¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

sábado, 25 de agosto de 2012

La más agradable confusión


A una morisca a la que me arrastran los días.

La más agradable confusión:

Aquellos momentos atrapados en el pasado se liberan,
desfragmentándose,
para nacer bajo una nueva forma en las vastas extensiones de la imaginación.
Los sueños se tornan anhelos.
Las expectativas se han desvanecido en la claridad de lo inesperado.
Entender el presente es arduo,
aceptarlo en cambio sólo es un instante.
Tú lo has visto todo desde ambos lados del espejo.
Cuando irrumpes en mi mente no sé quién eres
y contemplo perplejo todo cuanto está sucediendo
como una interrogación que abarca tanto que carece de contenido.
Porque sólo guardo un tenue y cálido recuerdo que resurge fortuito del olvido
y abrazo una promesa que emerge de la nada.
Una promesa que nadie ha hecho,
que no mora en ningún lugar,
exiliada de los dominios de la realidad
y destinada -seguramente- a regresar al vacío del que procede.
Y mientras ocurre todo esto
el tiempo seguirá pasando y nada habrá sido.
Es la confusión más agradable que he sentido en mi vida.

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La más agradable confusión por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Haiku 1


Haiku 1:

La noche vaga
entre los árboles,
la luna brilla.

La conversación
prosigue y ella sonríe.
Desaparezco.

Haru coge la piña,
mueve el rabo contenta,
llena de polvo.

Una gota se desliza por el cristal,
lucha contra el viento
antes de fundirse con la lluvia de nuevo.

El atardecer
en mi ventana
admira a los pájaros.

Hay sufrimiento,
mis pulmones se llenan de aire,

miércoles, 1 de agosto de 2012

Pasar la tarde

Pasar la tarde:

El cielo se elevaba ante ellos como la paleta gigante del multiverso, con sus acostumbrados tonos verdes, azules, morados y naranjas. Resplandecía en la noche clara de la quinta hora después de que el gato se bajara del poste. Las tres lunas en lo alto se vislumbraban tenuemente en ese momento del día en el cual los dos soles estaban cada uno en un horizonte, señalando el camino de los misterios y la senda de los laberintos unidireccionales más allá de la explanada paradójica.
Dos figuras –una alta aunque levemente encorvada y otra menuda– cruzaban despreocupadas sobre la enorme rama de El Árbol de los Dioses sin Nombre un abismo de cientos de metros de profundidad. La sima era conocida como La Garganta del Mundo, en cuyo fondo el agua rugía cuando había tormenta, allí donde la vida se gestaba para luego subir a través de sus propias raíces y darle un abrazo al cielo.
–Los ancestros nos escucharán, ¿verdad, Yayotal?
–¿Quiénes son los ancestros? –dijo el anciano Yayotal apoyándose en su bastón al caminar.
–¿Hay otros aparte de éstos? –quiso saber la pequeña Tikal extendiendo sus pequeños brazos hacia la inmensidad del mundo.
–Hay quien no sabe verlos, hay quien no aprende jamás.
–Y, yyyy… si uno no aprende… ¿Cómo perdona?  –interrogó ella.
–No lo hace.
–Jo, pues eso es como si quisieras ir río abajo agarrado a una piedra muy, muy grande, ¿no, Yayotal?
–Claro. El mundo es más sabio que un solo individuo aferrándose a aquello que ya no está.
–¡Por eso si la gente dice que se ha hecho a sí misma es porque se deshace, ¿verdad, Yayotal?! –exclamó entusiasmada, corriendo alrededor de él y dando volteretas de vez en cuando.
–Así es. La gente es siempre lo que hace, rara vez lo que dice o lo que piensa de sí misma.
Sus pies descalzos salvaron la distancia entre ambos lados del precipicio y llegaron hasta la pequeña isla suspendida en la nada, de la que las raíces de El Árbol de los Dioses sin Nombre sobresalían, agitadas de vez en cuando por el viento, donde los deseos a veces se quedaban enredados durante unos instantes antes de seguir su vuelo. Llegó Tikal seguida de Yayotal a La Charca sin Forma y se tumbaron ambos sobre la hierba verde y brillante que bajaba por el terraplén.
El sonido de la aguda voz de la pequeña se deslizó por el silencio como si quisiera jugar al pilla-pilla con él y se atraparan el uno al otro constantemente.
–Pues yo creo que si una persona dice algo, la persona es lo que dice.
–A mí también me lo parece, pequeña Tikal.
–Pero la gente que dice mucho puede tener muchos pensamientos en la cabeza yyy… y la gente que dice poco puede tener muchos pensamientos en la cabeza, ¿verdad, Yayotal?
–La gente es como olas en el océano.
–Y nunca se ahogan, seguro que no.
–Nacen y mueren en el océano.
–¡No es cierto! ¡Porque son el océano! –aseguró la pequeña Tikal amohinada, rompiendo luego en carcajadas, como hacía siempre después de enfurruñarse.
–Por supuesto –el anciano Yayotal, satisfecho, pensó que Tikal ya conocía a los ancestros que no eran, no habían sido ni fueron jamás, no iban a ser y nunca serían.
Tikal por su parte se acercó a La Charca sin Forma reptando como las serpientes y bebió agua.
Luego se levantó y empezó a saltar riendo y disfrutando de las salpicaduras y de las gotas brillando ante los dos soles, contemplando sus múltiples reflejos acuosos en los que viajaban fluyendo los secretos.

