¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Humanidad negada

Humanidad negada:

Ésta soy yo, ¿me veis bien? Una morenaza de metro sesenta de estatura y sugerencia, atlética y luciendo esas curvas defenestradas por las revistas de belleza y alabadas en privado, en la intimidad que todos comparten y algunos vituperan en una censura que no les concierne. Pero ahora estoy para otras contradicciones. ¿Me veis? ¡Me estoy esforzando! ¿Os gusta? A mí me encanta mi trabajo, abro las piernas, la cámara filma, los fluidos resbalan, calientes, tentadores, mi lengua sube por ese miembro lleno y lo engullo con ansia, y degusto el sexo puro derramándose en cada gemido y mi corazón palpita con el ritmo de los cuerpos al encontrar la unidad en cada postura y perseguir un crescendo para darle caza al placer y atrapar cada una de las letras que dicen M-Á-S con los dientes apretados.
Os ofrezco mis imágenes, os ofrezco mis movimientos, mi experiencia, mi mirada felina y mi libido a este lado de la pantalla. Domino cada embestida que recibo, moldeo cada impulso sobre mi piel, impero trémula sobre la lujuria con mis dedos, hago mío cada influjo de otro cuerpo. Os ofrezco cada vibración hecha líquido.
            Pero no os ofrezco nada más.

Y vosotros –que sois sólo algunos– le reclamáis a un personaje una humanidad que me arrebatáis. Masturbaros conmigo buceando en vuestro córtex cerebral, conmigo clavada en vuestras retinas, parece daros un privilegio sobre la palabra y el acto. Al parecer sólo sé decir sí con la lengua rozando estos labios que saben a mordisco y con las manos agarrándome bien fuerte los pechos, y es que la intimidad no es ningún derecho y yo seré un personaje de ficción por siempre jamás.
Porque las personas no hacen lo que yo hago, así que tracemos un aburrido silogismo que salta a la comba como la niña que, por lo visto, nunca fui.
Mi bandeja de entrada –no os confundáis, no es ninguna metáfora, tampoco podría serlo–, está llena de mensajes arrogantes, agresivos, de palabras que me toman por su esclava, de fotos de penes muy preocupados y, en general, de actuaciones y acusaciones que piden un tratamiento psiquiátrico prolongado.

Zorra, puta, te lo estás buscando, juguete, son gajes del oficio –a esto se le llama empatía–, fóllame y te pago dinero, tía buena sin neuronas –y esto sí ha resultado ser una licencia pese a su simplicidad–, tetas, culo, coño, cómo te atreves a hablar en defensa de las mujeres, ábrete de piernas.
Es lo que la ceguera vislumbra a través de los píxeles.

Machismo, locura, verdad, posesión, delirio, poder, delimitación, prisión, terror.
Eso es lo que veo desde este lado de la pantalla.
La deshumanización del otro siempre ha sido el alimento del fanático.
Y el fanatismo siempre ha sido la antítesis de una buena educación.
¡Qué fácil es encerrar a la libertad entre unas cuantas letras!

¿No soy una persona para vosotros? ¿Sería distinta si tuviera otra profesión? ¿Diríais lo mismo cara a cara, en una calle llena de oídos? ¿Si una chica elige, os lo tomáis de forma personal, trata acaso de socavar vuestra hombría? ¿El mundo gira en torno a vuestros ombligos. Habéis leído bien: ya no es una pregunta.
Sin embargo no creo ser el centro de atención, no creo que nadie sano pueda vivir pensando que las personas a su alrededor actúan debido a su influencia, como si su influjo fuese la fuente de la cual nace el sentido de la vida. No tenemos ese poder. Hacéoslo mirar.
No quiero follar contigo, ni contigo, ni tampoco contigo. Follaré con quién me dé la real gana.
No es no. Y punto.
Pero eso ni siquiera es lo importante aquí.
Lo importante aquí es que nadie os dijo que preguntarais nada.

En cambio mis fans lo entienden todo perfectamente. =)

domingo, 1 de noviembre de 2015

Condenación


An error, a tangent,
a curious mind,
an instant, a lifetime,
a secret to find.
BE'LAKOR.

