¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

sábado, 15 de junio de 2013

Dibujos del alma

Dibujos del alma:

Salí de las sombras de la caverna y el sol me cegó por un instante, las nubes, muy brillantes, fueron dibujándose: sus contornos, su suave relieve… Y vi dibujos. No era la primera vez que los veía, y ya les había señalado a algunos el parecido que en ocasiones podía haber entre las nubes y los animales, las plantas, las personas. Algunos lo veían y otros tan sólo parecían percibir nubes.
Volví a la gruta e introduje la mano en ese charco de tierra anaranjada.
La marca que había dejado al tropezar unos minutos antes estaba ahí: mi mano resbalando por la pared. Miré el trazo atentamente, era el dibujo de una mano resbalando sobre la piedra, el testimonio de mi intento de aferrarme a algo cercano y sobre todo, una figura borrosa. No podía dejar de mirar ese color vistoso en la pared, la magia detenía mis ojos y no me permitía separarlos de él. Quizás era la misma magia de las diosas que parían niños o tal vez fueran magias distintas que nacían de la misma fuente. Porque yo estaba creando algo, algo que sólo existía en el lugar del que procedía todo el poder de los dioses, y que sin embargo iba a traer al mundo. Algo maravilloso estaba tomando mi cuerpo, el poder puro. Lo tomaría con cuidado, porque era como recoger bayas en el bosque. Aunque, tras meditarlo unos instantes, me pareció que esto era más bien transformar algo, porque si era el poder puro, no tenía dueño, sólo herramientas. Transformar algo… Había visto que podíamos. El resto de criaturas no, pero nosotros sí. Hablar, decir cosas, eso era el cambio del mundo. El resto de vivientes no podía hablar, pero nosotros sí. Y no estaba seguro, porque algunos animales entendían cosas que decíamos, pero no podían entender algo crucial de las cosas que decíamos, y no sabían decir palabras. La magia también estaba en las palabras. Eso, sería justo eso. Sería como hablar.
Con la mano manchada hice un movimiento. La palma hacia abajo impresa en la pared me sorprendió. No puedo decir que no esperase ver algo parecido pero… ¿qué pasaba si utilizaba dos dedos…? ¿Y un palo? No, se hacía mal el dibujo, con los dedos en cambio… Tracé unas líneas, como las nubes dibujaban en el cielo, así dibujé yo.
Pasé días dibujando en la piedra, hasta dar con las líneas y las curvas, hasta comprender la textura y la naturaleza del barro.
Nos dibujé a nosotros. En cacería. Pude hacer un retrato de la vida en la vida. Y todo se transformó para siempre. Y pensé que no era en nada distinto a hablar. Y me convertí en un poderoso hechicero en el clan y compartí con otros mi magia. Con los que veían lo que yo veía. Y con otros que alcanzarían a ver aún más lejos después de mí. Ahora la magia había encontrado un sendero nuevo por el cual discurrir.
Y nosotros no teníamos el poder ni las palabras para decir todo eso aún.
Pero los encontraríamos.