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Kaleidoskopio

Kaleidoskopio:

            Nunca me he sentido a gusto siendo clasificado, y no se trata simplemente del sentimiento del orgullo herido al saberme una persona formada, con mis propios pensamientos, emociones, interpretaciones y aspiraciones. Tampoco tiene que ver con el hecho de que no me sienta cómodo al pertenecer a un grupo determinado, por más que se me pueda alegar que si no estoy en un grupo, estoy en otro. No creo que la realidad, contemplada en sus propios términos, tenga esa necesidad de clasificación que tenemos nosotros porque no creo que tenga necesidad alguna. Podría parecer que la realidad, curiosamente, no es tanto un estado como un proceso. Yo por mi parte empiezo a sospechar que es algo que no puede ser aprehendido en esos conceptos.
En mi opinión pretender limitar la realidad a los estrechos confines de la lógica, sistemas, algoritmos o lenguajes no es más que una variante sutil del argumento paternal del “porque sí”. Es presuntuoso. Y esto me lleva a considerar qué es la inteligencia –porque no me parece que la presunción sea una de sus manifestaciones–. No paro de ver series de televisión en las cuales la inteligencia –si es que hay una sola cosa que pueda recibir ese nombre, lo cual dudo– se confunde con una verborrea pedante de pobre contenido o leo libros en los cuales un individuo puede sistematizar la realidad en base a un lenguaje determinado, muy evolucionado, eso sí, verbal, matemático, simbólico o tal vez una mezcla de todo lenguaje posible, llegando incluso a realizar certeras predicciones, puesto que, por lo visto, la realidad es reductible a nuestros toscos sistemas humanos de categorización y clasificación. Es tan ridículo como cuando los vanguardistas quisieron derribar el lenguaje sustituyéndolo por otro sistema de símbolos en su lugar, es decir otro lenguaje, de forma que el experimento –al menos en ese punto– fracasó. He de añadir que como experimento en sí fue un éxito, aunque se tratase casi de un éxito tautológico: el mero hecho de intentarlo ya suponía llegar a la meta.
Volviendo al tema, no niego que una inmensa capacidad de relación sea síntoma de inteligencia –lo es–, pero la inteligencia también está presente en el deportista de élite con especiales aptitudes, que toma decisiones precisas en intervalos de tiempo mínimos, y no sólo en decisiones que podríamos considerar puramente intelectuales... porque eso sería como intentar introducir todo el conocimiento del mundo en una diminuta prisión.
A mi entender la base del problema de una hipotética reducción de la realidad a un sistema escrupulosamente organizado radica en la circularidad del pensamiento y en la arbitrariedad de nuestros conceptos –irónicamente esta arbitrariedad está condicionada por nuestra constitución psicológica o biológica. Por un lado el pensamiento no puede salir de la esfera del pensamiento. Al ser una esfera –bueno, en realidad la forma es más o menos opcional, intento señalar las fronteras inherentes al discurso racional–, es un terreno limitado y nuestros movimientos filosóficos están condenados a una rotación cíclica, no somos mucho más que un ratón corriendo en una rueda y presento todos mis respetos al ratoncillo. Desde el pensamiento resulta imposible salir del pensamiento dado que lo único que encontramos es más pensamiento en toda su estrechez. Por otro lado los conceptos que manejamos están absolutamente sesgados y se basan en cortes caprichosos, tanto es así que los diversos idiomas humanos tienen palabras intraducibles entre sí. Se podría aducir que la mayoría de las palabras de una lengua sí puede verterse a otras, no obstante, siempre nos las tendríamos que ver con los confines del individuo, cuya trayectoria vital es inimitable y está provista de un significado único que se transfiere a los significados que pueden tener las palabras que tal sujeto emplea a lo largo de su vida, variando entonces no sólo de una persona a otra, sino de un momento a otro.