Condenación:

El mundo se estaba apagando como la llama de una vela sin cuerpo luchando contra una ventisca. Se estaba rindiendo, ya no tenía fuerzas para continuar, el invierno cubría de noche cada hora del día.
Ella había caminado durante meses y el cuero estaba embarrado, los bordados y el mismo tabardo en el que se quisieron estampar, deshechos; el metal, renegrido y acercándose al óxido con velocidad; su voluntad, quebrada.
Sólo quedaban cadáveres de humanos, de ciudades, del bosque mismo. Todo moría desde hacía años, tal vez siglos, lentamente, como si en algún momento crucial el pasado hubiera enfermado.
Los árboles estaban desnudos. Las piedras a su alrededor dejaban imaginar una pequeña aldea, aún quedaba madera en lo que debían haber sido algunas ventanas.
Mientras el tiempo tenía lugar como lo hacía la brisa, ella afilaba su espada con una piedra de amolar. El hambre había dejado de existir.
Escuchó el graznido de un cuervo. Sonrió incrédula.
Recordaba haber escuchado la historia de cómo alguien vio a un zorro una vez…
¿Por qué caminaba?
¿A dónde iba?
Ya no recordaba el camino de vuelta a donde fuera que hubiera nacido ni recordaba tampoco cuál era su destino.
Por ahora sabía que se encontraba en una loma coronada por alguna clase de construcción funeraria: columnas agrietadas elevándose a duras penas para sostener el cielo, un musgo terco y una losa desprendida que dejaba vislumbrar un foso lleno de gusanos. Se hacía tarde y no quería encender una hoguera allí.
Decidió continuar descendiendo hasta el linde del bosque. Al acabarse la última línea de árboles descarnados, a la luz de una luna rota, lo vio por fin, como una leyenda deshaciéndose tras la mirada de los ancestros:
Las rocas se ensamblaban unas con otras como si una fuerza ininteligible hubiera decidido entretenerse en ese preciso momento, y ella no acertaba a decir si se elevaban o caían de alguna parte. Los enormes bloques de piedra simplemente iban colocándose, dando forma a un edificio vasto que se extendía más allá del valle y su horizonte.
Se arrodilló, aunque no sabía si era allí a donde debía dirigirse.
En el templo que se alzaba ante su reverencia aún vivía la llama, aún perseveraba el fuego iluminando la oscuridad, encendido en las antorchas que flanqueaban sus puertas. Ella compartió las llamas con su misión, fuera ésta cual fuera.
Los pasillos se sucedían siguiendo su caminar, torcía esquinas para encontrar más piedra, sospechaba nichos profundos entre la forma de las tinieblas, adivinaba restos de sangre por el suelo, los vestigios de un mobiliario podridos, el tintineo de cadenas a lo lejos y las ráfagas de viento que no se llevaban el miedo, el cual se inclinaba ante los altares que la veían pasar. Las velas también allí dentro refulgían, expectantes. Y ella las miraba desde el sonido de sus pasos.
Se topó con dos criaturas. Ni siquiera sabía lo que eran, pero se abalanzaron rápidamente sobre ella. Trastabilló, si bien consiguió recuperar el equilibrio. Describió dos arcos fulminantes mientras danzaba entre sus enemigos, dos espadazos a diestro y siniestro, en un círculo perfecto. Una sangre oscura manchó las baldosas de piedra. Había hiedra en la pared, comenzó a brillar tenuemente al entrar en contacto con el líquido, moviéndose en una suave ondulación mientras trepaba un poco más. Aunque no conocía la palabra para decir a las criaturas que había matado, conocía sobradamente aquella Aurora Sedienta. Y era mejor no acercarse a ella.
Continuó y llegó a una gran sala en cuyas paredes había extraños grabados y una escritura desconocida a sus ojos. El aire estaba viciado y olía a putrefacto a pesar de las corrientes, que no lograban arrastrar nada.
Miró hacia arriba.
Un cuerpo desollado colgaba, atado con cadenas al poco techo que aún no se había derrumbado, el torso estaba iluminado por los rayos de la luna rota que se colaban a través de lo que en tiempos fue un rosetón: hebras de tejido rojo y húmedo respirando la noche. No tenía ojos, parecía un hombre descuartizado al cual le hubiesen cosido cada miembro cercenado con un cordón basto y sucio, aunque por alguna razón las proporciones de su cuerpo provocaban un efecto perturbador. Y al entrar ella en la sala, como si fuese capaz de percibir alguna perturbación en el aire, se removió inquieto. Se escuchaba un tirón desagradable cuando los puntos que unían su cuello se estiraban sobre ese cuerpo sin piel.
