¿Rompido
y arreglado?:
–Hermana,
ya tengo todos los pedazos de tu corazón, sé cómo arreglarlo –dijo con su voz
infantil sentado sobre una valla al sol de la tarde frente al mar.
–Jugaremos
al escondite, cierra bien los ojos –ella era mucho mayor que él. Le gustaba
cuando se divertían porque sus pies flotaban. Los rayos del sol caían dulces
sobre su hermoso rostro, iluminándolo.
Echó a
correr, un autobús se cayó del cielo y, aprovechando, se escondió detrás. Su
larga melena seguía el viento que ella cortaba.
Él abrió
los ojos cuando terminó de contar, no había huellas en la arena.
–Sé que
estás detrás del autobús –dijo el pequeño confiado.
–¿Y cómo
lo sabes? –se oyó la voz de su hermana mayor que estaba hurgándose la nariz.
–Porque
soy tu hermano, y sé lo que sabes –estaban abrazados, tumbados sobre la hierba
de un parque, tal vez hacía más sol–. ¿Por qué nadie entiende tu dolor,
hermana? ¿Es porque tú no quieres entenderlo?
–Yo
creía que me odiabas… –su tono se diluía en la cerilla que encendía el cigarro
de alguien.
–Yo
nunca te he odiado. Sabes lo que pienso del odio. Tú me conoces mejor que nadie,
¿cómo has llegado a pensar eso? –quiso saber ser cándido y no sólo curioso.
–No lo
sé… –respondió ella colgando de la decepción de un abrazo que nadie le había
dado.
–No
busco andar tu camino, pero tu camino y el mío… andan juntos, porque somos
hermanos yyyy… y eso nunca se olvida. Cuando matas gente…
–¿Mato
gente? –quiso saber entretenida y condescendiente, muy adulta.
–Sé por
qué lo haces, y sé que no quieres hacerlo, pero lo haces. Ni siquiera quieres
saber que lo haces. Por eso dices que todo ha cambiado una y otra vez aunque
sea mentira, mientras vuelves a matar.
–¡Silencio,
hermano! –corrió a esconderse detrás del poder y de la culpabilidad, la
culpabilidad de él.
–No
hagas eso, es triste… ¿querrías matarme a mí también? –le preguntó él y ella se
echó a llorar. Y el poder se transformó en temor puro, y la culpabilidad de él
se convirtió en la inseguridad de ella–. ¿Serías feliz si yo muriera?
–Sí, sí
lo sería –contestó ella. La verja espinada de un campo de concentración había
atravesado el suelo de tierra, resquebrajándolo, y se extendía ante ellos,
separándolos.
–Cantas
y lloras y te preguntas por qué sé dónde te escondes –dijo él. Estaban en la
azotea de un edificio, viendo la noche en la ciudad–. Y cuando lloras también
engañas.
–Calla.
–Está
bien –él calló y ella aguardando, crispados los puños, absorbiendo la fuerza de
las nubes en una espiral, temblaba sin poder apenas controlarse. Y estalló y
las nubes cayeron pesadas aplastándolo todo mientras se hacían añicos y ella
gritaba:
–¡No! ¡¿Cómo
vas tú a arreglar mi corazón?! ¡No…! ¡Sólo eres un crío! ¡Mientes!
Él se
acordó de lo que ocurría, del dolor que había querido dominar el mundo entre
rojo y negro y metal. El mundo de su hermana…
–Tu
corazón se deshace… –afirmó el niño–. Pero sé cómo arreglarlo. Y tengo todos los
pedazos. ¿Lo ves? –dijo mostrándoselos.
–No
quiero tus palabras –le espetó. El orgullo la empujó y ella cayó al suelo.
–¿Palabras?
–dijo él ayudándole a levantarse como pudo.
–¡Nunca
más! ¡Vete! –no gritaba, lloraba, y las lágrimas temblaban chillando por ella.
–Bueno,
pero tú sonríe –le pidió tomando prestada la esperanza que moraba tras el
tiempo, cerca del beso de una madre.
Ella se
fue corriendo y se escondió en el olvido y en el odio hacia sí misma y él
sonrió inocente, no era tonto.
–¡Te
mataré, soy un demonio! –clamó ella asomándose–. ¡Odio tus mentiras!
¡Mentiroso! ¡No puedes encontrarme! ¡Nunca más! ¡No me entiendes, no me conoces,
no sabes nada! ¡Sólo juegas con las palabras!
