pero tengo aún menos ganas de morir. –afirmó con la más pura
convicción. Aun a ella le impresionaba su propia fuerza, nacida probablemente
del temor.
–No sabes lo que
es acabar con la vida de un hombre. Suplican, se aferran a ella hasta el último
aliento. –aseveró él, algo más calmado. A Aile le pareció algo artificial aquel
mensaje dada la situación, tal vez interpretaba al personaje del
cazarrecompensas más que mostrarse a sí mismo. En cualquier caso no perdió de
vista el contenido profundo de sus palabras.
–No eres
valiente, sólo te has acostumbrado al dolor de los demás. Tú te aferras más que
ellos.
–¿Qué sabes tú
de mí, niña? –el fuego de su interior volvía a llenarle de cólera en apenas
unos segundos.
–Que no te
cuesta matar. Y para el que está dispuesto a matar por gilipolleces y además a
un monje, la vida no tiene valor. Ni la tuya ni la de los demás. Pero yo sólo
quiero comer, así que cálmate y envaina –el dudó por un momento–, vamos, esto
es excesivo –hizo aquella declaración en un tono tranquilizador, amigable y
sobre todo tan sencillo que resultaba incomprensiblemente irrebatible para él–.
Además –comenzó ella a decir buscando alguna forma de distraer la violencia que,
según había podido comprobar, podía desatarse en aquel corazón con suma
facilidad–, ya que estamos, podríamos hablar de tus pensamientos, al parecer, aunque
no entiendo muy bien por qué, te interesaba mucho saber qué piensa esta
desconocida a ese respecto.
Él se mantuvo
unos instantes sin decir una palabra, parecía confuso, como si en su alma se
agitase un mar de emociones bajo la tormenta del desconcierto. Ella siguió
comiendo, dándole todo el tiempo del mundo y disfrutando de una carne que tenía
muy buen sabor y del repiqueteo de las gotas de lluvia golpeando el suelo con
paciencia.
–Sí. –dijo él tras
una larga espera. Aile se sobresaltó casi imperceptiblemente, y tuvo que hacer
memoria para seguir el hilo de la conversación porque, disfrutando del tiempo,
lo había olvidado momentáneamente.
–Pareces un tipo
impulsivo, te cuesta encontrar serenidad.
–La encuentro
cuando no hay gente, rodeado de árboles del bosque, del fluir de los ríos… soy
más espiritual de lo que parezco.
–No, no lo eres
en absoluto –afirmó rotundamente–. Esa calma no es tuya sino de los árboles y
de los ríos –siguió hablando rápidamente, sin dejarle espacio para reaccionar–.
Dime, ¿qué ocurre cuando hay gente?
–Dejo de
encontrarme bien.
–¿Por qué?
–¿Tengo que
contestarte a todas estas preguntas?
–Si no quieres
no, aunque ha sido decisión tuya. La verdad es que yo prefiero comer.
Él titubeó. Miró
hacia el horizonte, como si buscara ayuda más allá del cielo y de la tierra.
Calló durante largos segundos y ella esperó. Aile pensaba que, de alguna
manera, ese hombre necesitaba ser oído, pero estaba segura de que nunca había
tratado de escucharse a sí mismo. Resultaba sorprendente lo que podía la gente
abrirse a desconocidos. Consideraba que abrirse a la primera persona que pasara
por allí era algo bastante arriesgado para alguien en sus condiciones, pero,
dado que ella no le deseaba ningún mal a nadie, estaría él a salvo en aquella
charla. No le solían gustar a la monja aquéllos que necesitaban ser rescatados
porque, en general, no querían ser rescatados ni rescatarse a sí mismos y
porque solían dar con gente peligrosa y dañina, no obstante siempre le habían intrigado
las historias que sus mayores tenían para relatar. Aprendía.
–Pierdo la calma
porque el corazón de la gente es un nido de embustes, porque engañan y
manipulan, porque en ocasiones me utilizan, a veces ni siquiera cobro y no
suelo conocer a gente que me resulte de confianza, y si por lo que sea me fío,
por lo que sea, me equivoco sobre en quién depositar mi confianza. Los monjes
de Nínive dais consejos…
No pudo acabar
de pronunciar la frase, súbitamente se derrumbó, como una torre hacía siglos abandonada.
Y se echó a llorar.
No era una
historia precisamente fascinante, se lamentó la monja, demasiado borrosa e
imprecisa. Sólo eran huellas de demonios azotadas por la tempestad, demonios
que estaban en todas partes, en lo que parecía ser –según sospechaba ella– el dolor
de un niño atrapado entre las amargas arrugas de la insatisfacción que
comenzaban a hacerse hueco en su rostro, perfilando ya el dibujo de su alma.
