Kaleidoskopio:
Nunca me he sentido a gusto siendo clasificado,
y no se trata simplemente del sentimiento del orgullo herido al saberme una persona
formada, con mis propios pensamientos, emociones, interpretaciones y aspiraciones.
Tampoco tiene que ver con el hecho de que no me sienta cómodo al pertenecer a un
grupo determinado, por más que se me pueda alegar que si no estoy en un grupo, estoy
en otro. No creo que la realidad, contemplada en sus propios términos, tenga esa
necesidad de clasificación que tenemos nosotros porque no creo que tenga necesidad
alguna. Podría parecer que la realidad, curiosamente, no es tanto un estado como
un proceso. Yo por mi parte empiezo a sospechar que es algo que no puede ser aprehendido en esos conceptos.
En mi opinión
pretender limitar la realidad a los estrechos confines de la lógica, sistemas,
algoritmos o lenguajes no es más que una variante sutil del argumento paternal
del “porque sí”. Es presuntuoso. Y esto me lleva a considerar qué es la inteligencia
–porque no me parece que la presunción sea una de sus manifestaciones–. No paro
de ver series de televisión en las cuales la inteligencia –si es que hay una
sola cosa que pueda recibir ese nombre, lo cual dudo– se confunde con una
verborrea pedante de pobre contenido o leo libros en los cuales un individuo
puede sistematizar la realidad en base a un lenguaje determinado, muy
evolucionado, eso sí, verbal, matemático, simbólico o tal vez una mezcla de
todo lenguaje posible, llegando incluso a realizar certeras predicciones,
puesto que, por lo visto, la realidad es reductible a nuestros toscos sistemas
humanos de categorización y clasificación. Es tan ridículo como cuando los
vanguardistas quisieron derribar el lenguaje sustituyéndolo por otro sistema de
símbolos en su lugar, es decir otro lenguaje, de forma que el experimento –al
menos en ese punto– fracasó. He de añadir que como experimento en sí fue un
éxito, aunque se tratase casi de un éxito tautológico: el mero hecho de
intentarlo ya suponía llegar a la meta.
Volviendo al
tema, no niego que una inmensa capacidad de relación sea síntoma de
inteligencia –lo es–, pero la inteligencia también está presente en el
deportista de élite con especiales aptitudes, que toma decisiones precisas en
intervalos de tiempo mínimos, y no sólo en decisiones que podríamos considerar puramente
intelectuales... porque eso sería como intentar introducir todo el conocimiento
del mundo en una diminuta prisión.
A mi entender la
base del problema de una hipotética reducción de la realidad a un sistema
escrupulosamente organizado radica en la circularidad del pensamiento y en la
arbitrariedad de nuestros conceptos –irónicamente esta arbitrariedad está condicionada
por nuestra constitución psicológica o biológica–. Por un lado el pensamiento
no puede salir de la esfera del pensamiento. Al ser una esfera –bueno, en
realidad la forma es más o menos opcional, intento señalar las fronteras
inherentes al discurso racional–, es un terreno limitado y nuestros movimientos
filosóficos están condenados a una rotación cíclica, no somos mucho más que un
ratón corriendo en una rueda –y presento todos mis respetos al ratoncillo–.
Desde el pensamiento resulta imposible salir del pensamiento dado que lo único
que encontramos es más pensamiento en toda su estrechez. Por otro lado los
conceptos que manejamos están absolutamente sesgados y se basan en cortes
caprichosos, tanto es así que los diversos idiomas humanos tienen palabras
intraducibles entre sí. Se podría aducir que la mayoría de las palabras de una
lengua sí puede verterse a otras, no obstante, siempre nos las tendríamos que
ver con los confines del individuo, cuya trayectoria vital es inimitable y está
provista de un significado único que se transfiere a los significados que pueden
tener las palabras que tal sujeto emplea a lo largo de su vida, variando
entonces no sólo de una persona a otra, sino de un momento a otro.
