A
Iñaki, porque no dedicarle esto probablemente supondría que el universo se
replegara sobre sí mismo o algo…
Sangre
de demonio:
Ellos siempre habían dormido
plácidamente en primavera.
Hubo una semana
en la que el pequeño Shinta tuvo pesadillas y ella le pidió a su padre, señor
de la aldea de K… situada en tierras del clan de los Toyotomi, que le acogiesen
en su casa aunque aún fuera invierno. Pero Shinta ya tenía once años y sus
pesadillas infantiles hacía mucho que se habían desvanecido en el olvido.
La joven Haruko
había cumplido diecisiete años aquella semana y paseaba bajo los cerezos en
flor junto a él, bajando el curso del río. Hablaban sobre la madre de Haruko, la
cual era en realidad un diablo rokurokubi que se hacía llamar Annaka Itsuki,
casada con un samurái para el cual las normas no significaban mucho y que no
temía a los demonios.
Shinta y Haruko
caminaban bajo los pétalos rosados, siguiendo el sendero junto a los meandros
del río y su fluir.
–¿Tu madre se ha
comido alguna vez a alguien? –preguntó Shinta.
–Ha vivido mucho,
desde mucho antes que mi padre –respondió Haruko.
Siguieron
andando.
–Ta-kun
–interpeló ella–, ¿te preocupa la sangre de demonio que corre en mi interior?
–quiso saber Haruko sorprendida.
–No –respondió
él, que gracias a ella no temía a ninguna criatura.
Eran amigos
desde que Shinta tenía memoria y estaban prometidos.
Su padre le dijo
un día de fiesta en la aldea de K… a Haruko –que por entonces contaba apenas
trece años– que podría casarse con quien quisiera. El mercado, iluminado por
faroles y luciérnagas cantaba y bailaba. Ella dijo “Shinta”, aguardó unos
instantes, “pero él debe estar de acuerdo” sentenció y su madre le dijo a
Haruko que hablara con el pequeño y que cuando lo deseara ella misma se
presentaría en casa de la familia de Shinta –amigos también de la familia Annaka
y tolerantes con sus extravagantes maneras– y tendría una conversación con sus
padres.
Sin duda los
Annaka no eran como el resto de familias.
–Si no hubiera
demonios, ¿cómo podría haber dioses? –preguntó Haruko observando el río bajo
los cerezos, quieta como la superficie de un estanque.
–¿Qué son los
dioses? –inquirió Shinta deteniéndose–. El río, las piedras... –se respondió a
sí mismo pensativo, como si el resto de palabras que había en el mundo fuesen
sólo un sueño atrapado antes del amanecer.
–Los dioses son
demonios –le dijo Haruko decidida, dándole un beso en la mejilla, sincero,
sencillo.
La sonrisa de
Shinta viajaba feliz en medio de su rubor.
Reanudaron la
marcha por la orilla del río y el camino se bifurcó, internándose en el bosque,
siguiendo un nuevo curso bajo innumerables torii
de color rojo, en silencio.
Siempre hablaban.
Solían hablar durante horas cada día y eso jamás había cambiado en años al
contrario de lo que parecía que la vida ofrecía, pero también era cierto que se
sentían cómodos en ese silencio que –aunque fuera en raras ocasiones– creaban
juntos.
Haruko estaba
dispuesta a ser el acero que defendiera a Shinta de todos los demonios, pero
sabía que el pequeño necesitaba sabiduría para comprender aún, para luchar por
sí mismo, porque nadie debía salvar a nadie. Por otro lado no había nadie como
Shinta, Haruko lo sabía y no era tan tonta como para renunciar a él. Él tenía
una mente libre, hasta tal punto que casi parecía de su propia e indómita
familia. Era joven, sí, pero ya era único.
–Tú me tratas
como a una persona, Shinta, no como a una mujer… –comenzó a decir Haruko para
detenerse de pronto, observar lo que le mostraba el bosque y comenzar a correr.
Shinta se detuvo
desconcertado, hacía tiempo que había dejado de pensar que Haruko desperdiciaba
las palabras –como tanta gente le había insistido– y que, tras la obviedad, al
escucharla uno podía sumergirse en la más sencilla sabiduría. Y pese a todo no
podía evitar sentirse confuso cuando la escuchaba, porque ella tampoco le
trataba como a un hombre ni como a un niño, y la escuchaba como si desenvolviera
un regalo.
Salió de su
estupor y se echó a correr.
Haruko observaba
el pequeño templo sintoísta que se hallaba a las afueras de la aldea de T… el
sacerdote Heihachi y su ayudante Sakura estaban muertos. Desde fuera se podían
apreciar rastros de sangre que habían teñido las paredes en el interior del
edificio. Shinta llegó junto a ella.
–¿Habrán sido
demonios? –interrogó él considerando el sacrosanto lugar mancillado.
–Los demonios
nacen del miedo, de los espíritus perdidos de los hombres débiles, sin ellos no
habría hombres fuertes… –comentó Haruko, guardándose el final de la frase para
sí “…hombres fuertes como tú”.
La samurái se
dirigió al interior del templo, cuidando de no rozar la sangre ni los cadáveres
de que manaba, llevando automáticamente la mano a su katana mientras su dedo
pulgar la retiraba de la vaina, sólo un ápice, al tiempo que la otra mano se
asentaba, apoyada con una cauta suavidad sobre el puño de su espada. Una vez
dentro se cercioró de que el templo estaba vacío y relajó su postura. Después se
acuclilló y tocó el suelo con la mano conjurando los poderes prohibidos que se
escondían en ella.
