Entre noches de luna nueva…:
Hacía frío, tanto que le
daba la sensación de que la nieve casi estaba caliente afuera: el fuego rojo de
las brasas que se abrían en el centro de la taberna no la calentaban y las
antorchas parecían sólo otorgarle su luz, olvidándose del calor, abandonado en
alguna otra realidad. Y ella, Talvikki, sentía algo en el corazón, un dolor con
cinchas de cuero que quería cabalgar en su alma. Nunca se había sentido así y
las preguntas que no sabía formular se agolpaban frente a su cerveza.
Se sentaba sola, porque aquél con quien quería estar no
podía entrar allí. Sabía que si miraba por la ventana vería unos ojos
amarillentos atravesando la noche. Y tal vez no fueran los que su imaginación
en su juego creaba, lo cierto era que él también se sentía intranquilo. Algo
iba a ocurrir y ambos eran capaces de olerlo en el aire, él entre los susurros
agitados del bosque y ella en el inquieto ajetreo del pueblo.
Y por supuesto el hecho de que se hubiera puesto precio a
la cabeza de su querido licántropo resultaba revelador.
Las puertas de la taberna crujieron al abrirse, una
capucha de un marrón que tal vez hubiera sido rojo en tiempos entró, imponente
mientras el viento se recogía ante ella. Todos se giraron para verla pasar,
también Talvikki.
Bajo aquella capa nevada resonaban unos pasos imperiosos
y fuertes que se dirigían al centro de la sala. La figura, que cargaba con un
enorme tahalí a la espalda, extendió una mano mostrándoles a todos un papel con
el dibujo de un monstruo y una cifra desorbitada.
–Le daré muerte –sentenció la capucha roja con voz de
mujer–. Y vosotros diréis que ha sido Punahilkka quien ha puesto fin a la
existencia del Carnicero de Lahti –esos ojos azules parecían sonreír mientras a
Talvikki se le congelaba el tiempo en los suyos.
Talvikki había oído ese nombre con anterioridad, junto a
rumores y leyendas sobre la muerte del temible lobo que amenazó la región de
Heinola. Se levantó aterrorizada, escondiendo la mirada bajo su pesar. Pietari
la esperaba al otro lado de la barra, tenía una cerveza que cobrar.
–¿Hoy no cenas? –quiso saber un Pietari más extrañado de
lo habitual.
–En casa –dijo escueta Talvikki buscando respuestas en la
preocupación que se le derramaba por el suelo.
Aunque Talvikki hubiese intentado dormir, la angustia no le
habría dejado. Había esperado pacientemente a que el pueblo entero se acostara.
Después aguardó un par de horas más, recelosa de los planes del destino,
refugiada en sus desvelos. Temía ser una hoguera en la oscuridad, un señuelo,
una presa herida dejando un rastro de sangre tras de sí. Así que esperó en su
cabaña quitándose los puñales de las horas que se clavaban en su espalda. La
noche le pesaba eterna…
Más tarde echó a andar. Ocultaba sus huellas en el bosque
bajo el auspicio de la luna menguante, y su silueta se recortaba contra un tenue
brillo blanco en la noche. Estaba cansada, pero no había sueño en el cual
reposar, no para ella. Debía seguir adelante. Se anticipaba a sí misma como la
punta de una flecha de cedro, clavándose en aquella extraña. Y aquel
pensamiento le provocaba pavor.
Tenía que encontrar a Ilmarinen, su lobo, pero no podía
aullar al viento su nombre pues sería arrastrado lejos, quizás a oídos que no
debían escucharlo. No podía dejar que se llevara el aire su deseo de vida dejándola
a solas con aquella parca de capucha roja.
De momento nadie la seguía. Los humanos eran ruidosos en
el bosque, ninguno sabía caminar como ella, ella no llevaba perros ni trineo,
aunque aquella noche avanzar no le era fácil: la oscuridad apenas dejaba
espacio para nada más. Los animales salvajes aguardaban al verla pasar, pero el
bosque no callaba ante su caminar. Ella no detenía la vida, ni siquiera cuando
la flecha atrapaba a su presa. Ella era la misma cacería. Y ahora trataba de
que Ilmarinen diera con ella. Él olería su preocupación deslizándose entre los
árboles, impregnando la resina y la savia, haciendo crujir la nieve.
En cualquier caso tenía que dar con él antes de que lo
hiciera aquella encapuchada, advertirle, ponerle a salvo. Había visto una
hoguera en la lejanía, confiaba en que no fuera él, en caso contrario serían
las primeras llamas a las que recurría Ilmarinen desde que ella le conocía.
Le vio, humano y desnudo, a través de las ramas cubiertas
de nieve, junto al fuego. Talvikki deseaba apagar las llamas de un soplido,
deseaba decirle que la oscuridad de las sombras había de ser su refugio.
–No es tu culpa, Talvikki. Recuérdalo: yo he encendido la
hoguera –señaló él. La extrañeza se fugó del rostro de la cazadora tan rápido
como llegó a él la más contrariada comprensión, Ilmarinen asintió y siguió
hablando–. Bienvenida al bosque, Punahilkka –aquel nombre reverberaba sobre sus
cuerdas vocales, arqueándose con la tensión de la memoria convirtiéndose en
tiempo y con un extraño tañer de melancolía, apenas audible pero presente.
–¿La conoces? –se asombró Talvikki.
–Si la conozco tan bien como creo, habrá venido hasta
aquí para matarme.