En cualquier
caso estos cortes se mueven entre los opuestos, y éstos los condicionan. Y a su
vez los cortes condicionan a los opuestos. Es un sistema cerrado que no para de
zozobrar mientras parece sumido en una aparentemente férrea estabilidad. Se podría
pensar que los opuestos son valores absolutos, sin embargo sólo adquieren
significado reflejados en su contrario, es decir, que nuevamente son producto
de una escisión casual en el tejido de la realidad. Una vez más, el intersticio
entre ellos queda vacío de significado cuando reparamos en el absurdo de estos
conceptos contrarios condicionados entre sí. Y curiosamente el mundo humano muy
a menudo no nos presenta situaciones que puedan resolverse mediante la simple
lógica. Al entrar las emociones en juego para permitirnos actuar y tomar
decisiones, constatamos que nuestro mundo es ilógico –en un extraño sentido
puesto que la lógica tiene indudablemente su espacio–. Quizás las emociones sean
sólo un síntoma de esa realidad que parece resistirse a nuestra obsesiva codificación
y racionalización. Nuevamente tenemos una división arbitraria: caos y orden,
bien y mal, son herramientas útiles más que conceptos reales, fluctúan por
nuestra conciencia despertando reacciones en nosotros, sin embargo no
deberíamos olvidar lo que son.
Así desaparece
todo concepto –incluida la petrificada idea que pueda tener de mí mismo, por
ejemplo– en una infinita red de interrelaciones causales, tan vasta como el tiempo
y el espacio.
Esos pretendidos
esquemas globalizadores que todo lo engullen y organizan suelen olvidar la
naturaleza de la realidad, en un alarde de esa especial y pueril arrogancia
propia de nuestra especie. Nuestros constructos, por burdos, son complicados.
No pueden jamás dar cuenta de la sencillez de la realidad. Todo intento de
confinar esa sencillez es, por forzado y violento, demasiado complicado porque
la sencillez sencillamente transcurre y fluye.
La creatividad
está vacía y por eso está llena, porque va mucho más allá de los límites del
pensamiento –el cual sólo se mueve a través de conceptos–, cruzando esa
frontera sin pedir permiso, yendo a un terreno que no tiene límite alguno y por
tanto, no existe.
El intento de
codificar la realidad es un mito derribado por el principio de incertidumbre –o
porque uno se asome a la ventana, tanto da–, y al igual que el paso del mito al
logos, deberíamos pasar del logos a la unidad. Se trata de reconocer que esto,
más que una codificación, es un juego que se juega a sí mismo y que el lenguaje
y todo ese intento por organizarlo no es más que parte de ese juego.
Personalmente
estoy convencido de que la creatividad está en todas partes. No soy barrendero
por ese motivo, por supuesto, soy barrendero porque me gustan los movimientos
que ejecuto, porque trabajo al aire libre y porque puedo conversar con algunos
ancianos muy interesantes –y con otros que no lo son tanto–. Dicen que tengo
talento para realizar algunas actividades más enriquecedoras –el concepto de “lo
enriquecedor” se incardina dentro del baremo de alguien o de la sociedad, tanto
da porque, en cualquier caso, no es el mío–, pero el hecho de que yo me dedique
a cultivar este oficio como un arte no es un acto de rebeldía contra el
sentimiento de pertenencia a un grupo ni contra los estándares de lo que se
considera un empleo atractivo, ni tampoco busca dar ejemplo de nada –de ser así
todo el hilo de pensamientos hasta ahora hilvanados no serían más que una
especie de tratado hipócrita–, sino que hago lo que hago porque me siento bien
al hacerlo. Si quisiera realizarme a través de mi trabajo –algo por otra parte estimable–
tendría que lidiar con límites autoimpuestos. En lugar de eso, prefiero que
cada instante de mi vida se libere de todo significado y así el significado
vuelva a él constantemente, si es que alguna vez ha habido algo capaz de cargar
con el peso de ese nombre.
De este modo, si
mirase a través de un caleidoscopio, me quedaría maravillado por las relaciones
de las formas geométricas y los colores al transformarse. O tal vez simplemente
me quedara embobado con los colorines y punto.
–¿Cómo va? –pregunta
el viejo Matías desde el otro lado de la calle.
–Pues nada, aquí,
pensando en los caleidoscopios.