La historia de Bjorn:
–Vivimos en las ruinas de una civilización –declaró Bjorn.
Vivían en las ruinas de una civilización. Moraban entre los
vestigios que seguían el camino de lo que pudo ser. Además, en aquel preciso
momento estaban resguardados por los muros de una antigua catedral de
proporciones colosales y semiderruida, de forma que aquel enunciado adquiría un
cariz significativamente gráfico.
Su interlocutora le miraba fijamente, hacía tiempo para que él
siguiese hablando y aprovechaba para comerse el filete que tenía delante.
–Debió de resultar majestuosa –comentó Bjorn, dejando la
piedra de amolar de su compañera a un lado para coger el asa de la jarra de
cerveza que compartían.
–¿Qué? –quiso saber ella parpadeando, hablando con la boca
llena e intentando espantar a un par de moscas muy ambiciosas que se habían propuesto
secuestrar su filete. Una se posó en la mesa, cerca de Bjorn, pero estaba tan pegajosa
su superficie de bebidas derramadas que éste no estaba dispuesto a intentar
exterminarla con una palmada.
–Esta catedral –repitió él lamiéndose la espuma de los
labios, describiendo un pequeño arco con la mano de la jarra–. Debió de ser…
impresionante.
Aún lo era: aunque agrietada, sin apenas vidrio en las
vidrieras y con medio tejado derrumbado, contenía en su interior un pequeño
asentamiento humano. Las casas aprovechaban las paredes de piedra como apoyo
para las restantes de madera y los techos de paja y turba contenían las aguas
cuando llovía. Había un pozo y tenían un terreno cercado contiguo al ala oeste,
a salvo de monstruos y demás depredadores.
Pero ella, Nara, no entendía nada de las construcciones
humanas y, a juzgar por algunos episodios de su vida, las construcciones
humanas tampoco la entendían a ella.
En cuanto a la gente, hablar de recelo hubiera sido
eufemístico, casi todos la miraban con odio y desde luego nadie trataba de
ocultar su desconfianza. Si su compañero no hubiera sido humano, la habrían violado
y matado. Quién sabe si en ese orden. Tenía unos rasgos angulosos, casi
afilados, era bajita y anormalmente delgada, y tenía unas enormes orejas
puntiagudas que le caían a ambos lados de la cabeza. Ella consideraba que no
era una chica agraciada, pero a Bjorn –y a casi cualquier persona– le resultaba
irresistible.
A Nara le encantaba de él que fuera alto y atractivo. Y le
gustaba perderse contemplando esas ojeras que, por alguna razón, relacionaba con
un tipo estudioso. Y sus ojos marrones tan… humanos. Aunque, al igual que él, concebía
el físico como un mero adorno.
Las antorchas iluminaban la noche y el hedor de sangre
rancia invadía el recinto. Hacía un par de semanas que entre los dos habían
cazado a un Bicéfalo escamado –a cambio de una recompensa demasiado baja para
sus estándares habituales– y los restos del cuerpo inservibles se descomponían
sobre la tierra en barbecho, al otro lado de los contrafuertes. Aun así, el
olor llegaba hasta ellos saturándolos. Por otra parte ponerse a comer al lado
tanto de la taberna como de la carnicería, con la mezcla de aromas que aquello suponía,
tampoco había resultado ser una buena decisión. No podían asegurarlo, pero
probablemente se encontraban en una especie de epicentro de pestilencia.
–Tío, ¿cómo conseguiste averiguar quién había matado al
señor Harmack? –quiso saber Nara sin quitarle la vista a su pareja de espadas,
una medida que, rodeada de gente poco élfica, siempre era conveniente revisar.
–Encontré su cabeza.
–Ah –asintió ella.
Bjorn era un nigromante y podía, por ejemplo, hablar con
cadáveres, además de fabricarlos y/o animarlos de muy diversas maneras. La
nigromancia como tal era una rama de la magia controvertida cuando menos y a
cualquier adepto podía costarle la vida por los más diversos motivos… aunque
uno bastante frecuente era el nutrido grupo de intersección que existía entre
la gente con prejuicios bien definidos y la gente con acceso a horcas y
antorchas.
–Pero ya sabes que los cadáveres, estrictamente hablando, en
fin… no hablan –siguió Bjorn. Los muertos sólo eran capaces de comunicar los
últimos minutos de vida, por supuesto sin emplear las cuerdas vocales; no
parecía que hubiese almas de ningún tipo tras las palabras de humo dibujadas en
el aire–. ¿Y tú cómo conseguiste pillarlos a los cinco? ¿Es que fueron de uno
en uno? –indagó él entre risas.