En cualquier caso estos cortes se mueven entre los opuestos, y éstos los condicionan. Y a su vez los cortes condicionan a los opuestos. Es un sistema cerrado que no para de zozobrar mientras parece sumido en una aparentemente férrea estabilidad. Se podría pensar que los opuestos son valores absolutos, sin embargo sólo adquieren significado reflejados en su contrario, es decir, que nuevamente son producto de una escisión casual en el tejido de la realidad. Una vez más, el intersticio entre ellos queda vacío de significado cuando reparamos en el absurdo de estos conceptos contrarios condicionados entre sí. Y curiosamente el mundo humano muy a menudo no nos presenta situaciones que puedan resolverse mediante la simple lógica. Al entrar las emociones en juego para permitirnos actuar y tomar decisiones, constatamos que nuestro mundo es ilógico –en un extraño sentido puesto que la lógica tiene indudablemente su espacio–. Quizás las emociones sean sólo un síntoma de esa realidad que parece resistirse a nuestra obsesiva codificación y racionalización. Nuevamente tenemos una división arbitraria: caos y orden, bien y mal, son herramientas útiles más que conceptos reales, fluctúan por nuestra conciencia despertando reacciones en nosotros, sin embargo no deberíamos olvidar lo que son.
Así desaparece todo concepto incluida la petrificada idea que pueda tener de mí mismo, por ejemplo en una infinita red de interrelaciones causales, tan vasta como el tiempo y el espacio.
Esos pretendidos esquemas globalizadores que todo lo engullen y organizan suelen olvidar la naturaleza de la realidad, en un alarde de esa especial y pueril arrogancia propia de nuestra especie. Nuestros constructos, por burdos, son complicados. No pueden jamás dar cuenta de la sencillez de la realidad. Todo intento de confinar esa sencillez es, por forzado y violento, demasiado complicado porque la sencillez sencillamente transcurre y fluye.
La creatividad está vacía y por eso está llena, porque va mucho más allá de los límites del pensamiento –el cual sólo se mueve a través de conceptos–, cruzando esa frontera sin pedir permiso, yendo a un terreno que no tiene límite alguno y por tanto, no existe.
El intento de codificar la realidad es un mito derribado por el principio de incertidumbre –o porque uno se asome a la ventana, tanto da–, y al igual que el paso del mito al logos, deberíamos pasar del logos a la unidad. Se trata de reconocer que esto, más que una codificación, es un juego que se juega a sí mismo y que el lenguaje y todo ese intento por organizarlo no es más que parte de ese juego.
Personalmente estoy convencido de que la creatividad está en todas partes. No soy barrendero por ese motivo, por supuesto, soy barrendero porque me gustan los movimientos que ejecuto, porque trabajo al aire libre y porque puedo conversar con algunos ancianos muy interesantes –y con otros que no lo son tanto–. Dicen que tengo talento para realizar algunas actividades más enriquecedoras –el concepto de “lo enriquecedor” se incardina dentro del baremo de alguien o de la sociedad, tanto da porque, en cualquier caso, no es el mío–, pero el hecho de que yo me dedique a cultivar este oficio como un arte no es un acto de rebeldía contra el sentimiento de pertenencia a un grupo ni contra los estándares de lo que se considera un empleo atractivo, ni tampoco busca dar ejemplo de nada –de ser así todo el hilo de pensamientos hasta ahora hilvanados no serían más que una especie de tratado hipócrita–, sino que hago lo que hago porque me siento bien al hacerlo. Si quisiera realizarme a través de mi trabajo –algo por otra parte estimable– tendría que lidiar con límites autoimpuestos. En lugar de eso, prefiero que cada instante de mi vida se libere de todo significado y así el significado vuelva a él constantemente, si es que alguna vez ha habido algo capaz de cargar con el peso de ese nombre.
De este modo, si mirase a través de un caleidoscopio, me quedaría maravillado por las relaciones de las formas geométricas y los colores al transformarse. O tal vez simplemente me quedara embobado con los colorines y punto.
–¿Cómo va? –pregunta el viejo Matías desde el otro lado de la calle.
–Pues nada, aquí, pensando en los caleidoscopios.
–¿Tenían tres espejos? –era de los interesantes. No porque supiera o no lo de los tres espejos, claro.

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