¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

domingo, 20 de octubre de 2013

Unas horas en La Coquette


A Vito. Jajaja.

Unas horas en La Coquette:

            –Pero no te voy a engañar: echo de menos el sexo. –dijo ella
–Yo también –aseveró él–, pero soy un poco más gay: echo de menos los mimos. Que me acaricien y me abracen… Aun así… siempre he sido muy dependiente. Y debería ser una naranja entera, no una media naranja.
–Es un pensamiento reconfortante y, coño, más saludable –afirmó la chica.
–Me pregunto, con todo lo que ha pasado… por qué la gente se deja manipular, por qué la gente se equivoca y la caga, tronca.
–Es una pregunta difícil de responder.
–Es que… –comenzó él dubitativamente– ¿Sabes?, creo que es el sufrimiento, que… la gente que sufre… En fin, si te lo he dicho mil veces, soy un poco pesado. Pero a veces me parece que la gente la caga y se reafirma, y tal, en lo que hace sólo… sólo por orgullo o algo así. Como si echarse atrás fuese un error. Aunque obviamente estén defendiendo algo que a todas luces se pasa la ética por el forro de los cojones.
Ella asintió y comenzó a decir:
–La verdad es que cuanto más reflexiono, más me da la sensación de que la capacidad que tiene una persona de rectificar es uno de los mejores indicadores de su calidad humana.
–Eso mismito pienso yo y ya sabes… rectificar de verdad. Y… es un alivio oírlo de otra persona. Pero, ¿sabes?, desgraciadamente si alguien te dice “lo siento” y repite el error, te está engañando. Y puede estar realmente arrepentido en el momento por lo que ha hecho, pero, oye, que lo vuelve a hacer. Y miente, lo quiera o no. Eso es mentir, vamos, se mire como se mire.
–Desde luego no deberíamos permitir que una disculpa equivaliese a una justificación.
–¿No, verdad? –coincidió él.
–Del mismo modo que una explicación no es una justificación, aunque de hecho una disculpa sea algo cualitativamente distinto.
–Sí, es como una promesa hacia el futuro. Es jodido que uno rompa su palabra.
–¿Te gusta la cerveza? –quiso saber la chica.
–Está cojonuda, tú. Nunca había tomado cerveza roja, es muy dulzona. Bueno, eso creo, con lo constipado que estoy igual me como un pedazo de cartón corrugado de ocho capas y me sabe a cerdo agridulce. No, pero sí. Cojonuda.
–Yo la de trigo la tolero cada vez menos –le confesó ella.
–A mí nunca me gustó, es como la coca light. Te va bajando por la garganta y va sabiendo cada vez peor, es increíble.
–Da mucho asco.
–Hace poco me dijeron que no sé quién (un famoso o algo) dijo que eso de beber coca light es de gordos –comentó él.
–Jajaja.
–Es inteligente. Es decir, igual es estúpido. Pero es inteligente, ¿eh?
–Jajaja.
–Tronca, ¿te acuerdas del tuto? Molaba. Te pusieron un parte.
–Sí –afirmó ella.
–A mí otro, pero el mío fue muy tonto –le aclaró el chico.
–Sí.
–Tú defendiste nuestros derechos, fue genial –declaró él sonriendo.
–Jajaja.
–“No nos insulte usted más” o algo así –dijo él tras un intento fallido de hacer memoria a través de los años.
–“Sí, sí, pero deje ya de insultarnos, por favor” –le recordó ella.
–Jajajaja.
–Esa señora no paraba de insultarnos –le ilustró ella–, nos llamó tontos unas cuantas veces: “es que sois unos tontos”, “porque sois tontos, de verdad”…
–Valiente imbécil. Vaya mierda de persona que se aprovecha de la ignorancia de unos críos de dieciséis años. Porque, joder, se estaba aprovechando de nuestra absoluta incapacidad para defendernos –explicaba él con cierta incredulidad a pesar de haberlo vivido–. Es fácil manipular a unos chavales…
–Mi madre me echó la bronca, mi padre me dijo que muy bien hecho. Jajaja.
–Jajaja. Sí, tía, no es como esos casos en los que un padre idiota pega al profe de su nene porque ha cateao con todas las de la ley. Tú hiciste lo que debías. Bueno, siempre has sido muy así.
–Tampoco está muy bien que una señora empiece a denigrarle a una impunemente –reflexionó la chica tras dar un trago.
–Ah, volviendo a lo de antes, la mezcla de “jar rok” y “pank” –comenzó a decir él, cambiando de tema.
–“Jar rok” –repitió ella con sorna.
Hard rock –rectificó él poniendo un acento exagerado–. En España está mal visto decir las cosas bien en inglés.
–Y es cómico –resolvió ella alzando el dedo índice–, porque da la casualidad de que las cosas bien dichas es como se dicen.
–Jajajaja. Sí. Pero la gente se ríe de ti si hablas bien. Bueno, total, que Nashville Pussy están de puta madre. Ya ni me acordaba de que me los enseñaste tú.
–Fíjate, qué tontería, ¿eh? Parece que no, pero tampoco.
–Jajajaja. Yo qué sé, tú, no me acordaba. Ya ves… Bueno, pagamos ya la cuenta, ¿no?
–Por mí sí –convino ella–. Yo ya no voy a tomar nada más y se va haciendo tarde.
–Pero tenemos que volver. Además hacía mucho que no veníamos y el blues mola.
–Sí que mola.

