¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Microrrelato Spanish Flea



Hay que ser muy bien amigo para tragarse este truño. Yo no lo haría.


Microrrelato Spanish Flea:

Y volvió justo como mis psicólogos dijeron que volvería, haciendo justo lo que dijeron que haría, punto por punto, y diciendo que todo había cambiado –para que nos entendamos, mis psicólogos decían que esa clase de cosas era lo que sabía hacer esa clase de gente–. Era lo de siempre. Supongo que a su alrededor le darían la razón mientras se rompía. Como siempre.
Haz lo que yo quiero y cuídate, decía.
Seguramente no quería ser esa clase de gente. Pero lo había decidido.





viernes, 1 de marzo de 2013

La caja de música



La caja de música:

            La casa crujía. El lamento de los tablones dejaba paso al rugir de las astillas. La luna hacía danzar las sombras que, como títeres, se deslizaban por esa pared contra la que se recortaban sonriéndole desde el contorno de la luz.
La casa era demasiado grande y sin embargo el sonido de la caja de música parecía haber quedado confinado en su habitación, incluso cuando abría la puerta jamás escapaba la música más allá del umbral. Ahora sonaba su tétrica melodía, arrancándoles polvo a los brazos de la muerte, encerrando la vida en sus pesadas notas que parecían resonar demasiado tiempo en el interior de su cabeza, superponiéndose unas a otras, atrapándole a él bajo las sábanas en un miedo creciente.
El niño se destapó con un manotazo, gritando. El grito reverberó como si se resbalara sobre la superficie de un auditorio y se zambullera después en el agua de un estanque, ensordecido en el umbral de lo imposible. Había un potente foco de luz arriba en el techo y al frente un lugar que no reconocía.
Un patio semicircular de butacas se combaba allí donde debería haber estado la puerta de su habitación, retorciéndose levemente, hinchándose y relajándose como si la inmensa sala respirara.
La música había cesado de pronto. Tal vez aquello era una pesadilla, si bien no se veía capaz de trazar un límite entre la frontera que separaba al sueño del despertar. Aunque hasta cierto punto comprendía que debía de ser un mal sueño. ¿Pero por qué le parecía tan diáfano, por qué se extendía con tanta claridad ante sus sentidos? ¿La melodía de la caja de música había sido real? ¿Y había tenido él una caja de música en algún momento si se podía saber?
Se bajó de la cama con cuidado, sus pies notaron el tacto suave de la madera fría y encerada en sus dedos. A juzgar por su entorno, se trataba del suelo de un escenario. Encontraba dificultades para conectar con la situación que se desplegaba a su alrededor, pero quizás por ser un niño y ser más receptivo a lo que efectivamente aparece que un adulto, sentía un miedo al que no ponía nombre. Alardes barrocos le cercaban con un dorado gastado de horror vacui, el terciopelo de los asientos se sentía caliente desde donde él estaba.
Sintió la angustia llenándole de miedo, atenazada a las paredes de su estómago.
–Es una pesadilla, es una pesadilla, es una pesadilla… –se repetía, acuclillado al lado de la cama, aferrándose desesperado a las sábanas como si fueran un nexo seguro con ese mundo de la vigilia que se había esfumado.
Oyó unos susurros conmovidos provenientes de la oscuridad más allá de los asientos. Forzó la vista sin lograr distinguir una sola figura. Su cabeza luchaba por organizarse sin saber dónde colocar los extraños pedazos de realidad que desfilaban ante él sin acoplarse, como piezas de diferentes rompecabezas.
–¿Hay alguien ahí? –logró preguntar temeroso el niño con un hilo de voz que sin embargo lo inundó todo. Su anterior intento de hacer un acopio de valor se vio interrumpido: escuchaba unas palmadas aisladas ahí, justo ahí, delante de él, potentes, cargadas de admiración atravesando el silencio. Abrió los ojos como platos. Nada había frente a él salvo el terror dándole recibimiento con un abrazo desapegado. Se meó encima del pijama, pegándosele los pantalones húmedos y calientes a la piel de los muslos. Al instante el atronador sonido de una marea de aplausos sin dueño se sumó a las primeras palmadas de aprobación saturando sus tímpanos.
Tenía que escapar, aunque no supiera muy bien de qué, aunque no supiera en absoluto a dónde. El público que no estaba llenando la sala acogía con entusiasmo la obra de los delirios de la noche. Y él sólo percibía el estruendo del clamor, la ovación de un teatro vacío.
Algo en su interior le ordenó que corriera.
No dudó.
Trastabilló al primer paso pero se repuso del resbalón y continuó hacia adelante. La fuerza de los aplausos se redobló cuando el niño, llorando e impulsado por el pánico más primario, atravesó a toda prisa el patio de butacas en dirección a la puerta de salida.