–¡Llévate la luz! –gimió desesperado y lleno de dolor, su voz parecía humana.
Ella dejó la antorcha en un rincón del pasillo sin decir nada, apenas sí iluminaba.
–Duele, duele, hermana. ¿Sientes cómo duele? El mundo susurra, me dice que me aleje, que regrese, que el sello se marchó. ¿Lo oyes? Es un sonido dulce… Me quema…
–¿Qué haces aquí? –preguntó ella, tal vez incauta.
–Sé que puedo cuidarlos, no me matarán porque fui yo quien los engendró, creo que se han dejado un cuchillo en la comida que me han servido. ¡Espera! ¡Shhh! –ella miró alarmada alrededor, las sombras atravesaban la oscuridad y jugaban con su mente–. No podemos salvar el mundo, no podemos salvar nada… –aquel ser lloraba–. Sé que puedo callarlos. Sé que puedo amarlos, no hay nada que temer –ella empezó a retroceder, ¿qué estaba buscando? ¿Por qué estaba ahí? ¿Podía el miedo hacer conexión en su columna vertebral, justo por debajo del hueso? Tragó saliva y tomó un poco de serenidad del crepitar de la antorcha. En realidad el miedo había huido de sí, dejándole algo que, pese a presentar una forma similar, no podía ser llamado seguridad, vagando por un desierto anestésico.
–¿Hay algún modo en que pueda ayudarte? –preguntó, sus pupilas llenando el mundo y ella, paralizada.
–La forma del mundo es tan distinta… ¿Por qué es todo tan claro? Nunca tomaste mi mano, ¿si te arranco los dedos, qué tomarás, mi amor? Me arranqué los ojos por ti, así que me debes los dedos, ¿verdad? Pero tenemos que impedir que la luna se rompa, tenemos que preservar la luz del día. Ellos nos ayudarán, después podremos devorarlos –aseveró hundiéndose en el borde del sollozo–. Hoy se cayó un edificio enorme, estaba en tu cabeza, ¿recuerdas? Fue hermoso, fue como la muerte del silencio. Pero el silencio se encerró bajo tu hombro… ¡qué sitio tan raro! ¡Hermana! –seguía él–. ¡Nos encontrarán y nos matarán! No te preocupes, no duele tanto. Puedo comérmelos a todos. Tú tienes unos dientes afilados, ¿qué tienes que decir a eso? Desde luego, no somos un trozo de madera, pero la telaraña presagia –ella sentía terror, pero sabía que debía concentrarse porque quizás tras las preguntas hubiese alguna respuesta.
–¿Qué presagia?
–Si me hubieras dicho que venías seguramente hubiera estado, ¡pero mira ahora! ¡No estoy aquí! ¡No estoy! ¡Me he ido! –dijo con una carcajada inestable.
–¿Hay salvación? Háblame de ese auspicio de la telaraña.
–¡Creo… creo que tengo el tiempo debajo de las uñas! ¡¡¡Debajo!!! La confusión, la confusión… es una especie de dibujo, ¿lo has visto? Se ríe –dijo riendo, y su risa de nuevo estaba descompuesta, no obstante abandonó la carcajada abruptamente, de una manera tan tajante que profundizaba en el tormento de la cordura. Y de pronto comenzó a revolverse, extendiéndose hacia ella entre espasmos. La viajera oía el roce de los eslabones en la oscuridad y sentía latigazos de movimiento arañando la negrura en la periferia de su campo visual–. ¿¡Dónde has guardado la luz!? ¡La luz! ¡Dámela! ¡Es mía!
Ella corrió hacia la antorcha, el miedo trepaba por su espalda haciéndose un hueco en su sensatez. Escuchó los grilletes liberándose.
–¡El mundo debe ser salvado, un rincón de la eternidad! ¡Es nuestra unión sin segundo! ¡El legado de los gritos! –escuchaba la voz de esa cosa tras ella, gimiendo en un eco del dolor–. La esperanza tiene forma de vínculo, hermana. Tiene este tamaño y yo soy la obsesión del agua –la criatura parecía romperse mientras sus articulaciones se contorsionaban para recorrer el camino que les separaba. Aquel ser era increíblemente rápido. Y crujía, y sangraba.
Ella siguió corriendo sin atreverse a mirar atrás, desesperada por hallar una salida que su angustia se esforzaba en ocultar y su corazón anticipaba.
–¡Violaré a la luna! ¡Siempre estará conmigo! –sentía la voz cerca de ella, demasiado cerca…
Corría tan rápido como le permitían sus piernas, aunque dolieran y quemaran. Tenía que correr, tenía que continuar, no podía rendirse. No había más opciones.
Por eso no se rindió.
Sin embargo no fue más rápida que aquella abominación que en otro tiempo tal vez había tenido un nombre.



