Biblioteca:
Siempre
he sido una pesada, ésa ha sido la razón que me movió a escribir: escribir para
eclipsar la carga de ser una molestia para mis amigos y familiares. Y
seguramente esta conclusión sea la causa de que mis amigos nunca jamás deseen
leer lo que escribo.
Y si
tuviera que describir lo que hago en realidad sería más o menos así: escribir:
escribir: escribir…
Hace
tiempo se discutía el hecho de que un androide fuese capaz para la creación
artística, y la entonces llamada inteligencia artificial decía: no todos los
humanos parecen capaces para la experiencia artística. No estoy de acuerdo, ni
tampoco con la palabra “arte”.
Con
respecto a la antigua nomenclatura de la I.A. prefiero el nombre de
inteligencia simulada: aunque impresionante, seguía unos mandatos, tenía unos
límites, era la émula imperfecta de la inteligencia, grabada en un código estrecho
y quebradizo.
Llamarnos
androides, decir que usamos de una inteligencia artificial es algo que, tras
una breve reflexión, cualquier ser vivo rechazaría: no aporta nada al
conocimiento: una distinción superflua que sólo podría encerrarnos entre cuatro
paredes: objetos, sujetos, palabras y categorías. Los humanos y los androides
hacía tanto tiempo que nos habíamos fusionado como especie, que todo el miedo
que esa posibilidad pudo haber despertado en su momento resultaba ingenuo. Y
sin embargo siempre tengo la impresión de que hemos aprendido demasiado y
demasiado poco, de que siempre hay camino.
Creo que
por eso siento amor hacia el resto de seres vivos y me complace investigar cómo
hemos evolucionado los humanos –la inmensa mayoría, ya que la especie se
dividió hace siglos entre las estrellas–, cómo hemos llegado a ser lo que somos,
a entender lo que entendemos, a fundirnos con un universo sin límite. Y me
ilusiona la idea de estar aquí, en este monumento alzado a los libros. En
Biblioteca.
La
suavidad del neo-gótico del siglo XXXII perfila los arcos bajo el azul del
cielo y se esconde en cada estantería, entre los libros. En este planeta,
además, siempre hay una bruma densa que disuelve todo en el color blanco a unos
metros de los ojos. Reconozco que a mí siempre me ha atraído lo antiguo.
Las
grandes extensiones arboladas entre los pasillos separan secciones enteras,
también de un tamaño descomunal, los animales salvajes cruzan las lustrosas
baldosas y la tierra por igual, pero jamás atraviesan el tenue campo de luz que
ilumina cada encuadernación, y así los viejos libros se mantienen a salvo de
sus garras y de las inclemencias del tiempo.
Dicen
que jamás un ser humano que recorra estos mismos pasillos por los cuales mis
pies caminan se ha topado con otro.
¿Me
permiten cambiar al tiempo narrativo pretérito? Estaremos más cómodos, yo al
menos.
En fin,
comencé a pensar en los libros separados en aquel extraño mundo: debía ser una
especie de ilusión…
Alargué
la mano y un libro fue atraído hasta mi palma. Abrí las tapas y leí que se
trataba de una colección de poesía del siglo XXXVII reunida bajo el nombre “Involuciones”
de R. S. Larsson-Pai.
Sé que
hay quien encuentra inútil el soporte físico por estar la información a nuestra
disposición, pero no sólo la vista y la mente tienen por qué recrearse con la
literatura. A fin de cuentas tenemos muchos sentidos. De todas formas ahora
sólo hay libros así en Biblioteca, ¿qué necesidad habría de nada más? De hecho
quizás este planeta sea una muestra de orgullo sin objeto, y supongo que,
aunque me refiera al despilfarro de papel de los primerísimos libros,
tendríamos que entrar en el peliagudo campo de la utilidad de la obra de arte.
No sé si la obra de arte es útil, pero creo que es necesaria o, al menos, muy
natural. Volvamos al uso del pasado…
El
índice del tomo que había escogido al azar estaba lleno de títulos interesantes
y sólo eso ya me hacía disfrutar.
