A Valeria, a Rodrigo, a Romain, a Minaya, a Octavio, a
Rosa, a Cris y a Nano. Es la mierda que os prometí, jodido el tema.
Por qué vivir en Anubis:
No, no era un planeta
fácil. La mayoría de su superficie no era más que un desierto lleno de grietas
y cicatrices, y desesperación con poco combustible y menos dinero… y peinados
horteras. En los polos se encontraban las ciudades, aunque no había muchas ni estaban
tampoco particularmente pobladas. La gente no podía pretender organizarse en
grupos demasiado grandes en Anubis: era peligroso. El planeta se resquebrajaba
bajo los dos soles y las manadas de zad. Y un refrán local rezaba: “te quedarás
en Anubis”. Solía usarse más como amenaza que como refrán propiamente dicho,
pero en realidad esa función en sí misma capturaba de manera fidedigna el
espíritu de sus habitantes. Daba igual que uno hubiera nacido en aquellas
tierras asoladas de arena blanca o que hubiera viajado hasta aquel inhóspito
páramo huyendo, por ejemplo, de la justicia o –también y aunque fuera menos
probable– de la injusticia, después de ir allí nadie podía vivir en otro sitio.
Nadie en su sano juicio quería saber absolutamente nada
de ese planeta, a no ser, claro, que toda posible opción hubiera desaparecido.
Toda opción real: Anubis nunca era una alternativa, por eso se asumía con
naturalidad que la gente que vivía allí no solía tener demasiado que perder. En
parte se debía a las peculiaridades de la atmósfera.
La atmosfera se estudiaba con sumo interés debido a
varias razones: por resumir el contenido de un nutrido corpus de investigación
más o menos aplicada en una sola frase, podía decirse que tras una exposición
prolongada a ella, la gente solía perder la cabeza casi sin excepción. Después
ya no podían perder nada más.
¿La vida? Mantenían una relación de amor-odio con ella,
probablemente debido a la locura. Pero en Anubis esto no se veía como algo
particularmente malo…
Acababan de atropellar a un zad sobre el asfalto
polvoriento, la sangre había manchado el parachoques y parte del faro derecho
de la camioneta, blindada y destartalada a partes iguales. La pequeña Rorro
miraba por la ventana despreocupada y sonreía mientras jugueteaba con una
granada de mano. La Carnicera, una mujer corpulenta y llena de cicatrices, le
dio un sopapo en la cara y cogió al vuelo la granada que se le escurría a su
hija de entre las manos.
–No habéis probado la verdadera tortilla sarana, lo que
cocináis vosotros es una vulgar copia barata –dijo con su acento cantarín Doki,
el padre de la criatura, un tipo fuerte y no demasiado alto.
–Una copia que, ¡ojo!, no sabe a mierda –puntualizó la
Carnicera con el dedo índice en alto y una dosis de sarcasmo.
–Mira que te meto, payasa –comenzó Doki con sus amenazas,
fingiéndose indignado por aquella afrenta a la tortilla sarana.
–¡Que te meto, payasa! –comenzó a gritar Rorro–. ¡Payasa,
payasa, payasa!
–Tu gilipollez congénita no nos ayuda, Doki, ¡mira cómo
ha salido la pobre niña!, y además, ¿qué ibas a hacer exactamente, castigarme
la espinilla? ¡Tendrías que comprarte un taburete por lo menos! ¿Te compro uno?
–Eso suena como a muestra de afecto, ¿sabes? Debe ser el
calor, no te está sentando bien… –le lanzó un botellín de agua.
–Estaré baja de leucocitos, digo yo.
Mientras, en la parte delantera de la camioneta –por
llamarla de algún modo– Salamandra, con los brazos apoyados entre los asientos
del piloto y del copiloto, decía:
–Troncos, no entiendo cómo coño seguimos vivos. ¿Será el
kung-fu?
Tesla le lanzó un par de puñetazos y ella los detuvo y se
los devolvió a su vez. Ragnar, que estaba al volante aunando toda la paciencia
que era capaz de reunir, se volvió hacia ellos y dijo:
–Si peleáis mientras yo conduzco, nos podemos matar, ¿veis?
–¡Pero mira a la carretera! –le increpó Tesla al tiempo
que esquivaba un par de golpes.
–¡Pero coge el volante! –exclamaba Salamandra animada.
–¡A la muerte que vamos, me cago en la puta! –insistía Ragnar
mientras el motor rugía en crescendo –Y, o paráis, o conduce la tuerta.