jueves, 15 de octubre de 2015

Un retal de Historia

Un retal de Historia:

Había militares controlando a los civiles, pruebas médicas rutinarias para mantener a raya los estadios más devastadores de la infección que nos había sido inoculada a la fuerza, vehículos que parecían fortalezas gravitando, polvo bajo los soles de este planeta ajeno a nuestra herencia y llantos.
Un campo de refugiados improvisado en medio de un sistema solar apenas explorado era una situación límite.
Éramos los mejores guerreros, adquirimos renombre y conseguimos hacernos un hueco en el Consejo durante el transcurso de varias centurias.
Los terranos y los narianos nos habían utilizado en su guerra contra los nag. Después de que hiciéramos el trabajo sucio se unieron para neutralizarnos mediante la tecnología robada a los mismos nag: el motivo de nuestra cruzada destruyéndonos tras la victoria.
Habían conseguido neutralizarnos. Y era cruel.
Y la única diferencia entre los nag y ellos era la honestidad: los nag querían eliminarnos a todos, eso era más honesto que utilizar un chivo expiatorio en función de las circunstancias.
Nos habían despojado de nuestro sistema solar, las huellas de nuestras culturas serían erradicadas y nosotros nos veríamos obligados a llevar una vida nómada en pro de la estabilidad de esa galaxia por la cual habíamos luchado y de la que habíamos sido exiliados. Nos provocaba un sentimiento amargo rayano en lo ridículo cuando otros elegían lo que era deseable y lo que no, cuando otros decidían qué era justo y qué no, cuando nos robaban el derecho a trazarnos un destino, nos señalaban y nos hacían sufrir mientras violaban a la palabra “paz” en sus idiomas.
Los militares hacían que todo pareciera un campo de concentración, era involuntario no obstante, pero esa organización, esa disciplina, esa jerarquía, esas alambradas letales, esas filas de gente, ese sentimiento de que nada podía salirse de la norma si no era con una bala en la cabeza… Sí, un pueblo guerrero cercado por sus propios genes.
Nuestros niños morían.
Nuestros niños morían y eso era lo justo porque si no, ¿destruirían la civilización? Nuestra gente era guerrera pero no éramos avariciosos ni deseábamos una expansión sin límites ni equilibrio respecto del medio que nos debía sustentar. Nuestra gente era guerrera, no éramos unos necios cuya sed de poder era tan fuerte que pensáramos que los demás eran como nosotros, y obviamente los demás no lo eran.
Consideraron que podíamos ser peligrosos, que no sabríamos qué hacer con lo conquistado, que lo arrasaríamos todo como cachorros malcriados, que los destruiríamos a ellos porque nuestra naturaleza era la leyenda de un combate perpetuo que ellos se habían apresurado a difuminar en su propio imaginario. Justificaron sus propios miedos mientras contaban sus riquezas por planetas. Y no podemos resignarnos a esbozar una sonrisa abandonada y señalar que no nos habían sabido entender. Ellos se excusan y nuestro pueblo muere justo detrás de sus palabras de altruismo, muere ante nuestros ojos, en el espacio que queda entre nuestra impotencia y las buenas intenciones de nuestros verdugos.
Entendemos que para los políticos las vidas son sólo números, para nosotros sin embargo las vidas son personas a las que conviene recordar, incluso en el fragor de la batalla.
Avanzamos por el camino abierto por los militares y la gente nos mira: los padres sostienen los cadáveres de sus hijos con una interrogación en los ojos. La pregunta se había extraviado cerca de una desesperación tan profunda que la realidad se ha llevado el deseo de seguir luchando por algo.
Somos testigos de un genocidio implacable, parece impersonal sólo porque lo trae el tiempo.
