“Dagurin
líður, náttin kemur
Dimmir
á jørð so fríða
Í morgin saðlum hestar dyst at ríða”.
TÝR.
Tóra
Sigmunddóttir:
Su bayo de calzado alto iba al paso
sobre la hierba verde, hacia ningún lugar. Las montañas de las tierras
noruegas, escarpadas y grises, en las que algunos grupos de árboles fuertes
habían echado raíces dispersos aquí y allí esquivando los fiordos, la habían
recibido con un silencio gélido, expectantes. Él, su Helgi, no estaba. Sus
destinos se habían separado. Helgi le había prometido una nueva vida en sus
tierras, lejos de la inclemencia del tiempo y de los terribles caprichos de los
vientos que azotaban la isla de Skúvoy, el hogar de la joven Tóra. Pero la
promesa hecha ante los dioses se había roto en pedazos de excusas. Ella sin
embargo no estaba dispuesta a caer para el regocijo de quien dijo ser su compañero
y sólo veía un camino más allá del lejano acantilado en el que rompían las olas
que nacían de las aguas oscuras: regresar a casa. Su espada afilada la
acompañaba y pronto saldría un barco hacia las islas. El amor no sería su
prisión ni la orilla rocosa del desfiladero, el consuelo de los necios, su
destino. ¿Morir por amor? Nunca. Alguien conocería su amor, alguien que no sabría
ni del miedo ni de las mentiras. Su corazón, rojo y poderoso, no lloraría jamás
por quien la había abandonado. Ella era fuerte. Ella era hija de Turið
Torkilsdóttir y Sigmund Brestisson, muerto cuando Tóra contaba nueve años, era
nieta de Torkil Barfrost. La sangre de los guerreros nórdicos corría por sus
venas. Creía, para desgracia de su difunto padre, en los dioses del norte y
ellos le daban fuerza. Yggdrasil entero aguardaba con impaciencia verla
regresar a casa, conteniendo la respiración en la calma de los abruptos montes
del fiordo de Sogn.
–Tóra Sigmunddóttir
–una mujer no mucho mayor que la propia Tóra se acercaba también a caballo. Sentada
a horcajadas sobre la silla de montar resultaba imponente, era fuerte y su
mirada tenaz. Tenía un ojo verde y otro azul, y ambos parecían examinarla en
busca de respuestas en su alma.
–¿Quién eres? –inquirió
la joven Tóra.
–Freydis Eiríksdóttir.
¿Sabes qué Eirík es mi padre?
–El Rojo –respondió
Tóra y Freydis asintió aprobatoriamente, eso le ahorraría algo de tiempo.
–Dicen que Helgi,
el hermano de Finnbogi, te engañó –dijo Freydis–. Yo tengo pensado engañarle a
él en Vinland. Y acabar con su vida. Tengo mis motivos, pero saben todos que tú
tienes los tuyos –la hija de Eirík sabía que era fácil convencer a aquellos que
se hallaban desconsolados, sabía que era fácil hacer que dudaran si uno
insistía en su tristeza, si se sentían solos contra el mundo. Tenía que
alimentar ese odio.
–Él dijo amarme.
Mintió. Que la nieve se lo lleve –Tóra era prudente, quería volver a casa, nada
más.
–El mal toma
muchas formas, a veces incluso entra en encarnizada batalla consigo mismo.
Alguien ha de detenerlo. Además, ¿puede haber mayor deshonra para ti? Si un
hombre miente a quien ama, ten por seguro que cometerá cualquier acto malvado,
sin detenerse ante mayores consideraciones. Porque amar es lo más alto que un
humano puede hacer y él ha escupido sobre eso, como si no importara en absoluto
el sufrimiento de tu corazón. Ha gozado de otras mujeres, sudado con ellas,
disfrutado de ellas mientras tú, demasiado joven y demasiado ingenua –señaló
con afección–, le esperabas en casa rezando a los dioses por él. Y él te ha
pagado con esa moneda despreciable –Freydis la estudiaba con la mirada, en
busca de signos de confianza o empatía en su expresión corporal. Sabía que la
justicia enmascaraba sobradamente la injusticia. Era el mejor disfraz y alguien
dolido, la persona más fácil de engañar. Sólo debía dramatizar el engaño de
Helgi, que pareciera algo hasta tal extremo imperdonable que la única solución
viable fuera la venganza. Sólo tenía que conseguir que Tóra desdeñara lo
realmente importante: que la muerte no era limpia, que sólo le traería más dolor,
que acabaría asemejándose Tóra un poco más a la hija de Eirík el Rojo y que,
sin duda, lo realmente injusto era arrebatarle la vida a un hombre. Era sencillo,
porque Freydis le daría razones para su encono, porque parecería que la estaba
ayudando a reconciliarse consigo misma, a que su existencia pudiera sostenerse
sobre un fundamento rígido, de tal forma que su sentimiento de malestar no pareciera
algo a evitar, sino algo en lo que instalarse y vivir.
