“Mientras estamos dormidos en
este mundo, estamos despiertos en el otro”.
SALVADOR DALÍ.
Buscadores de palabras:
Me levanté con un terrible pensamiento rondándome junto
al despertar: “el mundo hoy está un poco más muerto”. Así de simple, así de
crudo. Era un pensamiento seco, como si fuera producto de una erosión
inevitable, sólido, inamovible e impenetrable, descorazonadoramente macizo. Un
pensamiento que en definitiva ya había caído ante la lámpara de una reflexión
infructuosa. La resaca tras una noche de abstinencia.
Expulsé el humo de mi
cigarro, hoy teníamos caso.
El primer paso era siempre el mismo: una búsqueda
rutinaria y minuciosa por los diccionarios, porque a veces –sólo
a veces– las palabras se habían refugiado en su interior como si fingieran ser
cadáveres o criminales –en ocasiones incluso se escondían en lugares que no les
correspondían–. Pero, para ser sincero, eso apenas ocurría.
Claro que había que asegurarse, al fin y al cabo somos
profesionales de la investigación, el aburrimiento es casi preceptivo.
El caso anterior había sido complicado: sinceridad. Ésa fue la palabra desaparecida, la verdad es que
durante aquella semana se notó su ausencia. Por supuesto que había palabras
como honestidad o franqueza, pero no eran la pura sinceridad. Teníamos suerte
si un pequeño porcentaje de esas palabras desaparecidas u olvidadas eran como oligofrenia: empleada en un contexto
específico que delimitaba la búsqueda, divertida, sonora y totalmente incapaz
de no llamar la atención. Claro que pedirle a una palabra que se estuviese
calladita nunca podía ser algo demasiado inteligente…
Nos montamos en el aerodeslizador con destino a la Planicie
de la expresión. El sol quemaba las grietas que se abrían sobre el desierto y
los árboles retorcidos y secos se erguían en rebeldía contra el texto.
Y yo no dejaba de pensar en aquella mujer columpiándose
sobre los relojes, Elli, que pensativa nos había ofrecido una recompensa
exorbitante. Y no dejaba de darle vueltas a sus últimas palabras “el problema
es que creo que no es un término como tal, que no es una palabra al uso, pero
es…”, se quedó en blanco tras pronunciarlas, bloqueada en medio de una frase
que se desvanecía en su génesis. No podía continuar y sus ojos pedían una
respuesta. Ella no tenía miedo, sólo estaba confusa, pero a mí había algo en
todo aquello que sí me inspiraba un profundo temor. Respeto, decían los ancianos. Yo no usaría esa palabra: el respeto
me lo inspira la gente respetable, no las situaciones que me dan escalofríos. Y
había algo en todo aquello que no me cuadraba en absoluto.
Aunque durante días no habíamos encontrado nada que pudiera
describirse como una pista –siquiera como un indicio–, unos rumores que no
resultaron baratos nos susurraron el lugar en el idioma de los óleos anegando
la fantasía: la Torre de la golondrina, más allá de la Planicie de la
expresión. No me gustaba jugarme la vida por rumores, aunque les hubieran
puesto un precio muy alto y aunque ese precio jugara a ser la ilusión de que la
información era realmente útil.
Basia conducía, llevaba gafas de sol y una camisa hortera.
–Se dice que la Planicie de la expresión es segura por la
noche –comento recordando una partida de billar, unos labios llenos de picardía
y un whisky que no me hizo olvidar tantas cosas como me hubiera gustado.
–Se dicen muchas gilipolleces, por eso nosotros buscamos
palabras perdidas –me contesta ella sin apartar la vista de la carretera–. Puedo
poner música, si quieres –dice mirándome de reojo, sabe que he tenido un mal
despertar. Ella siempre lo sabe.
–Muchas gracias, pero lo estoy dejando.
–Intentas darme la razón –me espeta riéndose.
–Falta algo –le aseguro.
–Nunca paras de trabajar –la afirmación se le resquebraja en
los labios.
–Se ha roto, lo notas –también en los míos.
–Joder… sí que falta algo –se da algo de tiempo y vuelve a
intentarlo–. Nunca paras de trabajar ni en el trabajo… –se esfuerza en decir,
pero parte del mensaje se pierde antes de rozar la realidad, desfragmentándose
en imposibles. Después ella se queda en silencio, pensativa.
Falta sátira, falta filosofía, ironía y curiosidad. Falta
amor y falta vida. Y Basia aguarda cavilando entre posibles como manantiales y
escaleras de imposibles que se cruzan por doquier. Y reflexiona porque se
muerde el labio y se muerde el labio porque reflexiona.