martes, 1 de octubre de 2013

Kalani

“People don´t fail because they aim too high and miss, but because they aim too low and hit”.
LES BROWN.

Kalani:

Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos corriendo tras ella, muchas amenazas y una cantidad moderada de insultos tomando aire. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía, saltaba, trepaba, corría… Apenas le llegaba el aire a los pulmones. Se había golpeado en la carrera, notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda.
Entonces… ¿podía caminar como antes?

El zumbido de las moscas cubría los muertos.
Una figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres. Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines, desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.
            Arrojó a su espalda un destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al llegar al suelo, riendo a carcajadas.
Volvió a trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un par de cuerpos y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al aire y gritándoles cosas. Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y ennegrecida mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Nada útil.
Pero bueno, al menos había encontrado un destornillador.
Se quitó el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente, era rubio bajo la suciedad que lo cubría.
Hacía mucho calor.
La pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de allí respiraba verde e intensa.
Junto a la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas de mala manera a los restos de una pared. Demasiados muertos para tan pocas casas...
Adultos… eran indeseables.
Los niños también, también eran indeseables y también había bandas de ellos saqueando y degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos.
Aunque, pese a todo, a veces podía hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o cuatro hasta fueron amables. Kalani se dedicaba a vender cosas y a escapar de gente, quizás por eso era increíblemente buena juzgando a los demás.
Hacía mucho tiempo, cuando le hicieron y le curaron la cicatriz, había tenido compañeros. No los recordaba bien… Suponía que iba a la ciudad con la esperanza –tan secreta como le obligaba la soledad– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba contacto humano.
“Eres ingenua, Kalani”, se decía a sí misma, pensando en sus experiencias previas: poblados medio civilizados asaltados por bandidos, aldeas endogámicas, abusos, canibalismo...
Abrió su mochila y sacó su botella de agua de río. Dio un trago, volvió a guardar la botella y se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino.
Luego se echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal.
Cuando ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas de ritmo. Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…