Se me ha ocurrido la siguiente idea –comenzó él a decir–. Quizás no suponga una revolución de ventas, pero podría ser interesante. Cuando almacenamos datos en nuestro cerebro, casi todo él reacciona y nosotros podemos interpretar esa información como un código cuántico si la aislamos, claro, como objeto de consciencia, bloqueando la línea observadora.
–Bueno, si se observa algo, se modifica. Pero llamarlo “línea”… ¿no es simplificarlo todo demasiado? –repuso ella.
Él cogió unos papeles de su escritorio y los organizó con unos cuantos movimientos sobre la mesa.
¡Papeles!, había que reconocerlo, estaba un poco mal de la cabeza… quizás por eso era genial. Ella estaba a su derecha, mirando por el ventanal el día soleado que se extendía ante ella: los edificios blancos y los parques allí abajo y los parques arriba sobre las azoteas de los edificios blancos. Siempre pensaba que le quedaría bien un cigarrillo, hacía un par de siglos que no se llevaban en absoluto, pero también pensaba que a él le sentaría de maravilla la pose de un piloto de aviación –neurótico, como se decía entonces– de principios del siglo XX. ¡Papeles…! Ella volvió la vista a la cafetera, al hacerlo activó la función de información, palabras superpuestas a la clara realidad… Palabras que no eran sino la realidad misma. No, no tenían su café. Era un poco sibarita en cuanto al café respectaba. Y también con el chocolate. Blanco o con leche, gracias.
Él mientras tanto le estaba dando vueltas a algo, la visión de su despacho se nubló, quedando en la periferia visual, mientras listas de datos virtuales se extendían ante él, palabras, dibujos e iconos suspendidos en el espacio. Había estado trabajando en el proyecto de forma interdisciplinar, y aún no había tenido tiempo de enlazar todos los datos diseminados aquí y allí en un único sistema. Además, sólo se movía entre referencias virtuales, la información en sí no estaba ahí, sino sobre el papel. Él prefería un soporte físico, era una extraña manía, pero en alguna ocasión se había revelado muy útil. De modo que su despacho tenía un gran archivador en el que empezó a rebuscar.
Tras unos instantes sus manos aferraron triunfales un fajo de papeles:
–¡Aquí está! –exclamó orgulloso–. Mira, échale un vistazo.
Ella los ojeó con detenimiento mientras él esperaba contemplándola expectante, intentando adivinar emociones en su expresión por lo demás interesada en lo que tenía delante.
–Entonces… –empezó ella a reformular el contenido de lo que leía– lo que quieres hacer es “dibujar” los datos, ¿verdad? Como una película y todo eso. Me parece una idea atractiva, la típica aplicación entretenida, claro que en este caso sabemos que no sólo se trata de esa perspectiva tan… vulgar. Además he puesto dinero sobre la mesa para productos peores y por otro lado esto me intriga, tiene potenciales salidas en campos aplicados… Ah, y te lo debo.
–¿Me lo debes?
–¿Recuerdas ese incidente con aquel maletín?
Ambos mantuvieron un silencio de lo más significativo, entre respetuoso para con el otro y avergonzado para consigo mismos. Y, aunque no querían reconocerlo abiertamente, divertido.
–Ya… ya, pero –dijo él volviendo a un tema que poco tenía que ver con la infracción de varias leyes, inocua por lo demás para terceros– fíjate en la página veintitrés. Si aumentáramos la “lente” para ver más de cerca los trazos del pensamiento, como no es exactamente una estructura cronológica sino más bien epilógica, las líneas se rompen, no están… conectadas exactamente. Es decir, el pensamiento aparece como una línea que describe o bien una recta como un vector o bien una curva, una espiral o el dibujo complejo acorde a la complejidad del discurso mental, al menos hasta que uno se acerca a él y tenemos que interpretarlo como puntos de pensamientos completos en sí mismos. El cerebro activado emite el pensamiento sobre el que podemos reflexionar, podemos incluso educar a la inteligencia generadora, pero la naturaleza misma del pensamiento según esta especie de máscara vendría a ser completa y atomística, y el dibujo interpretado estaría ahí y sería de una forma determinada debido a esa interpretación automática. Hume estaría orgulloso.
–¿Y qué? El principio de incertidumbre de toda la vida.
–Bueno, quizás pero… en fin, es como… Fíjate, pude recuperar el momento en el que se me ocurrió la idea –se dibujó una pantalla sobre la mesa conteniendo una riada de datos –. Si meto el programa, mira qué pasa y dime si no vale el dinero que vas a meter en el proyecto. Que vamos, tampoco va a ser para tanto…
Unas cuantas líneas de diversos colores aparecieron fulgurantes sobre la nada que ambos contemplaban, pasaban de aquí para allá, subiendo, bajando, zigzagueando, algunas enlazándose consigo mismas o con otras, pero yendo de un lado a otro en cualquier caso, muy ocupadas. Un par de segundos más tarde cuatro puntos verdes aparecieron, dispersos, y se unieron después como en una telaraña, mediante líneas bastante directas. Algunas de estas líneas, convergiendo más o menos a mitad de camino entre los puntos iniciales, tomaron su propio camino entre meandros de pensamientos, después una esfera perfecta rodeó la creación y una espiral se alzó, perdiéndose de vista.
–¿No es como una sinfonía? –preguntó él ufano–. Y ocurre lo mismo: si uno intenta mirar de cerca, la conexión se pierde, eso sin mencionar los puntos creativos que aparecieron de la nada… o de algo demasiado grande –aseveró entusiasmado.
–Oye, ¿y qué ocurre si centramos la atención en la música? –a él se le iluminó el rostro–. En escuchar música –siguió ella.
–No lo sé –admitió él–, vamos a verlo –la animó exaltado.
–¿Y qué pasa si no separas la línea observadora de la que es observada? –quiso ella saber–. ¿Todo brilla? –él asintió.
–Tuve que separarlas porque si no, no se entendía nada. El programa es limitado.
–¿Y los datos? –interrogó ella con una sonrisa pícara.
Ambos se rieron.
Se rieron un buen rato.
–Pero –comenzó él dubitativo intentando serenarse– pones el dinero… ¿no?