–La verdad es que no eran los cuchillos más afilados del
cajón, ¡y menos en el bosque!, puse una trampa en el camino y… ¡cayeron dos!
–lo recordaba riéndose–. Menos mal que no tuve que matar a ninguno, habría sido…
Además una elfa… Yo vuelvo a cazar monstruos, nada de gente –anunció
acurrucándose sobre el regazo de Bjorn.
–Pensaba proponértelo –dijo distraídamente–. Con los
monstruos uno sabe a qué atenerse –añadió contemplándola con un infinito cariño
en los ojos.
–Cuéntame una historia, anda –le pidió ella acaramelándose–,
las conversaciones de estos paletos me dan escalofríos.
Y es que los lugareños comentaban alternativamente rumores procedentes
de lugares remotos y extraños:
–¿Pero qué dices? ¡Todo el mundo sabe que los reyes son
buenos!
–Pero éste es un impostor.
–Ah, coño, un impostor….
–Ya andaba yo pensando…
–Si es que… no te fíes de gente con ojeras, que lo digo yo
siempre.
Bjorn se volvió hacia Nara con cierta preocupación:
–¿Sabrán que el corazón atómico de la mayoría de los
monstruos se colapsa al reaccionar con un campo de neutrinos apropiadamente canalizado
a través de un báculo como éste? –dio un par de toquecitos en el suelo con el
bastón.
–Ya salió el doctor “Pedanto” –se rio ella–. No creo que
sepan lo que es la Universidad de Oxenholm ni en qué dirección se encuentra, ni
creo que sepan cómo se deletrea la palabra “Oxenholm” –dijo fingiendo
extenuación–. Bueno… ni la palabra “universidad”. ¡Y tú dices que vivimos en
los restos de una civilización! –se indignó Nara entre ironías.
–¡Y es verdad! –se quejó él siguiéndole el juego.
–No, son los restos de tu
civilización. Los elfos nos haremos abrigos con vuestras pieles: Antropología
de las subespecies dos. ¡Toma ya!
–Qué pedagógico –él dio otro sorbo de cerveza.
–Didáctico incluso –la sonrisa de Nara era contagiosa.
–Ya no hacéis eso, ¿verdad?
–Hombre… –la elfa se encogió de hombros titubeando– todo es
ponerse –finalizó con determinación–. Al menos hasta que dejéis de llamarnos
“subespecies”. –aclaró riéndose–. Oye, ¿no me ibas a contar una historia? –quiso
saber su sonrisa–. Y déjame la cerveza, que te la acabas tú toda, gordaco.
¿Nadie te ha dicho que compartir es vivir, joder? –cogió la jarra de entre sus
manos, con una suavidad a la que Bjorn pensaba que afortunadamente jamás se
acostumbraría.
–¿Puedo contarte, en vez de una historia, el esbozo de lo
que trato de escribir?
–¡¿Que sabes escribir?! ¡No jodas! –soltó simulando sorpresa
y llevándose las manos a la cabeza.
–Mira que no te lo cuento –le amenazó él.
–Mira que no te lo cuento –repitió ella modulando la voz
infantilmente.
–Pues quiero escribir una historia empleando un lenguaje,
digamos… arcaizante que trate de dos personajes y un destino intermitentemente trenzado…
–Pues quiero ser un pedante que escribe cosas pedantes y bla,
bla, bla, pedantería, bla, bla… –se burló ella de nuevo, esta vez agravando la
voz.
Él guardó silencio obstinado: intentaba parecer alguien que podría
estar dispuesto a cumplir su amenaza y, sobre todo, a no reírse.
–Perdooooona…. –se disculpó la elfa sonriendo.
–Vale, pero me abrazas tú ahora.
–¡Vale! –le envolvió animada con sus brazos–. La verdad es
que me he resultado casi cansina a mí misma –hizo presión con sus pechos en la
espalda de él de forma exagerada, casi teatral, y ambos se rieron.
–Quería –comenzó a decir el hechicero– contar la historia de
dos personajes que hacen el amor. Basada en nosotros dos, claro.
–Entonces es porno del bueno y eso me gusta, Bjorn, pero,
¡venga, tío! –le espetó entretenida–. Nos pasan un montón de… de… movidas
alucinantes y todo eso. ¿Te acuerdas del monstruo de Olacile?, era enorme –le
recordó– o… ¡de nuestro asalto al campamento del valle Dolina! –exclamó emocionada.
–¿Asalto? –repitió recordándolo entre risas–, ¡anda coño!
–Bueno, ¿y de ese par de idiotas que intentaron
secuestrarme? Vale, esa no es una historia demasiado buena, pero… –bajó el tono
y comenzó a susurrar–, pero matamos a un jodido dragón, tío. No nos pagaron y
toda esa mierda…
–La verdad es que fue una seria putada –convino él.
