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Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

domingo, 1 de abril de 2012

Cuento de primavera



Cuento de primavera:

            Antes de nada, niños, me gustaría advertiros de que los colores de este pequeño cuento de primavera son el blanco, el negro y el rojo. No, no son los colores propios de una historia con final feliz, así que, si lo que queréis es un relato de pájaros cantando a coro con las flores, posiblemente seguir leyendo no sea la mejor opción. Pero si no os importa que el final vaya a ser triste –a veces hay finales tristes–, continuad…

Érase una vez un hombre muy romántico que paseaba por el parque a eso de las dos de la tarde. Este hombre, siempre muy atento a lo que pudiera ocurrir, se encontró con el Amor que estaba sentado en un banco tomando el sol del mediodía.
            No estaba muy seguro de si era o no era el Amor, de modo que, por si acaso, le preguntó quién era.
–Soy el Amor –respondió.
–Entonces pronto me enamoraré –dedujo el hombre.
–Supongo –dijo haciendo una mueca de circunstancias–, no lo sé… yo sólo estoy por aquí, se está a gustito.
El hombre, temeroso de que el Amor pudiese marcharse de su lado y haciendo gala de un pragmatismo que de lógico rayaba en la psicopatía, comenzó a arrearle puñetazos en la cabeza hasta que éste se quedó inconsciente y se lo llevó a su casa como rehén. Era un hombre muy romántico y…
Un momento. Niños, tenéis que entender que el Amor es un concepto abstracto y que, aunque es igual para todos si es bien entendido, nuestro hombre romántico sólo veía un Amor muy concreto e individual que no era ni más ni menos que el que él había creado. Era un amor grandilocuente y muy limitado, en definitiva sometido al autoritarismo. Él se creía, como hacen muchos adolescentes, el único amante verdadero. No hace falta aclarar que estaba muy equivocado y que su error le llevaría lejos. Pero, en fin, continuemos con la historia.
Como iba diciendo, era un hombre muy romántico y había idealizado tanto el Amor que básicamente lo tenía secuestrado en el cuarto de baño contiguo a su espaciosa habitación –nuestro hombre romántico vivía en un lujoso chalet, aunque eso importaba más bien poco salvo por el hecho de que tenía un garaje privado muy práctico, ya veréis–. El Amor, maniatado, trataba de hacerle entrar en razón y le decía:
–No puedes retener el amor. No puedes hacer que nadie se enamore de ti, sólo puedes amar en la libertad. Da igual qué sutiles artimañas utilices, si sigues haciendo lo que haces, no amarás, sólo crearás una ilusión, sólo será una situación de necesidad.
–¿Una situación de qué?
–De necesidad… –repitió– de codependencia. Ya sabes, dos personas que están juntas porque tienen miedo de vivir el amor de verdad o de vivir a secas… ¡Por eso me has raptado! ¡Si yo fuera una persona de carne y hueso gritaría para que los vecinos llamaran a la policía!
Y es verdad que nadie podía oír al Amor de nuestro hombre romántico, no obstante nuestro hombre sí. Y lo consideraba bastante molesto, porque se quejaba mucho y se pasaba todo el día suplicando libertad. Así que lo amordazó.
Era nuestro hombre un tanto fanático con su idea del amor. Ni siquiera el Amor iba a hacerle cambiar de opinión.
Fueron transcurriendo los años y tuvo cinco parejas distintas con tres mujeres y dos hombres mientras su recluso pasaba el tiempo encerrado en el cuarto de baño contando baldosas. Nuestro hombre siempre les decía a sus amados: “Nadie te amará como yo”. Y, afortunadamente para sus parejas, era cierto. Él no sabía amar, siempre necesitaba a alguien. Se enamoraba del amor y no de sus parejas.
El pobre hombre no era muy listo y como no era muy listo se creía muy especial. De pequeño le dijeron que tenía que ser mejor que los demás y se lo debió de creer. No comprendía que lo especial estaba en todas partes.