El pobre era
como una princesa atrapada en esa misma torre que caía bajo su propio peso…
pero Aile sólo conocía una respuesta a esta clase de asuntos. Una respuesta tan
intensa como sólo podía serlo la realidad. Siempre le había preocupado el hecho
de que las víctimas solían ser verdugos al tiempo. Lo pensó un poco y llegó a
la conclusión de que eso de que “le preocupaba” no era la expresión adecuada…
más bien le parecía interesante. Sólo eran dos caras de la misma moneda, de la
misma forma que el error sólo era la otra cara del acierto. No sabía hasta qué
punto era justo ahorcar a un asesino –para ser más precisos no pensaba que
fuera justo en absoluto–, puesto que, aunque no lo pudiera parecer, la
principal víctima del crimen era siempre el propio criminal. Por eso sólo aquéllos
que aceptaban haber cometido errores podían entrar en la Orden, tenían que estar
preparados para comprenderse a sí mismos, para olvidarse de sí mismos, para
entender el sufrimiento y sus innumerables máscaras, y aprehender así la
verdadera naturaleza de la empatía. En cualquier caso la situación de Oshnrava
era, muy probablemente, injusta para mucha gente, empezando por él mismo.
–Lo siento
–comenzó ella a decir–, pero no estás preparado para escuchar ningún consejo,
hace falta estar en un punto de apertura que no has alcanzado. Si dejara volar
mis palabras, producirían el efecto contrario al pretendido, es muy peligroso.
–¡Dímelo! –le
exigió él con repentina furia, que por caprichosa era casi pueril.
–Estás alterado
–constató ella–. No puedes escuchar, el momento no ha llegado.
–¡Dímelo!
–insistió.
–La realidad es
dura, es directa, ¿lo entiendes? A veces no es tan sencillo… cálmate, por
favor. No quieres oírlo y yo no puedo convencerte de lo contrario. En realidad
no quieres oírlo, por favor… entiéndelo –reclamó con una férrea seguridad en
sus palabras.
Él desenvainó,
enjuagándose las lágrimas con su mano izquierda, colérico, fuera de sí.
–¡Aplaca tu ira
–exclamó ella alzando los brazos–, Osrraba de Zealel! ¡Escúchame y templa tu
alma!
Bajó la espada,
pero en su expresión no se veía ni rastro de avenencia ni concordia, sino el
turbio convencimiento de su siguiente paso, anticipando unos pesados grilletes
para el destino.
–Eres una monja
de la Orden de Nínive, debes hablar si te lo pido tres veces –sentenció.
Ella asintió,
suspiró y tomó aire antes de comenzar su discurso, sabedora de que tenía ante
sí a un hombre desesperado y poco receptivo, e igualmente conocedora de sus
votos.
Consideró la posibilidad
de quebrantarlos. No sería la primera vez ni la última –ni era tampoco algo
infrecuente entre los monjes de la Orden–. Sin embargo sabía que esto no
acabaría sino con el deseo de aquel extraño saciado, por más que fuera él
incapaz de entender las consecuencias que algo así tenía. Porque la otra opción
era una vida segada por la ceguera más absoluta y era aún más estúpida si cabía.
“Las palabras
son tan poderosas como les dejemos serlo”, pensó ella dándose ánimos,
consciente de que lo hacía en vano.
Le miró a los
ojos, acorazados de azul.
Y comenzó a
hablar.