–Sí, pero lo matamos porque más vale maña que fuerza. No te
niego que me das una cantidad y calidad de orgasmos épica, pero –él posó el
dedo índice en los labios de ella– boddiad edcdibid…
–Puedo escribir esas cosas más tarde si me apetece, ¿no?
–Bueno, mirado así… –sopesó la situación arqueando una
ceja–. ¿Ella puede tener barriguita? Me encantan las mujeres con barriguita,
puedes apoyar la cabeza y está blandito. Los elfos somos plumas en perpetua
caída.
–Vale –concedió el nigromante.
–Dime algo de lo que se te haya ocurrido, va.
–Sólo tengo una ligera idea: que el acto revista una forma
ritualizada y, ya sabes, que terminen a la vez como es costumbre –ella asintió,
eso también le gustaba–. Aparte tengo conceptos en la cabeza –comenzó a
explicarse moviendo las manos en círculos–: trazos, ideas y frases sueltas…
–hizo memoria–. “Y perdido más allá del placer, de la ternura y la comunión, me
abrazo a tu cuerpo trémulo sobre el nacimiento de un gemido, surcando un tú y
un yo que no somos nunca más, desapareciendo tras el velo del tiempo, porque
nunca hubo dos almas donde hubo un amor” y “los orgasmos resbalan por tu
garganta intentando trepar a tus labios, desesperados”.
–Es precioso –musitó Nara con las palabras perdidas de los
sueños–, lo que escribes… es precioso.
–Gracias.
–Le hannon –repuso ella a su vez.
–¡No me des las gracias, hombre! –se quejó ruborizado.
–¡Claro que sí!, está guapísimo. Pero tienes que hablar de
tu pene –aseveró su compañera señalándole.
–Ya lo tenía pensado…
Contemplaron la noche, en silencio, sólo por un momento.
–Parecemos gilipollas –resolvió él entre risas.
–Me encanta poder ser todo lo gilipollas que quiera contigo
–ella sonreía y le abrazaba con más fuerza–. Gilipollas hasta el infinito –su
mano describió una recta sin fin.
–Hasta el infinito más uno –siguió él.
–¿Hasta el infinito… más… dos? –se aventuró ella.
–¡Anda, flipá, eso no vale! –protestó él divertido.
–¡Entonces hasta el infinito al cubo!
–Mira, pues ahí me ha pillao.
–Qué pasao –dijo ella riéndose, junto a él.
–¿Pasao yo? –bufó Bjorn.
Sonrieron.
–¿Sabes qué? –dijo Bjorn apoyándose un poco en ella–, admiro
la forma que tienes de luchar.
–Le hannon. Creo que al hacer el amor se puede hacer lo
mismo: ser efectivo en aras de la vagancia. No digo que sea la opción más
perfecta ni que uno no pueda deshacerse en florituras, que eso no es tan
fácilmente cuantificable ni en términos de vaguedad ni en términos de vagancia
y además suele apetecer –le aseguró Nara–, pero me gusta hacer las cosas así.
En realidad intento dar lo mejor de mí misma y me concentro mucho para ser el
movimiento justo. No somos distintos en absoluto. Por eso me gustas. Y si no,
me gustarías por cualquier otra cosa.
–¿Y decidirías, dependiendo de la cosa, esto de estar
conmigo y tal?
–Sí, nadie es perfecto. Yo no lo apruebo todo.
–Entonces me consientes mucho –bromeó él.
–Yo no te consiento nada –bromeó ella.
–Tienes razón, no hay salvados.
–Ni salvadores –añadió Nara.
Respiraron hondo, disfrutando de la noche.
–¿No crees que la gente se rallará? –quiso saber la elfa de
pronto–. Es decir… en realidad no pasa nada, ¿no? En el sentido de que no hay
inicio, nudo y desenlace en tu historia. Porque, bueno… porque no hay historia.
–Pero lo cierto es que sí que está pasando algo: el mundo
que podría estar desquiciado vibra apacible siendo, en la eternidad del momento,
la felicidad de dos personas, dos personas que se aman y, sobre todo, que lo
pasan bien amándose.
–Me gusta –Nara se relajó aún más–. ¿Pero los escritores no
escriben sobre la tristeza, la soledad y cosas así como para rajarse las venas?
Ya sabes… fracaso, denuncia social, monstruos híper-desarrollados tanto
figurados como literales, inteligencia frustrada y todo ese rollo.
–Podría ser… ¿Cómo voy yo a saberlo? –inquirió él mordaz.
–Buena pregunta –se rieron.
Se miraron.
Se besaron.
–Historias en las que no pasa nada… –murmuró Nara mientras
miraba las estrellas.