Siempre hacía sufrir a los demás. Creía que su problema era no dar con la persona adecuada, sin embargo su problema era el siguiente: no era capaz de entender la forma en la que el amor florecía con sus pétalos y sus espinas, y que había que regarlo igual todos los días. Y, además, siempre quería enjaularlo como si fuera un animal doméstico. Deseaba lo imposible.
No se trataba de que sus relaciones fueran el problema sino de que su forma de relacionarse no era apropiada.
Pero, como hemos dicho, se creía especial y por lo tanto era incapaz de ver aunque tuviera dos ojos en la cara. De modo que siguieron pasando los años y un día, ya solo y muy harto de no entender las lecciones de la vida, agarró a su Amor –famélico y casi muerto por falta de alimento– lo bajó al garaje y lo tendió sobre una mesa.
Cogió unas tijeras de podar y le arrancó el dedo corazón de la mano derecha con el cuál intentaba su cautivo expresarle su opinión del asunto. Nuestro hombre tenía en mente hacerse un llavero con aquel dedo, un capricho. Bueno, el caso es que después cogió una motosierra y la puso en marcha.
Y comenzó a desmembrar al Amor sobre su mesa del garaje, ignorando  unos gritos desesperados que imploraban salvación ensordecidos por la mordaza que llevaba.
Seguidamente arrojó el torso, los brazos, las piernas y la cabeza –que, cubiertos de sangre, lo estaban poniendo todo perdido de rojo– a una trituradora de carne que tenía felizmente por allí.
La activó y la máquina hizo su trabajo.
Después cogió la masa sanguinolenta del Amor y lo metió en una batidora eléctrica para hacerse un zumo.
Cosa que hizo.
Y, claro, se lo bebió.
Estaba convencido de que así el amor nunca le abandonaría.
Por supuesto, niños, ya podéis imaginar qué le ocurrió a aquel hombre que había descuartizado su amor sin miramientos…
Nunca jamás volvió a saber nada de él.

Licencia Creative Commons
Cuento de primavera por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Basada en una obra en parafernaliablablabla.blogspot.com.es.

Lluvia

Lluvia:

            El cielo lloraba lágrimas finas y abundantes mientras el sol aparecía dorado entre las nubes lejanas, iluminando el paisaje. Un hombre, sentado bajo la protección de una gran piedra y de una pesada cota de malla, avivaba una hoguera mientras sostenía una rama con pequeños trozos de carne ensartados. Miraba al horizonte, observando los rayos de sol internándose uno a uno entre las nubes del mediodía, prometiéndole una tarde apacible. Su rostro sucio de barro, duro y curtido en experiencias, contemplaba meditabundo con dos ojos azules de acero cómo una figura se acercaba a lo lejos, aproximándose por el camino entre los prados que bajaban por la ladera de la montaña. Le dio un par de vueltas a su pincho entre las manos y lo retiró del fuego, agitándolo levemente antes de llevárselo a la boca.
El crepitar del fuego le hacía compañía a sus pensamientos.
          Solía imaginarse, en las ocasiones en que se fijaba en una persona en concreto entre la multitud del mercado o la plaza, a veces también en la soledad del camino, cómo sería la vida de aquél en quien sus ojos habían elegido posarse, qué sentimientos tomaban su corazón y qué destino podía esperarle. Tenía que admitir que el trato con los demás le disgustaba y que solía evitar cuanto podía los pueblos y ciudades, lugares que frecuentaba únicamente por razones de estricta necesidad. La gente en general era idiota, o tramposa, o pretendía engañarle. Él era cazador de hombres, un trabajo que le permitía comprender cada vez con más claridad la oscuridad del alma humana pero incluso en sus tareas a veces era objetivo de pretendidas estafas que solían acabar con amenazas por parte de pueblerinos paletos o guardaespaldas paletos. El mundo era un lugar complicado y en ocasiones le daba la sensación de que aquéllos a quienes daba muerte o captura no eran peores que los que le contrataban. En cualquier caso una ocupación así le venía como un guante. Se preguntaba cuánta oscuridad se escondía tras aquella mujer de aspecto guerrero que caminaba hacia él con paso decidido, qué secretos inconfesables guardaría en su pecho y punzarían su alma noche tras noche.
