La
caja de música:
La casa crujía. El lamento de los
tablones dejaba paso al rugir de las astillas. La luna hacía danzar las
sombras que, como títeres, se deslizaban por esa pared contra la que se
recortaban sonriéndole desde el contorno de la luz.
La casa era
demasiado grande y sin embargo el sonido de la caja de música parecía haber quedado
confinado en su habitación, incluso cuando abría la puerta jamás escapaba la
música más allá del umbral. Ahora sonaba su tétrica melodía, arrancándoles
polvo a los brazos de la muerte, encerrando la vida en sus pesadas notas que
parecían resonar demasiado tiempo en el interior de su cabeza, superponiéndose
unas a otras, atrapándole a él bajo las sábanas en un miedo creciente.
El niño se
destapó con un manotazo, gritando. El grito reverberó como si se resbalara
sobre la superficie de un auditorio y se zambullera después en el agua de un
estanque, ensordecido en el umbral de lo imposible. Había un potente foco de luz
arriba en el techo y al frente un lugar que no reconocía.
Un patio
semicircular de butacas se combaba allí donde debería haber estado la puerta de
su habitación, retorciéndose levemente, hinchándose y relajándose como si la
inmensa sala respirara.
La música había
cesado de pronto. Tal vez aquello era una pesadilla, si bien no se veía capaz
de trazar un límite entre la frontera que separaba al sueño del despertar. Aunque
hasta cierto punto comprendía que debía de ser un mal sueño. ¿Pero por qué le
parecía tan diáfano, por qué se extendía con tanta claridad ante sus sentidos?
¿La melodía de la caja de música había sido real? ¿Y había tenido él una caja
de música en algún momento si se podía saber?
Se bajó de la
cama con cuidado, sus pies notaron el tacto suave de la madera fría y encerada
en sus dedos. A juzgar por su entorno, se trataba del suelo de un escenario. Encontraba
dificultades para conectar con la situación que se desplegaba a su alrededor, pero
quizás por ser un niño y ser más receptivo a lo que efectivamente aparece que
un adulto, sentía un miedo al que no ponía nombre. Alardes barrocos le cercaban
con un dorado gastado de horror vacui, el terciopelo de los asientos se sentía
caliente desde donde él estaba.
Sintió la
angustia llenándole de miedo, atenazada a las paredes de su estómago.
–Es una
pesadilla, es una pesadilla, es una pesadilla… –se repetía, acuclillado al lado
de la cama, aferrándose desesperado a las sábanas como si fueran un nexo seguro
con ese mundo de la vigilia que se había esfumado.
Oyó unos
susurros conmovidos provenientes de la oscuridad más allá de los asientos.
Forzó la vista sin lograr distinguir una sola figura. Su cabeza luchaba por
organizarse sin saber dónde colocar los extraños pedazos de realidad que
desfilaban ante él sin acoplarse, como piezas de diferentes rompecabezas.
–¿Hay alguien
ahí? –logró preguntar temeroso el niño con un hilo de voz que sin embargo lo
inundó todo. Su anterior intento de hacer un acopio de valor se vio
interrumpido: escuchaba unas palmadas aisladas ahí, justo ahí, delante de él,
potentes, cargadas de admiración atravesando el silencio. Abrió los ojos como
platos. Nada había frente a él salvo el terror dándole recibimiento con un
abrazo desapegado. Se meó encima del pijama, pegándosele los pantalones húmedos
y calientes a la piel de los muslos. Al instante el atronador sonido de una
marea de aplausos sin dueño se sumó a las primeras palmadas de aprobación saturando
sus tímpanos.
Tenía que
escapar, aunque no supiera muy bien de qué, aunque no supiera en absoluto a
dónde. El público que no estaba llenando la sala acogía con entusiasmo la obra
de los delirios de la noche. Y él sólo percibía el estruendo del clamor, la
ovación de un teatro vacío.
Algo en su
interior le ordenó que corriera.
No dudó.
Trastabilló al
primer paso pero se repuso del resbalón y continuó hacia adelante. La fuerza de
los aplausos se redobló cuando el niño, llorando e impulsado por el pánico más
primario, atravesó a toda prisa el patio de butacas en dirección a la puerta de
salida.
Nada lo detuvo.
Encontró una luz
etérea. El sol de un atardecer que ya tendría que haber caído quedaba oculto
por las nubes negras que se robaban los rayos sin truenos unas a otras,
engulléndose en una lidia celestial mientras el aire cargado de electricidad
olía a tormenta.