–¡Eh, yo me apunto a lo que queráis! –respondió
Salamandra entusiasmada–. Los minusválidos también podemos matar gente.
¡Igualdad de oportunidades! –exclamó alzando el puño.
–¿Yyyy… a dónde vamos? –se asomó la voz de la pequeña
Rorro.
–Buena pregunta –murmuró Tesla pensativo.
–¡No le digas eso, que se crece! –le espetó la Carnicera
desde atrás.
–¡Cómo la tratáis, qué pobre! –se quejó Ragnar.
–¿No recuerdas sus disertaciones sobre las banquetas de
tres patas? –se escuchó la voz de Doki también al fondo–. Y puede empeorar. Te
lo aseguro.
Un molinillo daba vueltas a regañadientes sólo cuando la
brisa encontraba fuerzas para levantarse sobre el atardecer. Una alambrada
separaba el recinto del resto del arenoso erial y junto al enorme garaje había
otro edificio que intentaba ser de cristal y disimular el ladrillo y la chapa a
duras penas. El cartel holográfico imitando el neón parpadeaba con una
intermitencia arrítmica, visiblemente estropeado, y se esforzaba en rezar: “M
tel”. Evidentemente supusieron que se trataba de una declaración de
intenciones. Por lo demás aquel lugar parecía un antro de mala muerte:
polvoriento como era habitual en Anubis pero particularmente repugnante, lo
cual era sin duda una proeza dados los estándares habituales de higiene en
aquel planeta. Había otro holograma enorme en el que se publicitaba agua
carbonatada y sexo a partes más o menos iguales.
–Pues ya hemos llegao –corroboró Salamandra brincando
desde la camioneta al suelo. Sus botas levantaron una pequeña polvareda. Cogió
a Rorro en brazos para ayudarla a bajar.
–Aquí huele como a culo –dijo la niña.
–Pues sí que huele bastante a mierda, sí.
–Si hay litera, me pido la de arriba.
–Vaaaale –concedió Salamandra refunfuñando.
–¡Litera de arribaaaaaa! –comenzó a cantar Rorro mientras
se alejaba corriendo. La Carnicera se aproximó a su hermana Salamandra:
–Tronca, cuando la ves alejarse corriendo es inevitable
pensar: ¡a lo mejor un día alguien se la lleva! Es tan rica… Yo nunca he
perdido la esperanza.
–Sois unos padres jodidamente turbios.
–Eh –intervino Doki–, Rorro sigue viva con sus nueve años
y su precaria actividad neuronal, y eso quiere decir que somos unos padres
jodidamente buenos. ¡Ni que se la hubiera comido algún zad!
–Rorro se jamaría al zad enterito si le dieras un
mondadientes para matarlo –se adelantó Tesla–. Es extraordinariamente
destructiva. Tiene habilidades curiosas.
–Sí, hablar no es una de ellas, qué le vamos a hacer… –siguió
la Carnicera.
–La verdad es que nunca me queda claro si habla nuestro
idioma o sólo emite sonidos que sin querer coinciden con las palabras –alegó
Salamandra.
Ragnar se bajó de la camioneta, cerró con llave y besó a Tesla.
–A ver si en éste nos dan una habitación doble para
nosotros solos –susurró Ragnar.
–A hostias nos la rifamos –declaró la Carnicera–, que no
sois los únicos que quieren hacer lo que hace la tía esa del cartel –dijo
señalando a la pancarta publicitaria.
–Bueno, está la pobre chica solita matándose a pajas…
–apuntó Tesla observando el anuncio–, ¡es como Salamandra! –agregó rompiendo en
carcajadas, coreadas por el resto.
–Ya mojaré, coño, qué zorras sois todos, hostias. Además,
yo me quiero con locura, os lo aseguro –aseveró la aludida con suficiencia.
–Sí, a las cinco menos cuarto cada día –puntualizó Ragnar.
–Y durante quince hermosos minutos… –añadió Salamandra
soñadora–. ¡Y es a menos diez, pringao!
–Chavales, ¿soy el único que se muere de hambre?
–consultó Doki.
En respuesta rugieron seis estómagos al unísono, cercanos
a la armonía musical, potentes, profundos y decididos. Fue un instante casi
sagrado, como un eclipse de sol contra sol.
Y Rorro fue la primera en reírse.
–¿Dinero? –decía Rorro abriendo mucho los ojos–. No tenemos,
pero podemos hacer esas cosas… a… a… ¿apaños? –miraba a las musarañas
extrañada–. Apaños, sí –se decidió.