–¡Eh, tú! ¿Qué andas pensando? –soltó de pronto la viajera. A él le turbó aquella forma tan directa de dirigirse a un desconocido, esa manera tan despreocupada que nacía de una expresión risueña.
–Hace un buen día. –respondió con voz perezosa tras unos breves instantes, intentando ocultar sin mucho éxito su deseo de que la caminante pasara de largo.
–No estabas pensando eso – declaró ella–, pero gracias por regalarme tu falta de honestidad –se aproximó a él, vestía un peto de cuero y escarcelas y musleras de anillas, bajo la armadura llevaba un tabardo de un verde característico revelando su pertenencia a la Orden de Nínive, que tomaba su nombre de una legendaria herrera–, siempre es útil saber a qué atenerse, ¿verdad?– Esbozó una sonrisa repleta de franqueza.
–¿Deseas algo?–quiso saber él con un mal disimulada irritación en su voz.
–Iba a preguntarte si tienes comida –miró alrededor por un momento y después volvió a fijar la vista en su interlocutor–. ¿Tienes comida?
–Ten. –le extendió una bolsa llena de pedazos de carne frescos y sangrantes. Ella rebuscó entre los bolsillos atados a su ancho cinto de cuero y sacó un tenedor de madera maquinalmente. Inmediatamente después lo volvió a guardar con movimientos precisos y cadenciosos, cogió un palo del suelo, le pasó la mano un por encima, le dedicó un par de escuetos soplidos y trinchó un par de piezas de carne, absorbiéndose en cada gesto. Nunca se les negaba comida a los monjes, motivo por el cual algunos de ellos llevaban una vida de verdaderos parásitos sin importar el estrato social del que pudieran provenir.
–Muchísimas gracias. Que tus dioses te den bendiciones.
–¿Mis dioses?
–Pareces de Zealel.
–Soy de allí.
–Pues eso, tus dioses. Son varios –le explicó.
Ella comenzó a comer sin pensárselo mucho, mientras tanto él empezó a meditar sobre la pregunta que había comenzado aquella conversación. ¿Era tal vez únicamente una burda excusa para pedirle algo que llevarse a la boca? ¿Tenía él acaso expresión de pensar algo en particular? ¿Y qué si especulaba sobre la oscuridad de aquella mujer? ¿Por qué tenía ella que saber en qué estaba pensando? ¿Qué iba a hacer, juzgarle con su superioridad moral de monje, tan trillada y cansina? ¿Y además, por qué iba una monja de la Orden de Nínive así pertrechada? ¿Y quién demonios era, por cierto?
No obstante su hilo de pensamientos instigados por el miedo se vio interrumpido por los gruñidos de desazón y la subsiguiente voz de la mujer explicando sus muestras de malestar.
–Joder, me estoy cagando. Mierda, así no hay quien coma. Oye, esto… ahora vuelvo.
–¿No deberías haberte presentado? –le reprochó él.
–¡Sí, sí, ahora…! –exclamó ella alejándose corriendo unos metros más allá, bajo la lluvia, y disponiéndose a purgar su cuerpo. –Discúlpame, me llamo… –emitió otro gruñido, esta vez en medio del esfuerzo– Aile de Maru. ¿Tú?
–Oshnrava de Zealel –la forma de pronunciar su lugar de procedencia era bastante distinta a la que ella había empleado y es que tenían acentos muy diferentes –de hecho en Zealel no se hablaba el idioma de Aile–, sin embargo ambos se entendían.
–¿Puedo llamarte Osrraba? Es que hay varias letras de las que has dicho que, mira, soy incapaz de repetirlas. Si te es inconveniente o irrespetuoso, trataré de esforzarme más –extrajo de uno de sus bolsillos pergamino para limpiarse.