Un par de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad. Los coches llenos de óxido, los carteles, el asfalto y las tiendas desiertas no dejaban de resultarle un paisaje extraño. Siempre que caminaba entre los edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas: “¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿encontraré algún hueco para aparcar?”, porque todo era descomunal y no servía para nada. En fin, al menos había mucho musgo y hiedras. Kalani había oído que antes no había plantas en la ciudad. Qué asco.
Las grietas se abrían en el orgullo del hombre antiguo con la cadencia del tiempo. Y ella condensaba la profundidad de aquel pensamiento en un bufido elocuente pese a la falta de vocales:
–Pfff… –pero sólo su estómago contestaba.
Tenía que encontrar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta para hacerse una idea de sus dimensiones y comprobar posibles rutas de huida. Una ventana del tercer piso daba a tejados colindantes, bastaría.
De la entrada sólo quedaban los goznes. El sonido de sus pasos alertó a unos pájaros que alzaron el vuelo y salieron en desbandada por un enorme agujero en una de las paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente, probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. En aquel vestíbulo vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver tan viejo… Kalani llevaba cinco balas cargadas –y no seis, lo cual podía resultar peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas cuantas más en un bolsillo interior. Cogió su arma e intentó hacer el menor ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había diseminados aquí y allí.
Subió por las escaleras. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete infranqueable en lugar de escalones.
Se internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros meticulosamente apartados contra las paredes, de modo que se andaría con ojo. Había una ventana al final, era la que llevaba a los tejados. Miró al techo, en algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En aquel corredor el papel de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– estaba descolorido. Marcos de puertas flanqueaban su caminar, a veces en lugar de madera sólo quedaban manchas de pegamento. Uno de ellos tenía hoja: la penúltima puerta a la derecha. Se detuvo, aguzó el oído. Creyó reconocer el sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de más saber a dónde no ir.
Las primeras dos habitaciones estaban vacías.
En el segundo cuartucho a la izquierda había armarios. Se deslizó sigilosamente hasta ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que quería escapársele de entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento.
Ya tenía una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para que ni solo ruido pudiera escapar en él. Estaba oculta y muy erguida junto al marco de la puerta.
Había escuchado algo.
Miró de reojo hacia el pasillo: pudo distinguir la figura de un hombre sin camiseta –con toda seguridad un adulto indeseable– que salía de la habitación cerrada, se metía en la de enfrente y volvía después de unos segundos por donde había venido dando un sonoro portazo. Fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no pensaba confiarse demasiado. Eran como los perros o los lobos: no solían estar solos.
Volvió a sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era arbitrario, pero... Bueno, vale, era arbitrario y punto.
Se disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.
“Eres ingenua, Kalani”, se recordó, “no te digo más”.
Una vez un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez más.
Avanzó silenciosa por el pasillo, preparada para esconderse en alguna de las habitaciones ante cualquier sospecha. Estaba rompiendo sus propias reglas: aparte de la entrada, su ruta de huida estaba al fondo del pasillo y no era muy sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría que huir.
Deslizó el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la sexta bala sobre el percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un surco de suciedad, mugre y sudor alrededor manteniendo sus ojos siempre limpios.
Giró el picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó.
El hombre sin camiseta estaba mirándola de frente, sobre un colchón enmohecido, dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera porque tenía los codos seccionados, ahora muñones y puntos de sutura. Había una mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, en aquellos momentos no eran detalles en los que ella fuera a reparar. Sin embargo la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida, aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil alcanzarla.
–No te muevas, pringao –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el cañón de la suya.
–No quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.
–Yo sólo quiero estar viva –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño, concentrada y convencida. Kalani se acercó poco a poco al revólver de la mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola en su mochila.
–Mátame –musitó el hombre mutilado.
–¿Q-qué? –se le escapó a Kalani la realidad.
–Mátame, por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, implorando una salvación de plomo ante su agonía.
Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras.
No podía permanecer allí ni un segundo más.
No tenía tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal?
Sujetó con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro.
El retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, ella dio un par de pasos hacia atrás por el impulso.
La sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.
El indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su miembro introducido en lo que ya era un cadáver. No parecía importarle.
Y ella oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.
Se escabulló de sí misma y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella, y salió disparada de allí.
Corrió y trepó y saltó ágilmente entre tejados, verjas y escaleras que se precipitaban al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla.
Aunque dejó de oírles, no paró de correr.
Después de un buen rato, apoyada sobre una alambrada, exhausta, llorando y tratando de recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de agotamiento…
Creía… creía que no se había equivocado.
Así que, aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.