Punahilkka apareció de entre los árboles, describiendo un
círculo con su caminar alrededor de ellos, como una predadora midiendo a su
presa.
–No te culpes, Talvikki –le instó la encapuchada a su
vez, deteniéndose y mostrando un mandoble que se agitaba ahora entre sus
ropas–, como dice Ilmari, le hubiera hallado de un modo u otro, aun sin que se
hubiera expuesto. De hecho –siguió mirando ahora a Ilmarinen–, yo te encontré
primero.
–¿Es el despecho el que empuña tu acero? –inquirió él.
–¿Crees que albergo motivos ocultos? –interrogó ella con
sorna y cierto tono de reproche. Talvikki les miraba alternativamente,
imaginando historias por detrás de las palabras.
–¿Es el miedo lo que te acorrala contra tu ira? –insistió
él.
–Sólo tú podrías ser tan romántico –se burló ella.
–Tal vez yo esté en un error, pero sólo tú podrías estar
tan ciega.
–Eso haría que sintieras una cierta retribución por parte
del destino, ¿verdad? ¿Te sentirías cómodo si mi soledad me instigara y mi
arrepentimiento me recibiera? –él negó con la cabeza.
–¿Eres feliz, Punahilkka? –le preguntó Ilmarinen, había
verdadera preocupación en su voz.
–No importa ser feliz, importa acabar con la pesadilla
del recuerdo –repuso la tristeza que se cubría con los retales de otro tiempo
en los labios de la encapuchada.
–Siempre temiste incluso las consecuencias de tus
decisiones.
Punahilkka comenzó a gruñir y a gemir, revolviéndose y
creciendo bajo sus ropas que se rasgaban entre tirones, al tiempo que ella
misma palpitaba, odiaba y aullaba, hasta que aquel mandoble se tornó una espada
en sus manos. El fuego crepitaba danzando como luz entre sombras. Cuando una
mole como un lobo antropomórfico se alzó ante Ilmarinen, éste tan sólo dijo:
–La violencia es el último recurso del que dispone la
cobardía, es la hija maldita del miedo.
Contestó el rugido de una bestia.
Y la bestia preparó su hoja y Talvikki tomó el arco que
tensaba su corazón. La cazadora tenía el pánico temblando ante sus manos,
delante de la punta de la flecha que, insegura, le susurraba al oído vientos de
negación. La certera Talvikki sentía un miedo que la atrapaba, apresándola
contra el sueño de la noche, un miedo que provenía de un tiempo anterior a los
humanos, un miedo que nacía tras la decadencia de la edad de los monstruos. Y
se sentía a sí misma lejana, llorando.
No podía concentrarse y era incapaz de disparar. No podía
difuminarse en el tiempo del bosque; cada una de sus pulsaciones, familiares
como su propia respiración, habían desaparecido, escabulléndose tras la corteza
de los árboles.
Ilmarinen, de pie, recibió un espadazo que cercenó su
cabeza.
La sangre alimentó la nieve con un baño rojo, en una
ofrenda de muerte al invierno de la mano de la más absurda necedad.
Y de la realidad de Talvikki sólo quedó el eco de sus
latidos rotos.
Y sus lágrimas de terror se ahogaron en las de tristeza.
Resbalaban aún por sus mejillas cuando su mano rozó el
carcaj, cuando la furia guio sus brazos mientras el tiempo se contraía de
dolor, cuando la rabia soltó la flecha que impactó en ojo derecho de
Punahilkka.
Y aquella bestia aulló, se arrancó la flecha y su ojo, y
galopó hacia Talvikki veloz, y sus garras encontraron el tórax de la cazadora que
se estaba derrumbando ante su propia ira, contemplándose como un error. La loba
la empotró contra el tronco de un árbol, derribándola. La nieve cayó. Y
Talvikki sintió el sonido de costillas rotas en su interior, la punzada gélida
del hueso quebrado.
A cuatro patas, contra el suelo, la cazadora gemía,
intentando alzarse sobre el sufrimiento en vano, mientras se aferraba al daño
en su pecho con su mano izquierda y escupía sangre.
Punahilkka tomó distancia y la examinó al tiempo que caminaba
a su alrededor. Después recuperó su aspecto de mujer y observó a Talvikki arrodillándose
ante el dolor. Sopesaba su mandoble considerando la opción de darle uso.
–Te he hecho un regalo, Talvikki –dijo finalmente esa
loba con forma humana y vestimenta desgarrada, clavando su espadón en la tierra–.
Deberías estarme agradecida por la claridad que distinguirás en la oscuridad
total sin necesidad de linterna alguna –uno de sus ojos era un coágulo de
sangre cicatrizando a una velocidad sobrenatural.
–Quieres borrar tu pasado –gruñía Talvikki–, pero el
olvido siempre sigue el rastro del tiempo –intentaba levantarse y volvía a
caer.
–Y en cierto modo, te doy la razón –le confesó mientras
se calentaba las manos junto al fuego–. Cuando llegue la luna llena, ven a
buscarme –tomó su arma.
–Eres una estúpida –le aseguró Talvikki logrando erguirse
finalmente.
–Te recibiré con esta espada de plata –Punahilkka la
envainó en su tahalí, se dio la vuelta y echó a caminar.
–Eres… –Talvikki comenzó a vomitar y su herida empezó a
arder lacerante, poco a poco. Y esa piel que sentía desgarrada por el
sufrimiento y la impotencia devoró su mundo en una noche.
“Eres una persona
triste”.
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