Nada lo detuvo.
Encontró una luz etérea. El sol de un atardecer que ya tendría que haber caído quedaba oculto por las nubes negras que se robaban los rayos sin truenos unas a otras, engulléndose en una lidia celestial mientras el aire cargado de electricidad olía a tormenta.
Estaba en un patio de colegio al que había accedido a través de una puerta oxidada que pretendía ser azul, cobijada entre ladrillos viejos y lo que en tiempos debió de asemejarse más a un soportal. Los columpios se movían levemente, rebelándose contra el fuerte viento, y unas risitas traviesas disfrutaban en alguna parte huyendo lejos. El niño las persiguió con la mirada sin lograr hallar nada.
Volvió la vista hacia la puerta que había dejado tras de sí. Ésta parpadeaba con un zumbido que se quería asentar, la estática de la televisión irrumpía en el espacio del azul corroído. Donde hubo una puerta sólo quedaba un rumor molesto al oído, granulado y brillante, diminutas centellas blancas y negras pugnando por ser.
Las risas, agudas y juguetonas, comenzaron a confundirse con otras voces que tarareaban una canción a la alegría apagada en el lóbrego patio. Tenía miedo.
“¿No quieres jugar?”. ¿Eso era la voz de una niña?
El niño se volvió de repente encontrando únicamente su soledad.
“Quédate”. Suplicó un timbre distinto y más persuasivo. ¿Podía un chiquillo articular un sonido tan delicado, tan vaporoso?
Sus ojos enrojecidos empezaban a quedarse sin lágrimas. Ensució sus pantalones. Tiritaba de miedo mientras su mirada buscaba frenética algo a lo que señalar, algo a lo que llamar culpable, un soporte para su horror que le apaciguase aunque fuera levemente.
“No quieres jugar”. Se oyeron palabras marchitas arrastrándose unas detrás de otras.
–Quiero… –consiguió musitar, atenazado por el terror– ir con mi mamá… –se echó al suelo, notando sus excrementos blandos corriéndole por la pierna. Comenzó a llorar, las risas no cesaban.
“Puedes ir con tu mamá, pero tienes que acordarte de la canción de tu cajita. Nosotros coleccionamos canciones. Si nos la cantas, podrás volver. Sólo se puede fallar una vez, ¿vale?”. Dijo un tono distorsionado que parecía ensayar una suerte de felicidad muerta, como si no hubiera acabado de entender en qué consistía aquel sentimiento.
Tras unos minutos más de llanto el niño se sorbió los mocos y aceptó agotado, porque por más que llorase no lograba despertar.
Se levantó, ignorando la suciedad de su ropa y olvidando el tacto de su propia piel. Comenzó a cantar tímidamente lo que recordaba.
Y ellos a su vez comenzaron a cantar, en un coro trastornado y sin concierto, otra melodía distinta que no hacía sino distraerle.
Y se manifestaron a sus ojos.
Remolinos de tinieblas a carboncillo se agruparon dando forma a las vagas siluetas de cuerpos de niños. Parecía que el viento barría la sombría materia de la cual estaban hechos sin llegar nunca a socavarla. Aparentaban moverse con dificultad, mediante breves sacudidas, espasmos y vibraciones, y no obstante se desplazaban rápido. Las nubes sobre ellos se abrieron a un círculo de la más pura oscuridad en tenue contraste con el ocaso que parecía no poder morir.
Se equivocó en una nota.
Y absolutamente todo se detuvo.
Las nubes rígidas le observaban juzgándole desde lo alto, el viento se quebraba a cada movimiento del pequeño, los sonidos rotos estaban ahí sólo cuando sus oídos se cruzaban en su camino como si las ondas se hubieran descosido del espacio, paralizadas. Y esas muecas hechas de penumbra que eran los rostros de los niños se habían enquistado en la existencia.
“Recuerda”. Esta voz no tenía más dueño que el mundo mismo, y no tenía más modulación que la de la tristeza más cansada. Rompía las notas sostenidas en el aire con su avance, esclavizaba el valor y succionaba cualquier atención.
Todo comenzó de nuevo cuando el niño volvió a intentar reproducir la secuencia de esa caja de música que ni siquiera sabía si tenía. Tarareaba sin cesar. Cerró los ojos y estalló en un llanto que le estorbaba al cantar. Pero siguió haciéndolo aterrorizado. Sus ojos ya no veían nada, sólo notas bailando ante él, notas que tenía que repetir una y otra vez.
Siguió cantando.
Siguió cantando cuando su habitación volvió a convertirse en su realidad.
Siguió cantando cuando sus padres entraron en medio de la noche alertados por aquella melodía que no cesaba.
Siguió cantando con la voz ronca cuando le examinó el médico.
Nunca jamás dejaría de cantar, aunque fuese en un susurro.
Si osaba parar, volvería allí para siempre. Lo sabía.