Estaba en un
patio de colegio al que había accedido a través de una puerta oxidada que
pretendía ser azul, cobijada entre ladrillos viejos y lo que en tiempos debió
de asemejarse más a un soportal. Los columpios se movían levemente, rebelándose
contra el fuerte viento, y unas risitas traviesas disfrutaban en alguna parte
huyendo lejos. El niño las persiguió con la mirada sin lograr hallar nada.
Volvió la vista
hacia la puerta que había dejado tras de sí. Ésta parpadeaba con un zumbido que
se quería asentar, la estática de la televisión irrumpía en el espacio del azul
corroído. Donde hubo una puerta sólo quedaba un rumor molesto al oído, granulado
y brillante, diminutas centellas blancas y negras pugnando por ser.
Las risas,
agudas y juguetonas, comenzaron a confundirse con otras voces que tarareaban una
canción a la alegría apagada en el lóbrego patio. Tenía miedo.
“¿No quieres
jugar?”. ¿Eso era la voz de una niña?
El niño se
volvió de repente encontrando únicamente su soledad.
“Quédate”.
Suplicó un timbre distinto y más persuasivo. ¿Podía un chiquillo articular un
sonido tan delicado, tan vaporoso?
Sus ojos
enrojecidos empezaban a quedarse sin lágrimas. Ensució sus pantalones. Tiritaba
de miedo mientras su mirada buscaba frenética algo a lo que señalar, algo a lo
que llamar culpable, un soporte para su horror que le apaciguase aunque fuera
levemente.
“No quieres
jugar”. Se oyeron palabras marchitas arrastrándose unas detrás de otras.
–Quiero…
–consiguió musitar, atenazado por el terror– ir con mi mamá… –se echó al suelo,
notando sus excrementos blandos corriéndole por la pierna. Comenzó a llorar,
las risas no cesaban.
“Puedes ir con
tu mamá, pero tienes que acordarte de la canción de tu cajita. Nosotros
coleccionamos canciones. Si nos la cantas, podrás volver. Sólo se puede fallar
una vez, ¿vale?”. Dijo un tono distorsionado que parecía ensayar una suerte de felicidad
muerta, como si no hubiera acabado de entender en qué consistía aquel
sentimiento.
Tras unos
minutos más de llanto el niño se sorbió los mocos y aceptó agotado, porque por
más que llorase no lograba despertar.
Se levantó,
ignorando la suciedad de su ropa y olvidando el tacto de su propia piel.
Comenzó a cantar tímidamente lo que recordaba.
Y ellos a su vez
comenzaron a cantar, en un coro trastornado y sin concierto, otra melodía
distinta que no hacía sino distraerle.
Y se
manifestaron a sus ojos.
Remolinos de tinieblas
a carboncillo se agruparon dando forma a las vagas siluetas de cuerpos de niños.
Parecía que el viento barría la sombría materia de la cual estaban hechos sin
llegar nunca a socavarla. Aparentaban moverse con dificultad, mediante breves
sacudidas, espasmos y vibraciones, y no obstante se desplazaban rápido. Las
nubes sobre ellos se abrieron a un círculo de la más pura oscuridad en tenue
contraste con el ocaso que parecía no poder morir.
Se equivocó en
una nota.
Y absolutamente
todo se detuvo.
Las nubes rígidas
le observaban juzgándole desde lo alto, el viento se quebraba a cada movimiento
del pequeño, los sonidos rotos estaban ahí sólo cuando sus oídos se cruzaban en
su camino como si las ondas se hubieran descosido del espacio, paralizadas. Y esas
muecas hechas de penumbra que eran los rostros de los niños se habían
enquistado en la existencia.
“Recuerda”. Esta
voz no tenía más dueño que el mundo mismo, y no tenía más modulación que la de
la tristeza más cansada. Rompía las notas sostenidas en el aire con su avance, esclavizaba
el valor y succionaba cualquier atención.
Todo comenzó de
nuevo cuando el niño volvió a intentar reproducir la secuencia de esa caja de
música que ni siquiera sabía si tenía. Tarareaba sin cesar. Cerró los ojos y
estalló en un llanto que le estorbaba al cantar. Pero siguió haciéndolo
aterrorizado. Sus ojos ya no veían nada, sólo notas bailando ante él, notas que
tenía que repetir una y otra vez.
Siguió cantando.
Siguió cantando
cuando su habitación volvió a convertirse en su realidad.
Siguió cantando
cuando sus padres entraron en medio de la noche alertados por aquella melodía
que no cesaba.
Siguió cantando
con la voz ronca cuando le examinó el médico.
Nunca jamás
dejaría de cantar, aunque fuese en un susurro.
Si osaba parar,
volvería allí para siempre. Lo sabía.