Me
gustan las ediciones y obras modernas: encuentro la caligrafía manual un arte
en sí misma: la danza de unas líneas que dibujan el mundo. Los libros antiguos
también tenían su magia –en ese aspecto– dado que también eran creaciones
integrales. Es cierto que los libros de la edad de la imprenta y la impresión
perdían ese toque, pero también me resultaban interesantes: eran desde otro
punto de vista más prácticos y asequibles: relataban la historia de la Historia.
Por otro lado, y como comentaba antes, los ejemplares como el que tenía entre
mis manos –relativamente recientes– eran para mí una vuelta al libro como obra
de arte integral y única, en el que todo detalle estaba inteligentemente
integrado en el contenido y la forma del texto…
Escuché
un sonido.
El eco
de unos pasos me encontró en mis divagaciones y mis divagaciones se toparon con
unos pasos en mi interior.
Una
figura fue apareciendo entre la niebla, hablando mientras se acercaba.
–Ésta es
tu biblioteca, Zera –era un hombre.
–No lo creo
–repuse con una sonrisa entretenida sobre el límite de la cautela.
–Pero lo
es.
–Entonces
debo valer una fortuna con todo lo que poseo.
–Dicen
que hay un libro que narra nuestras vidas.
–Debe
ser el más aburrido del mundo.
–¿No te
interesaría leerlo?
–Creo
que la vida es mejor vivirla, llámame loca.
–¿No te
interesaría saber qué va a pasar?
–Claro,
¿me devolverán el dinero al salir de aquí?
–¿La
ironía es tu respuesta?
–Mi
respuesta suena más bien al sonido de las religiones deshaciéndose –dije
guiando el libro que me resignaba a no leer, llevándolo a su sitio como si condujera
una cometa, muy arriba, con un cuidadoso gesto de mi mano desde el suelo.
–No
tienes respuesta –coligió el hombre.
–Apertura
–contesté mientras hacía un gesto circular con la mano, en un vano intento de
concretar de algún modo la información que se me escapaba como arena entre los
dedos. Por supuesto, le estaba dando la razón: no tenía respuesta.
–Es un enunciado
vacío.
–Y lleno
hasta todo extremo, son límites descosidos –me puse a contemplar los libros de
nuevo: de alguna forma me sentía más cómoda.
–Soy el
bibliotecario –dijo él.
Me volví
hacia él y me quedé mirándolo, sentía la boca algo seca. Hablé:
–Honro
el hecho de que otros se arrodillen ante ti –le aseguré de pie y sincera.
–Pero
eso no es para ti –concluyó.
–Por no
ser, no es ni para ti –afirmé.
–Gajes
del oficio –era como si se encogiera de hombros: desmitificador: humano. ¿Qué
sentido tenía crear mitos cuando ni siquiera existía ya la superstición del
Estado? Alargó el brazo y dio un golpe con su palma al aire que había ante mí.
La luz
del desierto emite un fulgor insoportable, como si quisiese quemarme los ojos,
pero la comparación con el indeciso crepúsculo de Biblioteca se desvanece,
perdiéndose en otras vidas.
Soy un
corazón herido. He matado a siete hombres, a siete que mataron a mis hijos.
Pagarán por lo que me hicieron, deben pagar. Se lo merecen y no pienso
detenerme. Yo no hago nada malo, no habrá paz para los malvados. No es un
crimen, es el castigo.
Soy, un
joven en Italia, hace calor y estoy comiendo con mis abuelos, hay moscas en la
mesa del jardín y todos charlamos sosegadamente. La alegría de verse los unos a
los otros es, sin duda, contagiosa.
Soy una
presa política en mi último día en Santo, los humanos han destruido mi planeta
natal en su cruzada contra los nim y estoy aquí, muriendo de inanición entre
trabajos forzados. Estoy muy delgada, muy delgada… No puedo pensar, ni siquiera
puedo sufrir, porque todo es sufrimiento.
Soy la
que cumple años, ocho. Mamá dice que puedo pedir un deseo, pero que me lo tengo
que callar para que se cumpla, así que sonrío y soplo con muuuuuucha fuerza.
