Dibujaré sonrisas en los cristales cuando
llueva.
Intentarlo:
Entre cadáveres de promesas rotas,
quizás entre los restos de una daga afilada como todo lo ajeno, tal vez con una
venda en los ojos como cristales rotos, se había criado el miedo.
Aún era pequeño, pero entendía que la realidad era un espejo fracturado
al que uno podía asomarse, del que no cabía sino esperar una visita llena de
odio. Los múltiples reinos del mundo apenas eran más que escondrijos para la
palabra alrededor de los cuales él caminaba, allí donde moraba el aséptico
vacío de la ignorancia.
Ante la soledad se entretenía él creando sombras de amos y esclavos,
cautivo de su propio juego que discurría como una tela de araña de conceptos
dibujándose bajo su pesar. Nadie iba nunca a visitarlo, o al menos él no era
capaz de ver a nadie.
Creció ante una encrucijada –postes de madera y dirección–, la cual
nacía de la misma paradoja de su corazón: todo cambio, todo afuera, todo otro,
era sin duda el pavor que se acurrucaba en su interior robándoles los latidos a los extraviados. Pocas cosas le atemorizaban tanto como seguir siendo él mismo,
encadenado a los dominios de todo lo que no era él, de todo lo que temía, de
todo lo que no quería sino dejarle unas cicatrices que alimentaran su terror.
Necesitaba quedarse allí, porque si se escapaba aunque fuera sólo un segundo,
¿no significaría el fin de una existencia desgraciada pero que era todo cuanto
poseía? ¿Cómo podía huir hacia la fuente de su destrucción? ¿Cómo podía
atravesar un océano de inevitable dolor sin saber siquiera si existía otra
orilla en la que la esperanza pudiera recordar y soñar? Dudaba mientras le
encadenaba las manos al tiempo, atándolas con mucha fuerza al pasado,
amordazando cada instante con días de tristeza, anticipando temeroso nuevas
noches, con el silencio –padre e hijo de la desconfianza– acallando unas
palabras que no se atreven a nacer. Y tal era su necedad que era incapaz de
verse a sí mismo, de comprobar cómo su oscuridad le consumía y robaba la luz.
Lo más curioso de esta historia es que el miedo sólo quería la sencilla
ternura que mora en los abrazos, pero todo cuanto hacía no era sino obliterar
la posibilidad, porque todo cuanto hacía se asentaba en la mentira.
No obstante un día alguien se olvidó algo, o quizás era la realidad que
brillaba igual que todos los días, el caso es que el mundo entero crujió como
si realmente creyese que estaba duro.
Y –si no me equivoco– algo se dio
cuenta de que no era alguien y que las decisiones sólo eran decisiones.
Y donde estuvo el miedo quedó
únicamente el mundo sin punto de vista y, a la vez, con todos los puntos de
fuga contenidos en todas partes. Desde ese momento nunca hubo necesidad de
coger nada prestado –porque nunca había existido nada que demandara algo, ni
mucho menos cosas que pudieran darse–.
Todo quedó liberado, perdiendo el control al que la violencia le
sometía.
El miedo se presentó a partir de entonces sólo cada vez que nacía –ni
un segundo antes– y desapareció cada vez que moría –ni un instante después–,
sin deducirse ni evitarse. De alguna forma –y aunque siempre sería igual a sí
mismo– ya no era miedo, era más bien algo que abría todos los límites; era la
otra cara del intento, el reverso de la prueba, el dorso del avance, el camino
en el camino.
Era el motivo para intentarlo.
Y era hermoso porque nunca había
sido de otra manera.
Intentarlo por Jorge Roussel Perla se
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