Llegamos a la Planicie de la expresión, donde moran esos
extraños gigantes que arrojan letras a lo lejos –generalmente allí donde haya
algo que se parezca a gente–. Un territorio inhóspito, arrasado por letras
capitales de un tamaño que a nadie le acaba de convencer –exceptuando por
supuesto a los atareados gigantes–. Basia conduce bien y es una maga
escribidora, no tenemos de qué temer. Aún no.
Poco a poco los gigantes se van perdiendo en el horizonte de
los desiertos y llegamos ante un árbol nudoso y negro como el carbón. Y, sobre
todo, llegamos ante una torre, azul y alta como una aguja recortándose contra
los soles.
Basia detiene el aerodeslizador. Nos bajamos. Cuando pone un
pie sobre la arena la argolla de su muñequera de hierro comienza a vibrar en
contacto con los vientos blancos que están por llegar.
–¡Ponte detrás de mí! –me ruge contra el viento, mientras el
color blanco va llevándoselo todo, mientras va barriendo el paisaje y va
engullendo la realidad–. No son palabras
–recita ella mientras crea un círculo sintagmático en cuyo interior estamos a
salvo–. No son palabras, son promesas y
recuerdos que usamos cuando el camino se esfuma, cuando desconocemos el mundo. Son
el círculo al que le robamos el tiempo, el mismo tiempo que sólo devolveremos
con nuestra vida –el hechizo que trazan sus manos y sus cánticos nos
protege del color blanco. Yo cojo mi pincel y, sobre ese lienzo que es el mundo,
murmuro mis plegarias y dibujo y pinto las cosas hasta que éstas, conjuradas,
deciden regresar. Y respiro hondo al acabar. Y me digo:
–Hay algo obvio que nos ha faltado desde que comenzamos a
investigar –lo saboreo, pero aún no sé qué es.
–Explosivos –señala ella contrariada porque, de nuevo, no
logra decir lo que se propone.
Miro la torre y pienso en lo que habrá en su interior… De
repente mi cabeza estalla en un aluvión de ideas haciendo equilibrio sobre lo
evidente.
–¡Pero qué idiota he sido! ¡Los ojos de Elli no pedían una
respuesta, pedían una pregunta!
–¡El puto signo de interrogación! –recuerda Basia llegando a
la misma conclusión–. Me cago en la puta… ¡con razón estábamos diciendo cosas
sin gracia, ¡yo quería preguntar! –me abraza con alegría, sonríe–. Aunque
estamos en el culo del mundo…
–Pero al menos ahora ya sabemos a qué le estamos siguiendo
la pista –digo animado.
–Espero que se haya escondido por aquí –dice revisando el
aerodeslizador–, en serio. No me apetece nada tener que irme al quinto coño
para poder preguntar idioteces. Me sorprende que hayamos podido aceptar
siquiera este caso si nadie podía interrogar acerca de nada de nada…
Yo extraigo un sello terminológico de uno de los bolsillos de
mi guardapolvo. Si el signo de interrogación está en la torre no tendrá
escapatoria, si bien reconozco que es una aberración tomar una palabra por la
fuerza y dejarla impresa en un papel, aunque sea temporalmente. Sobre el papel
la palabra muere… o al menos entra en un coma profundo que se parece demasiado
a la muerte o a la exégesis.
Confieso que ardo en curiosidad por saber qué demonios hizo
que la interrogación tuviera que huir. Tenía, por supuesto, numerosos enemigos,
fanáticos de todo tipo, contenidos sin ideas, y toda esa calaña que decían
defender la libertad para añadir un significativo pero más o menos a la mitad de la frase. No obstante y del mismo
modo había importantes grupos de gente que hubieran dado su vida por las
preguntas. No creo que tuviera deudas y, sinceramente, dudo mucho que
precisamente ella, la interrogación, le hubiese puesto fin a absolutamente
nada.
Me enciendo un cigarro.
Mucho antes de exhalar la primera calada ya he decidido
guardar el sello terminológico, estoy convencido de que emplearlo sería un
grave error.
Siento ganas de romper el papel, pero no lo hago. En
cualquier caso hablaré. Me odiaría a mí mismo si no pudiese hablar en este
momento. Siempre hemos ido en busca de respuestas. Hoy no. Y me alegro.
Basia y yo nos miramos, nos ofrecemos pasar primero y, tras
unos amagos de cortesía abiertos por lo ridículo,
entramos en la torre.
Esta vez en busca de preguntas.