Licencia Creative Commons
Dibujos del alma por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.

sábado, 1 de junio de 2013

Descubriendo el rastro

Descubriendo el rastro:

            Ella seguía su rastro, jadeando.
            Había dado en el blanco y la madera de la flecha había atravesado el músculo rojo.
La sangre que manaba fluyendo por el astil de cedro marcaba su ruta.
Los marineros decían que ningún viento era bueno para quien no tenía rumbo. Para ella la caza y el bosque eran, no ya su hogar, sino parte de sí misma. Sabía cómo caminar sin hacer un solo ruido, entendía el canto de los pájaros y los secretos que traía el rumor del río.
 Ahora sin embargo corría a toda prisa sobre el musgo de las piedras y la hierba agreste que las primeras nieves dejaban a la vista. Corría sin parar con el arco en ristre y la flecha preparada, quebrando ramas caídas y apartándose las que desde los árboles la hostigaban en su camino.
El reno de astas majestuosas, herido en el muslo, no podía andar lejos. Ni muy deprisa.
Notaba ella cómo el aliento helado quería agotársele: quemándole los pulmones cuando expiraba, congelando su pecho cuando tomaba aire bajo las capas de pieles que la calentaban. Estaba agotada, pero ya lo veía. Y sabía que su presa iba a derrumbarse, lo leía en cada uno de sus movimientos, en la longitud del dibujo de sus ligamentos acortándose, en el vaho cada vez más pesado, en sus bramidos sentenciados.
Torció el animal a la izquierda de repente, y tropezó.
Ella no dudó. Se detuvo en seco y adoptó la postura precisa. Su mano derecha fue hacia atrás guiada por el más puro instinto, tensando la cuerda. Su mano izquierda deslizó el arco ante sus ojos. Apuntó conteniendo el aire.
Los segundos se dilataron alrededor de su concentración.
Y el momento justo llegó hasta ella de la mano del tiempo.
Soltó el aire y la flecha que, cabalgando el viento, trajo consigo el sonido del impacto.
La sangre no se contuvo, precipitándose contra el suelo.
El reno se debatía aferrado a la vida, si bien sus patas no podían sostener el peso de su orgullo. Cayeron primero sus cuartos traseros y, postrado, sus pezuñas delanteras se unieron a su suerte.
El último mugido era un estertor largo que aún trataba de desafiarlo todo, que sólo cedería ante el fin de toda posibilidad, que iba arrancándose de la vida.
Su mano, no obstante, tomó otra flecha del carcaj. Había algo más allí, ocultándose en el límite del rabillo del ojo.

Tenía que huir, tenía que alimentarse, tenía que galopar, tenía que entender. Cuando había suelo de nieve el tacto del frío se sumergía bajo él, distante. La velocidad corría por sus venas siendo la savia de los troncos que brotaban ante sus ojos. El olor de aquel animal amenazado era el único camino, el único mundo. Había no obstante otro aroma, el de una humana tras su caza. Él le había visto primero, el perfume del agotamiento de la humana se transformaba en su propia marcha, en pura energía. Humanos. Humanos queridos de los que conocía el nombre. Él no quería matarles, no quería. Galopar, galopar. La caza. No hay amigos. Ya no hay familia. Su furia, ¿de dónde vino? Ahora el bosque era su calma. Ya nada podía transformarle en el monstruo que jamás volvería a ser. ¿Años? ¿Lustros? Ahora no. Apretar el paso. La carrera sin fin, eterna huella de una caza intemporal, ahora, ahora, su movimiento ardiendo. El rastro de feromonas de miedo eran sus piernas corriendo, y sus piernas corriendo eran el barro y las hojas caídas del bosque que pronto serían esa sepultura de color blanco. Exhalar, inhalar. El sabor de la carne estaba cerca.