La hija de Eirík
el Rojo, por su parte, se decía a sí misma que pondría orden en el mundo, que
además obtendría beneficio personal y fama, y que eliminaría a alguien prescindible
en el reino de los hombres. Había hecho un pacto con los hermanos Helgi y
Finnbogi para ir a Vinland en pos de madera y tesoros, no obstante ella iba a
apoderarse de su drakkar y de sus vidas. En cualquier caso Freydis tenía
presente que el que pareciera que de hecho tenía razón al decir lo que decía
era mucho más importante que lo que decía, aunque era fácil aparentar lo
correcto cuando se hacía lo correcto.
–Él es… Que
muera de viejo, o que un hacha acabe con su vida –replicó Tóra, esta vez con un
cariz titubeante en la voz.
–Tóra, hija del
cristiano, devuélvete el honor perdido, que Tor a quien debes el nombre sepa de
qué eres capaz. Dicen que tu espada se llama “Ladrona de gritos”. Roba los de
Helgi en pago, que tus lágrimas descansen en ellos, acepta mi trato y respétate
un poco más a ti misma, respeta a tus dioses, hazlo por ti. No seas cobarde
–sabía Freydis que si conseguía que Tóra se sintiese en deuda, si conseguía
hacerle sentir culpable por negarse a asesinar, si en última instancia conseguía
que se sintiese mal por el hecho de sentirse mal, la tendría a su lado.
Únicamente tenía que recurrir a los dioses, al honor, al respeto o a cualquier
valor que se elevase por encima de la misma Tóra. La encadenaría con los
grilletes de un compromiso que nunca sospechó haber contraído, forjados con un
hierro casi indestructible, hecho de mentiras que de alguna forma eran agradables
al oído. En realidad Tóra empezaba a entrar en armonía con una temerosa joven
llena de odio, eclipsada por la sombra de un resentimiento abatido y sin apenas
fuerzas.
Freydis pensaba que la crueldad podía ser la
mejor arma contra los malvados, el desprecio y un corazón frío el mejor escudo.
Y si se veía obligada a forzar la situación o a flexibilizar las reglas, se
trataba de un mal necesario.
–Pero… ¿pero por
qué mi espada ha de cortar su cabeza? –exigió saber Tóra vacilante. La hija de Eirík
el Rojo era consciente de que aquello no era una pregunta sino la última
bisagra moral temblando ante el poder de su nombre y del nombre de su padre. Freydis
estaba a punto de conseguir a esa joven para sí. Nunca fallaba, sólo tenía que
acudir a la aflicción de la gente, a sus sentimientos de protección
condescendiente o a los de lástima, era fácil. El olvido era su hoja, la
necedad su vaina. Poseía un arma mucho más poderosa de lo que jamás sería la
espada que llevaba al cinto: el miedo. El miedo a todo.
–¿No dicen que
eres una guerrera? –interrogó Freydis desafiante–. Si no recuperas tú el honor,
¿quién lo hará? ¿Crees que los hombres que deshonran a otros hombres merecen
gloria? ¿Las risas de esas mujeres con las que yacía no resuenan en tu cabeza?
¿Se ve mitigado el dolor de tu corazón? ¿No crece el rencor en tu interior al
pensar en él? Se rió de ti, ¿no será la piedad de los que traen al dios único
la que detiene tu espada? ¡Por menos se desafía al enemigo, por menos se
derrama la sangre! Se ha burlado de ti, de tus raíces, de tu tierra y de tu
familia. Estoy reclutando a gente que desee su muerte, y te aseguro Tóra, que
no son pocos los enemigos que se ha ganado con sus engaños. Hermod descendió
hasta Helheim a lomos de Sleipnir para restablecer lo que es justo, ¡vayamos
nosotras a Vinland! –exhortó imperiosa.
Freydis, una vez
más, había demostrado que sabía accionar los resortes del alma humana. Aunque
ésta era frágil y se podía romper con facilidad, había una caricia suave y
sutil que la embaucaba y doblegaba, y después la detenía y así, helada, se
tornaba esclava de sus más mendaces temores. Infligía una herida que bajo su
mirada vigilante no cicatrizaba. Y lo había logrado: la joven la escuchaba atenta,
mirándola como se contempla a un sabio, como se admira a quien posee la
solución al tormento que recorre el árbol del mundo. Y no obstante su
sufrimiento había crecido en su interior, y Tóra misma se había hecho un poco
más pequeña. Una ráfaga de viento agitó sus cabellos. Lágrimas de rabia
surcaban su rostro.
–Vamos pues a
las tierras de los skrælingar –propuso Tóra con una voz que no temblaba mientras
su determinación iba alimentándose de la poca alegría que le pudiera quedar. La
tentación de otra realidad a cambio de un olvido ensangrentado aparecía entre
la bruma como una poderosa compensación.
–Sólo estaremos
allí de paso: Valhall es nuestro destino –aseveró llena de convicción la hija
de Eirík el Rojo, que sólo veía renombre en su futuro. Las cosas estaban
saliendo justo como ella quería y el halo de la victoria refulgía.
Sin embargo Tóra
ignoraba que con aquella decisión el amor se había convertido en su prisión. Y
que lloraría lágrimas de sangre, invisibles a sus ojos. Freydis, con su
permiso, había plantado en su corazón la amarga semilla del dolor. Y la joven no
comprendía aún que el mal tomaba muchas formas en este mundo de dioses y
hombres.
Tóra Sigmunddóttir por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.
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