Sintió la
energía palpitando con suavidad en su cabeza, como una corriente cálida tras
las orejas, y cerró los ojos para ver.
Vislumbró entre
ráfagas de imágenes la figura de un hombre empuñando una katana por un segundo,
después un fugaz rostro acerado, el brillo del metal al amanecer, gotas carmesíes
salpicando la madera y el papel.
–No ha sido un
demonio, Ta-kun –le informó Haruko–. Ha sido un guerrero.
–Tenemos que ir
a T… –afirmó Shinta, que ahora se veía más resuelto.
Atravesaron el
bosque y llegaron a la aldea de T…, más allá de las tierras de su padre. Era un
nido de cuervos alrededor de un pozo de piedra y casas vacías y muertas. Los
cadáveres estaban siendo devorados por las plumas negras en el interior de los
hogares, en los umbrales de las puertas, uno incluso estaba tendido en medio de
la calle y había otro apoyado en la piedra del pozo. Shinta contempló aquel
cementerio sin ocultar el asombro que sentía.
–Tú, ¿quién eres?,
responde –ordenó Shinta al reparar en que el que estaba junto al pozo era un
hombre vivo aunque en sus ojos se hubiese desvanecido todo brillo.
–Mi nombre es Kanaa,
ya sabéis quién soy –respondió el hombre arrodillándose ante ellos. Llevaba una
espada y unas pobres ropas de viaje desgastadas, estaba mal afeitado y muy
sucio.
–¿Has matado tú
a todas estas personas? –le interrogó Shinta.
–No. Cuando he
llegado ya estaban muertos –Haruko creía que decía la verdad, al menos no era
el hombre aparecido en sus visiones.
–¿Por qué no te
has marchado? –siguió Shinta.
–Porque he
venido a esta aldea desde tierras lejanas.
–Eres de Ryukyu,
¿verdad? –intervino Haruko–. Tienes un fuerte acento y tu nombre es extraño.
–Será mejor que
os marchéis –repuso el hombre.
–Soy Annaka Haruko,
hija de Annaka Ishinari, mi padre luchó en la batalla de Nagashino, en el bando
de Oda Nobunaga –dijo Haruko–, y no veo por qué habría de abandonar este lugar
si no fuera más que por los dictados de mi espíritu.
El hombre se
alzó, era más alto de lo que parecía y se agitaba turbado.
–Sin duda habéis
venido aquí buscando la muerte –dedujo Haruko. Cualquier otro samurái ya le
hubiese cortado la cabeza.
–No atacáis
–reflexionó el hombre, pronunciando sus pensamientos en voz alta–. Pero la
muerte ya me ha encontrado.
–Explícate –dijo
Shinta.
–Efectivamente
–comenzó a decir Kanaa– soy de Ryukyu pero me casé con una japonesa y fui a
vivir a su aldea. El hijo del daikan de la aldea y unos samurái entraron en mi
casa una tarde y se llevaron a mi esposa, no pude impedirlo –aunque hasta ese
momento Kanaa había mantenido la vista desviada al suelo, les miró–. Al día
siguiente volvió el hijo del gobernador, en esta ocasión solo, y la tomó allí
mismo, delante de mí y ante mis hijos –Haruko envolvió la mano de Shinta en una
caricia y le cubrió con sus brazos, con un cariño que disipaba la impresión,
Kanaa prosiguió su relato–. Yo le clavé un cuchillo en la sien. Cogí su espada
y me marché pensando que quizás perdonarían a mi familia. Huyendo llegué hasta
estas tierras, muy al norte, y hace unas horas he escuchado rumores de que un
hombre de Ryukyu había masacrado una aldea después de matar al hijo de un importante
daikan. He venido porque mi destino me espera y mi familia está muerta. No
puedo seguir segando las vidas de los inocentes.
–¿Por qué no regresaste
a tu hogar en el reino de Ryukyu? ¿Por qué robaste una katana? –quiso saber
Shinta. Haruko posó su mano en el pecho de Shinta, pidiéndole silencio para
aquel hombre destrozado.
El bosque se
onduló en una reverencia a la brisa de la tarde.
–Sólo he visto
esos ojos –comenzó a decir Haruko– en una cabeza cortada y sólo he visto ese
corazón en un niño –esperó uno instantes–. ¿Deseas que te mate y te ahorre la
tortura a la que te verás sometido cuando seas capturado?
Kanaa sopesó la
cuestión.
–No es justo que
también cargues con eso –añadió Haruko con convicción.
–¿Sois dioses?
–inquirió de repente el hombre de Ryukyu, desbordado por aquella consideración hacia
su persona.
–Como tú –repuso
Shinta.
–Hacedlo pues.
Haruko se
preparó alzando los brazos.
Descendieron en
un movimiento exacto.
La cabeza cayó
con un sonido apagado y rojo.
–¿Sabemos lo que
es justo, Haru-chan? –quiso saber Shinta, necesitado de una respuesta que ya
conocía.
–No a ojos de
los demás, Ta-kun –dijo ella mientras limpiaba su katana.
–Cada noche
sueño con otro mundo…
–Yo también, mientras
duermo contigo.
Shinta cogió la
espada robada, para devolverla más tarde a su dueño y aparentar que eran gente
normal, y se marcharon.
El crepúsculo se
internó bajo los cerezos, acompañándoles junto al río mientras hablaban sin
parar.