La cazadora aguzó la vista con el arco pegado al cuerpo. Hacia el sur había creído distinguir la silueta de… de un lobo que se detuvo entre los árboles, a unos escasos doscientos metros de donde ella estaba. Un imponente lobo de pelaje denso, albo y grisáceo había estado persiguiendo a su misma presa.
–¡Es mío! –gritó apuntándole, contrariada, sabedora de que tenía que decirle adiós a la pieza que otros se cobrarían.
La rigidez que había tomado sus brazos se relajó por una fracción de segundo y es que ante ella había un lobo pero, ¿acaso estaba solo?
No aullaba. Sólo la miraba con unos ojos amarillos.
Bajó el arma. El lobo hizo amago de dar un paso hacia ella y los brazos de la cazadora volvieron a elevarse en una tensión cautelosa. Y sus ojos feroces volvieron a rivalizar con los del antiguo depredador.
El animal no obstante se detuvo y se sentó sobre sus cuartos traseros.
Se mantuvieron en una mirada sin dueño durante varios minutos. Era extraño: no se medían, porque no había espacio para nada más aparte de la más pura contemplación.
Ella, desconcertada, dejó caer sus brazos demasiado cansados y entumecidos como para mantenerse vigilantes, resbalando por sus hombros el peso de la incomprensión. Al final también se sentó, extenuada su alma.
El bosque, que desde el inicio de la persecución había enmudecido, fue despertando tímidamente entre gorjeos y trinos y leves crujidos de nieve en la lejanía que se querían confundir con el viento.
Sin previo aviso el lobo se levantó, trotó adonde estaba el reno y tirándole del pescuezo fue arrastrándolo con dificultad hacia la cazadora que, asombrada, se mantenía inmóvil. Sentía que no debía hacer gesto alguno, temerosa de romper el presente como haría una piedra quebrando el aquietado reflejo de las aguas de un estanque.
El lobo depositó al reno junto a ella jadeando. Y ambos, cazadora y cazador, se dieron tiempo, para encontrar cada uno sus respuestas en el silencio.
–¿Quieres compartirlo? –se aventuró a decir tras unos minutos sentada allí, junto al lobo. El bosque volvió a callar, no estaba acostumbrado a tanto ruido y ella lo sabía. Pero el lobo no desapareció en la bruma del ensueño, seguía allí, a su lado–. Pensaba que no me ibas a dejar nada –aclaró ella sonriendo, como sonríe la gente que se lo está pasando realmente bien en la intimidad–. Para partirlo por la mitad voy a necesitar bastante tiempo. Pero supongo que lo hemos cazado entre los dos… ¿tú qué crees? –el lobo inclinó la cabeza como si hiciese una reverencia–. En un par de horas será de noche. Mañana estaré por aquí, aún se puede cazar, ¿sabes? –dijo desenvainando un puñal y comenzando a desollar al reno –No puedo desperdiciar ni un solo día –el lobo volvió a inclinar la cabeza. Ella se detuvo, muy extrañada y después se echó a reír de repente mientras seguía separando el pelaje del músculo con las manos ensangrentadas.
–¿Cómo te llamas?
El lobo aulló, ululando un sonido particular.
Ella, alarmada, se puso en guardia mirando en todas direcciones pero por increíble que pudiera parecer no había manada para él.
La cazadora se detuvo de pronto observando al extraño cazador, pensando muchas cosas, jugueteando con el puñal entre sus manos como con sus ideas en su mente.
Súbitamente aulló ella una vez, y el lobo dejó escapar un gemido poco optimista.
Repitió el sonido con una suerte de ligeros ajustes, que debieron de resultar insuficientes porque esta vez el lobo volvió a aullar con potencia, como había hecho para contestar a su pregunta.
Hizo ella un último intento y consiguió imitar el aullido del lobo, modulando su voz con la curvatura apropiada, durante el intervalo de tiempo exacto.
El lobo inclinó la cabeza.
–Pues yo me llamo Talvikki. Y sé como tú lo dura que es la vida del cazador. Ya sabes dónde vivo, por si quieres algo –continuó sajando piel diligente–. Si los humanos quieren cazarte, hazte humano, aunque estés desnudo, y así no te matarán. Y yo iré a por ti. Y no te preocupes por mí, ya sé cómo llamarte.
Aullaron juntos su nombre, y ella sonrió, invadida por una paz sin origen.
–Aunque un día me dirás tu otro nombre si lo tienes, ¿verdad? Si… si quieres.
Ella le miraba esperando una respuesta. Él miró al infinito con ojos que susurraban el bosque, también tenía preguntas que hacerse. Pensaba en los pasos dados que le habían sorprendido con las primeras nieves y con un encuentro tan inesperado como predestinado. En definitiva un encuentro que perfectamente podría haberse evitado.
Tras unos segundos de líneas mentales, que por holísticas se deshacían, inclinó la cabeza de nuevo.
–Pero me gusta mucho tu nombre –le aseguró Talvikki para volver a aullar.