–¿Qué haces? ¿Qué es eso? –su curiosidad parecía haber despertado súbitamente.
–Me limpio, porque no hay hojas por aquí cerca. En mi tierra tomamos baños y nos lavamos, por eso hemos escrito un libro para mantener relaciones sexuales que supongo que a vosotros os parecería inservible… –se mantuvo dubitativa un segundo– o pintoresco –finalizó con decisión.
No obstante, y pese a que al cazarrecompensas le pudiera parecer que bañarse era una forma de debilitar su cuerpo contra las enfermedades y que todo aquello era digno de ser discutido, sus reflexiones de forma involuntaria volvieron a enfocarse en la primera cuestión, la cual le invadía incesantemente la cabeza horadándola y cruzando por ella una y otra vez. La inseguridad a la que había adorado como a sus propios dioses, que le había mostrado un mundo lleno de traición, le tomaba haciendo que poco a poco su cuerpo la obedeciera, hace tiempo esclavizado por ella.
–¿Por qué te interesaba saber en qué andaba yo pensando? –inquirió al fin, algo irritado.
Ella frunció los labios, en pose pensativa mientras volvía a atravesar la carne con su improvisado cubierto, sentada en aquella porción de suelo seco con las piernas cruzadas.
–Bueno, no pareces un tipo muy feliz consigo mismo –le aseguró la viajera con la boca llena, sin darle demasiada importancia.
–Suelo encontrarme mejor cuando no hablo con gente –usó un tono bastante tajante, quizás más agresivo de lo que permitían las convenciones sociales de Maru.
Ella en respuesta soltó una risotada sincera escupiendo un poco de la comida que intentaba tragar.
Y él contestó a aquel gesto con una bravata:
–He matado a hombres por mucho menos que esto. –de hecho sonaba como una verdadera amenaza.
Ella, mudada su afable expresión, desenvainó su espada velozmente. Le rozaba ya con el filo la garganta cuando él apenas hubo podido echar mano de su hoja. Oshnrava, con los dedos firmes en la empuñadura, trataba de contener su impotencia y su vergüenza, trataba de esconder su orgullo herido en su asombro. Pero no temblaba, porque en los ojos de aquella monja leía una vida sin otras arrebatadas.
–Nunca has matado a nadie. –le espetó.
–Ni deseo hacerlo, pero tengo aún menos ganas de morir. –afirmó con la más pura convicción. Aun a ella le impresionaba su propia fuerza, nacida probablemente del temor.
–No sabes lo que es acabar con la vida de un hombre. Suplican, se aferran a ella hasta el último aliento. –aseveró él, algo más calmado. A Aile le pareció algo artificial aquel mensaje dada la situación, tal vez interpretaba al personaje del cazarrecompensas más que mostrarse a sí mismo. En cualquier caso no perdió de vista el contenido profundo de sus palabras.
–No eres valiente, sólo te has acostumbrado al dolor de los demás. Tú te aferras más que ellos.
–¿Qué sabes tú de mí, niña? –el fuego de su interior volvía a llenarle de cólera en apenas unos segundos.
–Que no te cuesta matar. Y para el que está dispuesto a matar por gilipolleces y además a un monje, la vida no tiene valor. Ni la tuya ni la de los demás. Pero yo sólo quiero comer, así que cálmate y envaina –el dudó por un momento–, vamos, esto es excesivo –hizo aquella declaración en un tono tranquilizador, amigable y sobre todo tan sencillo que resultaba incomprensiblemente irrebatible para él–. Además –comenzó ella a decir buscando alguna forma de distraer la violencia que, según había podido comprobar, podía desatarse en aquel corazón con suma facilidad–, ya que estamos, podríamos hablar de tus pensamientos, al parecer, aunque no entiendo muy bien por qué, te interesaba mucho saber qué piensa esta desconocida a ese respecto.
Él se mantuvo unos instantes sin decir una palabra, parecía confuso, como si en su alma se agitase un mar de emociones bajo la tormenta del desconcierto. Ella siguió comiendo, dándole todo el tiempo del mundo y disfrutando de una carne que tenía muy buen sabor y del repiqueteo de las gotas de lluvia golpeando el suelo con paciencia.