Y contemplamos el ultraje en sus rostros: imploran por un pasado que será expoliado, un futuro que nos ha sido arrebatado y un presente sin hogar ni camino.
El polvo cubre rasgos famélicos, cuerpos mortificados que ya no saben ir a la guerra para defender su propio honor. Algunos están desnudos, despojados de todo cuanto pudieran tener salvo una vida precaria que zozobra entre la inanición y la vergüenza. La dignidad se arrastra por miles de ojos que ya no recuerdan qué significa mirar a otra criatura.
Y delante de nuestros pasos encontramos a ello.
Ello ha estado guiándonos sobre este sendero, nadie nos ha exigido nada. Ello nunca intentó manipularnos, ni siquiera cuando dudamos. Ello siempre nos ha dicho que debemos hacer lo que creamos oportuno, que nadie podrá nunca decidir sobre nuestra vida, que si es nuestra voluntad renunciar, renunciemos, que en ningún momento tenemos por qué seguir adelante. Nos explicó todo lo referente a la síntesis de la cura, las mutaciones de nuestro cuerpo, la necesidad, las probabilidades y todo cuanto nuestros hombres de ciencia habían intentado llevar a cabo sin éxito con lo poco que aún poseían en términos de materiales, investigadores e instalaciones.
Ello está ante nosotros, nos acompaña solemne al interior del complejo.
–Aún puedes echarte atrás si lo deseas –afirma–, tu palabra no es vinculante, no respecto a este asunto. Debemos preguntártelo una vez más: ¿estás seguro?
–No, pero vamos a hacerlo.
–¿Hay algo de lo que desees hablar antes de hacerlo?
–Ya que vamos a renunciar a ella, de la vida.
–¿Algo en particular? –ello se encoge de hombros, quizás hemos tenido demasiado tiempo para pensar.
–La comprensión y el pesar –respondemos, de eso queremos hablar.
–Suena algo gris.
–Y sin embargo no toma ningún color. Los recuerdos se tornan pesados cuando la memoria despoja de su sitio al olvido. Algo se va y algo se queda y nos preguntamos si no son éstas las cosas equivocadas, si lo que se va debía permanecer aquí, si lo que se queda es lo que debía marcharse. Si nuestro corazón debía aferrarse al espíritu del valor, si la tristeza tenía que marcharse siguiendo el camino de la lluvia cuando toca el cristal, si hay vida antes de la muerte o si la soledad es una ficción por la que se deslizan las sorpresas más sencillas. Nos preguntamos qué haremos más adelante, qué hará nuestra gente, y si seremos capaces de aprender que las cicatrices y las historias que relatan los ancestros son lecciones en lugar de heridas abiertas, si los rezos deberían convertirse en una fe extraña sin rostro ni dios ni tiempo. Si ellos o nosotros podremos entender lo que está ocurriendo. Suponemos que hay muchas razones por las cuales alguien podría hacer lo que estamos haciendo: deseo de inmortalidad con un nombre en el firmamento, el heroísmo de quien sabe su sacrificio imprescindible, presión social, altruismo, miedo, nobleza, convicciones éticas… no sé. Nosotros no hacemos esto por ninguna razón.
–No deseas salvar a tu gente –asiente inseguro, rozando la interrogación.
–Seguimos pudiendo elegir.
–¿Entonces estás preparado? –ante su pregunta creo que no nos ha entendido del todo, hay desconcierto en lugar de convicción, aunque eso no es importante.
–Sí, estamos preparados –es nuestra respuesta.
–Eres la cura –dice.
–Somos la cura –decimos a nuestra vez.
Ello está desconcertado, me pregunta de nuevo si estamos dispuestos a continuar.
Y no podemos dejar de pensar en lo absurdo de los acontecimientos cuando vemos el cielo sobre nosotros y pensamos que cada estrella es un sistema solar, tal vez lleno de vida y decisiones.
Tenemos miedo a la muerte, es natural.
Pero nuestra historia no acabará aquí.
Y nuestro pueblo no morirá hoy.