–No
quiero encontrarte, hermanita. No quiero encontrar nada, con estar aquí me vale
–le aseguró con el cuerpo sumergido en un cálido manantial mientras ella le
lavaba con una esponja–. Entiendo tu dolor, entiendo por qué engañas, entiendo
por qué lloras. Pero yo no quiero nada de eso, ni tenerlo cerca. Esas cosas no
son…
–Entonces,
¿qué quieres? ¡¿Qué haces aquí?! –gritó impotente en una fugaz explosión de ira–.
Todo el mundo quiere algo… –resolvió tan
agotada que no podía estar desesperada–. Hermano, todos quieren… ¿Qué quieres? –no esperó a que él le
respondiera y huyó a la realidad de la playa soleada de nuevo y se escondió
detrás de una pintada dejada sobre una pared de cemento. Y las lágrimas que
habían caído dejaron un rastro tras ella.
Él la
siguió sin mayor problema, levantando los colores del grafiti como si fueran
una sábana para encontrarla encogida en una sombra. Y ella susurró apocada sin
poder encontrar ya más furia, acurrucada bajo su propio miedo:
–¿Qué
haces aquí?
–Nada.
Ella le
miró y él entendió lo que ella decía: “¿qué es esto, hermano?”.
Él la
miró diciendo: “eso no importa”.
Ella le
miró sintiéndose perdida: “¿somos como personajes de un libro?”.
Él la
miró, ella entendió lo que él decía: “somos tú y yo”.
Volvieron
a la conversación con palabras.
–Oye… ¿crees
que soy mala? –el llanto se secaba en su rostro.
–¿Mala?
–repitió él profundamente extrañado–. ¿Qué es eso?
–Gente
que no sabe lo que hace ni por qué lo hace y luego dice que no lo ha hecho.
–Pues
entonces… no creo que nadie sea malo de verdad.
–Yo… yo
sólo quería jugar al escondite –musitó ella–. Quería jugar contigo y que tú me
encontraras. No esconderme de… de todo… Todo el mundo puede, ¿por qué yo no?
–Todos
tienen problemas, no se trata de eso… Te habías dejado esto por ahí –declaró el
niño enseñándole los pedazos de su corazón–, a mí también se me ha olvidado
alguna vez el mío, ya sabes, y he tenido mucho miedo.
–¿Mucho?
–Mucho,
mucho –aseveró él con su voz infantil–. Y he sido las huellas del dolor, me he
mentido y he llorado. Pero al final siempre he conseguido encontrar todos mis
cachos, supongo que por eso sabía dónde estaban los tuyos –le entregó su
corazón–. Igual te viene pequeño, porque es de cuando tenías mi edad y entonces
era grande, pero como hace tiempo que anda perdido… Pero crece si lo usas, y se
hace muy, muuuyyyyy fuerte.
–No lo
entiendo, nadie puede arreglar mi corazón.
–Eso es
cierto, es imposible que nadie lo arregle. Y… y además yo no quiero arreglarlo,
eso da asco –le dijo a su hermana con una expresión optimista en los ojos.
–Sí, sí
que da asco –comprendía exactamente a qué se refería su hermano. Le abrazó con
fuerza.
–Esas
cosas no se hacen –dijo apretando la cara contra el pecho de su hermana,
bajando la voz–. Yo sólo te lo traigo, nada más. Esas cosas… Es como sentir
lástima, confío demasiado en ti como para sentir lástima por que elijas destruirte,
y además debes seguir matando si eso es lo que crees que debes hacer, aunque yo
te diga que te veo sufrir tus mentiras –aclaró él retirándose un poco y
mirándola risueño.
–Nunca
he acabado de entender que me quisieras…
–No me
importa, si hubiera una razón no te querría. Sólo quiero que sepas qué significa
que una persona quiera a otra incondicionalmente, ilimitadamente. Sabes que te
quiero y que siempre te querré. Y eso es muy importante, porque es mi regalo.
Contemplaban
el horizonte, ahora sentados. El sol de un verano irreal parecía el sueño de un
presente sólo para ellos.
Ella
extendió su mano hacia su hermano y le sonrió como sonreía él, diciéndole:
–¿Quieres
jugar? Jugar de verdad.
–¡Geniaaaal!
–exclamó él tomando su mano y levantándose.
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