–Sí. –dijo él tras una larga espera. Aile se sobresaltó casi imperceptiblemente, y tuvo que hacer memoria para seguir el hilo de la conversación porque, disfrutando del tiempo, lo había olvidado momentáneamente.
–Pareces un tipo impulsivo, te cuesta encontrar serenidad.
–La encuentro cuando no hay gente, rodeado de árboles del bosque, del fluir de los ríos… soy más espiritual de lo que parezco.
–No, no lo eres en absoluto –afirmó rotundamente–. Esa calma no es tuya sino de los árboles y de los ríos –siguió hablando rápidamente, sin dejarle espacio para reaccionar–. Dime, ¿qué ocurre cuando hay gente?
–Dejo de encontrarme bien.
–¿Por qué?
–¿Tengo que contestarte a todas estas preguntas?
–Si no quieres no, aunque ha sido decisión tuya. La verdad es que yo prefiero comer.
Él titubeó. Miró hacia el horizonte, como si buscara ayuda más allá del cielo y de la tierra. Calló durante largos segundos y ella esperó. Aile pensaba que, de alguna manera, ese hombre necesitaba ser oído, pero estaba segura de que nunca había tratado de escucharse a sí mismo. Resultaba sorprendente lo que podía la gente abrirse a desconocidos. Consideraba que abrirse a la primera persona que pasara por allí era algo bastante arriesgado para alguien en sus condiciones, pero, dado que ella no le deseaba ningún mal a nadie, estaría él a salvo en aquella charla. No le solían gustar a la monja aquéllos que necesitaban ser rescatados porque, en general, no querían ser rescatados ni rescatarse a sí mismos y porque solían dar con gente peligrosa y dañina, no obstante siempre le habían intrigado las historias que sus mayores tenían para relatar. Aprendía.
–Pierdo la calma porque el corazón de la gente es un nido de embustes, porque engañan y manipulan, porque en ocasiones me utilizan, a veces ni siquiera cobro y no suelo conocer a gente que me resulte de confianza, y si por lo que sea me fío, por lo que sea, me equivoco sobre en quién depositar mi confianza. Los monjes de Nínive dais consejos…
No pudo acabar de pronunciar la frase, súbitamente se derrumbó, como una torre hacía siglos abandonada. Y se echó a llorar.
No era una historia precisamente fascinante, se lamentó la monja, demasiado borrosa e imprecisa. Sólo eran huellas de demonios azotadas por la tempestad, demonios que estaban en todas partes, en lo que parecía ser –según sospechaba ella– el dolor de un niño atrapado entre las amargas arrugas de la insatisfacción que comenzaban a hacerse hueco en su rostro, perfilando ya el dibujo de su alma.
El pobre era como una princesa atrapada en esa misma torre que caía bajo su propio peso… pero Aile sólo conocía una respuesta a esta clase de asuntos. Una respuesta tan intensa como sólo podía serlo la realidad. Siempre le había preocupado el hecho de que las víctimas solían ser verdugos al tiempo. Lo pensó un poco y llegó a la conclusión de que eso de que “le preocupaba” no era la expresión adecuada… más bien le parecía interesante. Sólo eran dos caras de la misma moneda, de la misma forma que el error sólo era la otra cara del acierto. No sabía hasta qué punto era justo ahorcar a un asesino –para ser más precisos no pensaba que fuera justo en absoluto–, puesto que, aunque no lo pudiera parecer, la principal víctima del crimen era siempre el propio criminal. Por eso sólo aquéllos que aceptaban haber cometido errores podían entrar en la Orden, tenían que estar preparados para comprenderse a sí mismos, para olvidarse de sí mismos, para entender el sufrimiento y sus innumerables máscaras, y aprehender así la verdadera naturaleza de la empatía. En cualquier caso la situación de Oshnrava era, muy probablemente, injusta para mucha gente, empezando por él mismo.