–Da igual adónde
vayas, el problema está sólo en tu mente –pronunciaba las palabras despacio, haciendo
acopio de toda la parsimonia que podía, intentando que su sinceridad, a la que
debía fidelidad, no entrara en batalla con la débil imagen que su interlocutor
tenía de sí mismo, consciente de que era casi imposible–. Las personas a tu
alrededor simplemente te reflejan, porque tú estás lleno de secretos, utilizas,
manipulas y eres poco digno de confianza. Cuando estás solo crees que estás
mejor, sin embargo tu pesar te persigue sin descanso, por eso sabes que nunca obtienes
esa ansiada paz que dices buscar. En mi tierra hay un refrán que reza: “cree el
ladrón que todos son de su condición”. Por eso da igual a dónde puedas
dirigirte o lo que creas que controlas. No se trata de cambiar lo que hay
fuera. Se trata de hacer algo con lo que hay dentro. Es fácil culpar a
cualquiera por tu infelicidad, pero todo eso que dices sólo demuestra que la desolación
de tu corazón se acuerda de sí misma con más facilidad ante la cercanía de
otras personas, las cuales sencillamente revelan quién eres y aparecen ante tus
ojos, no como son, sino como eres tú. Si culpas a los demás por tu infelicidad,
no pierdas el tiempo preocupándote, pues siempre serás desdichado. La gente es
gente como el cielo es cielo. Y aquí el problema eres tú, tu mente. Puedo
endulzarte este mensaje, pero bastante acostumbrado pareces ya a decirte a ti
mismo que los demás te han hecho así, a descargar tu culpa, y ya eres demasiado
mayor como para ignorar las verdades más básicas de la vida. Si te sirve de
consuelo, no eres el primero que veo en ese estado. Ahora bien, el mundo en el
que vives no tiene nada que ver con la realidad. Y eso no quiere decir que el mundo
no sea duro, lo es si lo quieren tus ojos. Pero tú no vives aquí, tu corazón
mora en algún otro lugar, lejos. Quizás tus dioses sepan dónde –se detuvo para
tomar aire y contempló unos ojos que parecían resistirse a todo cuanto decía y,
a la vez, exigir un poco más–. Dicen los ancianos de Maru que cuando llueve, el
agua cae del cielo sin rechistar. La gente que es feliz sabe a qué se refieren,
conoce el significado de esas palabras. Esa misma gente eligió abandonar el
sufrimiento y aceptar el dolor y la alegría sin más. Nadie puede ayudarte. Pero
tú sí puedes ayudarte a cada segundo. Y para eso tienes todo mi apoyo. Porque
basta una elección tuya y entenderás todo cuanto te rodea, no hay elección.
Todo es mucho más sencillo de lo que crees, créeme, por favor. En el mundo sólo
existe la Unión, no hay diferencias y no existe el mal… Eso que vives no es la
realidad, te has alejado de ella. Pero siempre podrás volver. Es mucho más
sencillo de lo que crees porque en realidad no tienes que cambiar nada. Escucha,
si lo que deseas es seguir tu camino, sumérgete en él, vive en él como si nada
más existiera, aliméntate del sufrimiento con todo tu ser, haz que tu corazón
lata en él, consume el espíritu del bosque, frústrate, sé infeliz hasta que la
infelicidad se convierta en todo cuanto existe y cree en todas esas cómodas
mentiras que el miedo te susurra al oído cada noche al conciliar el sueño y que
te guían, porque sin duda será ése el camino que debes seguir y, créeme también
en esto, nadie es quién para decirte qué tienes que hacer. Pero no culpes a lo
que existe fuera de ti para justificarte porque no hay absolutamente nada que
exista fuera de ti, tú lo eres todo, y todo es un reflejo de lo que eres. La paz
es aceptarlo como es, entonces desaparece el espejo y queda el mundo. Siempre
tienes ante ti una encrucijada, yo sólo te presento varios rumbos a tomar. Tu
camino, sea cual sea el que elijas, es tu camino y de nadie más –juntó las
palmas de sus manos ante sí para terminar con la conocida expresión–. Nínive es
dios y demonio, uno y muchos.
Oshnrava se echó
a llorar, tendiéndose en el suelo, temblando.
Aile, aunque ya
una mujer, tal vez fuese demasiado joven como para medir sus palabras de forma
apropiada o quizás fuera una simple cuestión de carácter. Sabía que él no podía
hacer otra cosa que malinterpretar su mensaje. Siempre había sido demasiado
brusca incluso para los estándares de la Orden y lo aceptaba así. Ella era más
bien falible, no conocía la verdad ni creía tener más razón que él –a fin de
cuentas él vivía como deseaba y no podía imponerle a nadie ser feliz–, pero era
consciente de que aquellos que optaban por ignorar la realidad, terminaban encadenando
su destino a un movimiento descendente y espiral.
Se comió su
último pedazo de carne, tiró el palo al suelo, dio las gracias de nuevo y se
despidió siguiendo su camino.
El hombre se
quedó allí deshecho, entre gimoteos y lágrimas.
Aile rezó por
él, entendía que no quisiese cambiar pese a no compartir en absoluto su visión
de las cosas. Y le deseó lo mejor.
Era bien sabido
que cuando uno encontraba en el camino a un monje de la particular Orden de
Nínive y le pedía consejo acababa llorando o riendo. Se solía decir en las
tierras de Maru, Basaru y Hermod que aquello no dependía del monje, sino de si
el necesitado de auxilio estaba preparado o no para recibirlo.
Quizás –pensó
ella– a la Orden le vendría mejor un método más gradual de tratar los problemas
de la vida o tal vez ahondar más en el alma humana y su movimiento para poder
restablecerla. Claro que, por otra parte, ellos no estaban ahí para salvar a
nadie.
En cualquier
caso Aile, siguiendo los votos, no volvió la vista atrás.
Llovía sobre su
cabeza, sobre ella.
Comenzó a
sonreír de nuevo.
Porque mientras
tanto, sencillamente, llovía.