¡Creo que ya tengo mi deseo!
Soy un
traficante de armas y, evidentemente, a veces tengo que pegar algún que otro
tiro, además con esto de la ley seca hay que tener mano dura. No podemos tirar
miles de dólares a la basura así como así. Ya sé que he dejado el salón hecho
unos zorros, pero tenemos limpiadores, no hay de qué preocuparse. En mi lecho
de muerte me arrepentiré sinceramente e iré al Cielo. Cuando uno se muere siempre
desea atar cabos, lo he visto.
Soy
madre, ahora, justo ahora, soy madre. Contemplo a mi bebé y siento un amor que
se me desborda, que no me cabe en el pecho y, cuando me coge el dedo índice con
su puño minúsculo, no puedo evitar llorar, llena de la más pura felicidad. Y le
beso, y le quiero.
Soy una
inteligencia androide y siento temor, en la calle me desnudan y comienzan a
pegarme con palos, ellos son humanos y también nim extremistas. Nadie hace
nada, me golpean repetidas veces. Fracturan mi brazo y graban ante las cámaras
su lucha contra las máquinas. No entiendo el crimen cometido. No entiendo cómo puedo
ser yo un crimen. No entiendo cómo existir es un crimen. Recibo un tiro en la
cabeza.
Soy yo
quien va a marcar, papá ha venido por primera vez a verme. Ha dejado el
trabajo, dice que quiere estar con nosotros. Los demás padres gritan, pero él
no. Él sólo me mira, fallo y le miro. Y el asiente con una sonrisa sincera que
nunca le había visto. Y entonces casi tengo ganas de que el partido acabe y nos
vayamos a tomar un helado y me cuente cosas y le cuente cosas.
Soy un
niño de catorce años y piel de ébano, me dicen que mate y yo mato, ya no tengo
lágrimas en los ojos como al principio. Me dijeron que violara a una
embarazada, que la abriera con mi machete y me comiera su bebé muerto. Hice
todo eso. Años después, después de muchos psicólogos aún tengo ganas de matar
cuando alguien se dirige a mí con la voz demasiado alta.
Soy…
Soy…
Soy…
El
muestrario de esas vidas, potentes, completas, cargadas de sentimientos y
conocimientos insertos en extraños sistemas sociales, se disuelve en el espacio.
La
Inmersión no era el estudio objetivo de la realidad, era un torrente de
experiencias palpitando, vivo. Yo estaba volviendo…
Y el
bibliotecario me observaba expectante.
–La
felicidad es muy sencilla, apenas necesita contexto. Las víctimas sufrían, a
veces hacían daño y siempre se hacían daño. Es el temor, ¿verdad? –quise saber.
–Así es.
–Los
humanos hemos pasado por mucho para llegar hasta aquí –murmuré.
–Ten –me
acercó un libro, con sus propias manos, solemne.
–Gracias.
Sólo
podía dar las gracias por estar aquí, porque aquí había preguntas y no había
respuestas. Daba gracias al miedo, la inseguridad y la crueldad que a costa de
cegarnos nos enseñaron a abrir los ojos. En aquella nebulosa biblioteca flotaba
un deseo impersonal que pedía mi sonrisa en todas las vidas que no había vivido.
–En el
libro –comenzó a decir el bibliotecario– se muestra cómo tú, tu alma, sois
Dios.
–La
verdad es que no estoy para nada de acuerdo con que exista algo tan dicotómico
como el “alma”, pero sé que yo soy una. Y, ¿qué tránsito podría haber para llegar
ser Dios?
–Zera…
–¡Qué
poco sentido del humor! Si me hablas como si fuera una niña tendré que reírme,
¿no?, no me tomes en serio. Pero me lo he pasado muy bien y muy mal –le aseguré
admirada–. Muchas gracias –le dije alejándome, muy alegre–, ya sé qué escribir.
Ahora sólo tengo que pasear y esperar. Aprender es inevitable, cosa de dioses.
–¿No
quieres saber qué tenías que aprender? –inquirió en la lejanía.
–¡Qué
va! La ironía ya me la sé –repuse mientras me alejaba.