–Lo siento –comenzó ella a decir–, pero no estás preparado para escuchar ningún consejo, hace falta estar en un punto de apertura que no has alcanzado. Si dejara volar mis palabras, producirían el efecto contrario al pretendido, es muy peligroso.
–¡Dímelo! –le exigió él con repentina furia, que por caprichosa era casi pueril.
–Estás alterado –constató ella–. No puedes escuchar, el momento no ha llegado.
–¡Dímelo! –insistió.
–La realidad es dura, es directa, ¿lo entiendes? A veces no es tan sencillo… cálmate, por favor. No quieres oírlo y yo no puedo convencerte de lo contrario. En realidad no quieres oírlo, por favor… entiéndelo –reclamó con una férrea seguridad en sus palabras.
Él desenvainó, enjuagándose las lágrimas con su mano izquierda, colérico, fuera de sí.
–¡Aplaca tu ira –exclamó ella alzando los brazos–, Osrraba de Zealel! ¡Escúchame y templa tu alma!
Bajó la espada, pero en su expresión no se veía ni rastro de avenencia ni concordia, sino el turbio convencimiento de su siguiente paso, anticipando unos pesados grilletes para el destino.
–Eres una monja de la Orden de Nínive, debes hablar si te lo pido tres veces –sentenció.
Ella asintió, suspiró y tomó aire antes de comenzar su discurso, sabedora de que tenía ante sí a un hombre desesperado y poco receptivo, e igualmente conocedora de sus votos.
Consideró la posibilidad de quebrantarlos. No sería la primera vez ni la última –ni era tampoco algo infrecuente entre los monjes de la Orden–. Sin embargo sabía que esto no acabaría sino con el deseo de aquel extraño saciado, por más que fuera él incapaz de entender las consecuencias que algo así tenía. Porque la otra opción era una vida segada por la ceguera más absoluta y era aún más estúpida si cabía.
“Las palabras son tan poderosas como les dejemos serlo”, pensó ella dándose ánimos, consciente de que lo hacía en vano.
Le miró a los ojos, acorazados de azul.
Y comenzó a hablar.
–Da igual adónde vayas, el problema está sólo en tu mente –pronunciaba las palabras despacio, haciendo acopio de toda la parsimonia que podía, intentando que su sinceridad, a la que debía fidelidad, no entrara en batalla con la débil imagen que su interlocutor tenía de sí mismo, consciente de que era casi imposible–. Las personas a tu alrededor simplemente te reflejan, porque tú estás lleno de secretos, utilizas, manipulas y eres poco digno de confianza. Cuando estás solo crees que estás mejor, sin embargo tu pesar te persigue sin descanso, por eso sabes que nunca obtienes esa ansiada paz que dices buscar. En mi tierra hay un refrán que reza: “cree el ladrón que todos son de su condición”. Por eso da igual a dónde puedas dirigirte o lo que creas que controlas. No se trata de cambiar lo que hay fuera. Se trata de hacer algo con lo que hay dentro. Es fácil culpar a cualquiera por tu infelicidad, pero todo eso que dices sólo demuestra que la desolación de tu corazón se acuerda de sí misma con más facilidad ante la cercanía de otras personas, las cuales sencillamente revelan quién eres y aparecen ante tus ojos, no como son, sino como eres tú. Si culpas a los demás por tu infelicidad, no pierdas el tiempo preocupándote, pues siempre serás desdichado. La gente es gente como el cielo es cielo. Y aquí el problema eres tú, tu mente. Puedo endulzarte este mensaje, pero bastante acostumbrado pareces ya a decirte a ti mismo que los demás te han hecho así, a descargar tu culpa, y ya eres demasiado mayor como para ignorar las verdades más básicas de la vida. Si te sirve de consuelo, no eres el primero que veo en ese estado. Ahora bien, el mundo en el que vives no tiene nada que ver con la realidad. Y eso no quiere decir que el mundo no sea duro, lo es si lo quieren tus ojos. Pero tú no vives aquí, tu corazón mora en algún otro lugar, lejos. Quizás tus dioses sepan dónde –se detuvo para tomar aire y contempló unos ojos que parecían resistirse a todo cuanto decía y, a la vez, exigir un poco más–. Dicen los ancianos de Maru que cuando llueve, el agua cae del cielo sin rechistar. La gente que es feliz sabe a qué se refieren, conoce el significado de esas palabras. Esa misma gente eligió abandonar el sufrimiento y aceptar el dolor y la alegría sin más. Nadie puede ayudarte. Pero tú sí puedes ayudarte a cada segundo. Y para eso tienes todo mi apoyo. Porque basta una elección tuya y entenderás todo cuanto te rodea, no hay elección. Todo es mucho más sencillo de lo que crees, créeme, por favor. En el mundo sólo existe la Unión, no hay diferencias y no existe el mal… Eso que vives no es la realidad, te has alejado de ella. Pero siempre podrás volver. Es mucho más sencillo de lo que crees porque en realidad no tienes que cambiar nada. Escucha, si lo que deseas es seguir tu camino, sumérgete en él, vive en él como si nada más existiera, aliméntate del sufrimiento con todo tu ser, haz que tu corazón lata en él, consume el espíritu del bosque, frústrate, sé infeliz hasta que la infelicidad se convierta en todo cuanto existe y cree en todas esas cómodas mentiras que el miedo te susurra al oído cada noche al conciliar el sueño y que te guían, porque sin duda será ése el camino que debes seguir y, créeme también en esto, nadie es quién para decirte qué tienes que hacer. Pero no culpes a lo que existe fuera de ti para justificarte porque no hay absolutamente nada que exista fuera de ti, tú lo eres todo, y todo es un reflejo de lo que eres. La paz es aceptarlo como es, entonces desaparece el espejo y queda el mundo. Siempre tienes ante ti una encrucijada, yo sólo te presento varios rumbos a tomar. Tu camino, sea cual sea el que elijas, es tu camino y de nadie más –juntó las palmas de sus manos ante sí para terminar con la conocida expresión–. Nínive es dios y demonio, uno y muchos.
Oshnrava se echó a llorar, tendiéndose en el suelo, temblando.
Aile, aunque ya una mujer, tal vez fuese demasiado joven como para medir sus palabras de forma apropiada o quizás fuera una simple cuestión de carácter. Sabía que él no podía hacer otra cosa que malinterpretar su mensaje. Siempre había sido demasiado brusca incluso para los estándares de la Orden y lo aceptaba así. Ella era más bien falible, no conocía la verdad ni creía tener más razón que él –a fin de cuentas él vivía como deseaba y no podía imponerle a nadie ser feliz–, pero era consciente de que aquellos que optaban por ignorar la realidad, terminaban encadenando su destino a un movimiento descendente y espiral.
Se comió su último pedazo de carne, tiró el palo al suelo, dio las gracias de nuevo y se despidió siguiendo su camino.
El hombre se quedó allí deshecho, entre gimoteos y lágrimas.
Aile rezó por él, entendía que no quisiese cambiar pese a no compartir en absoluto su visión de las cosas. Y le deseó lo mejor.
Era bien sabido que cuando uno encontraba en el camino a un monje de la particular Orden de Nínive y le pedía consejo acababa llorando o riendo. Se solía decir en las tierras de Maru, Basaru y Hermod que aquello no dependía del monje, sino de si el necesitado de auxilio estaba preparado o no para recibirlo.
Quizás –pensó ella– a la Orden le vendría mejor un método más gradual de tratar los problemas de la vida o tal vez ahondar más en el alma humana y su movimiento para poder restablecerla. Claro que, por otra parte, ellos no estaban ahí para salvar a nadie.
En cualquier caso Aile, siguiendo los votos, no volvió la vista atrás.
Llovía sobre su cabeza, sobre ella.
Comenzó a sonreír de nuevo.
Porque mientras tanto, sencillamente, llovía.
Y el agua caía del cielo sin rechistar.

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