La mujer –con unos cuantos años a cuestas– que estaba
detrás del mostrador de recepción, y que parecía ser la única persona al frente
del local, no pudo evitar fijarse en las granadas que llevaba Rorro en el chaleco.
–¡Señora! –la recepcionista se volvió, mirando a Tesla–,
¿esto es de alguien? –quiso saber él señalando a un bote que había sobre una
mesa.
–No. Lo dejaron ahí esta mañana.
–¿Es comida? –siguió Tesla disimulando a duras penas sus
ansias de llevarse algo a la boca.
–Huele a comida –aportó Salamandra relamiéndose como un
animal.
–No lo sé –murmuró la recepcionista encogiéndose de
hombros.
–…ternera –señaló Doki aguzando su olfato.
–Pues nos lo quedamos, ¿eh? –afirmó Salamandra, la cual
acto seguido abrió el tarro para ver su interior mientras Tesla se aproximaba y
ambos comenzaron a llorar.
–¡Mira…! ¡Es verdad: tiene carne! –exclamó ella con
lágrimas en los ojos.
–¡Y pimientos y fideos! –dijo él con el labio tembloroso.
–¿Has probado la sopa de nogel hervido, tronco? –trataban
de enjugarse las lágrimas como podían–. Ésa está buenérrima –le aseguró
Salamandra antes de volverse a la recepcionista–. Señora, ¿dónde hay cucharas,
palillos o algo?
–Id a la cocina y procurad no preguntarme muchas cosas –atajó
la mujer.
–¡Pero esta sopa huele fenomenal, tía! ¡Qué felicidad!
–Sí, joder, qué subidón –iban Tesla y Salamandra conversando
antes de internarse en la oscuridad informe que era la cocina.
Ocha, la hermana mayor de Rorro, apareció por la puerta
con Gaia, dos jóvenes bastante enérgicas y bienintencionadas que solían
perderse en motocicleta. Traían una maleta azul.
–Ay, mira, Ocha… –comenzó a decir Gaia con cierta extrañeza–,
esa maleta que llevas, ¿no será como… considerablemente más azul ahora?
–¿Más azul?
–Sí, más azul: más es lo contrario de menos, cariño. Ya
sabes, un tono más fuerte, como si para el color verde dices “más verde”. Más
azul. Como si fuera una maleta distinta incluso.
–Yo qué sé…. ¿sí? –la recepcionista les lanzó una mirada
furtiva.
Fueron a saludar a los demás pensando en la suerte que
tenían de haberlos encontrado, porque siendo sinceras, había sido pura
casualidad.
Media hora más tarde Gaia y Ocha estaban durmiendo la
siesta en su habitación.
Salamandra les había dicho a Tesla y a Ragnar que
aprovecharan mientras ella dormía “para hacer guarrerías” tal y como había
expresado textualmente.
Doki y la Carnicera estaban aprovechando.
Rorro por su parte corría por el motel sin descanso
persiguiendo a algún animal doméstico.
Sin embargo treinta y cinco minutos más tarde las cosas se
estaban poniendo un poco feas: En la habitación de al lado Ocha y Gaia permanecían
con los brazos en alto mientras una chica que tenía un aspecto beligerante y
una pistola de un tamaño a todas luces excesivo abría la maleta y les
preguntaba que “adónde cojones os llevabais nuestra droga” con acritud.
No obstante y volviendo a la habitación de Tesla, Ragnar
y Salamandra, esta última no había podido conciliar el sueño porque el aire del
desierto se estaba agitando como se agitaba un cadáver reciente con el
tembleque de los tobillos. Así que en algún momento Salamandra fue a mear.
Había un grupo tocando música en la sala común del motel.
Tesla y Ragnar dormitaban en la habitación después de una necesaria sesión de
sexo. Y unos segundos más tarde se coló en su plácido sueño la voz de una
Salamandra alarmada:
–¡Tesla, arriba!
Tesla se despertó un tanto sobresaltado de la siesta, vio
a Salamandra esquivando un par de golpes y propinando a su vez sendos
contraataques. El tipo contra el que luchaba era bastante grande.
Actuó.
Le golpeó una patada directa a la parte posterior del
muslo, a la altura del bíceps isquiotibial. Cayó de rodillas y entre los dos le
inmovilizaron.
–Acepta mis excusas, por favor –comenzó a decir Tesla
inclinándose hacia su oponente–: Quería infligirte el máximo dolor posible para
inmovilizarte habida cuenta de tu tamaño, pero sin romperte nada ni llevarte a
la inconsciencia, mero pragmatismo. Espero que sepas disculparme y agradezcas
el buen estado de tu cabeza y rodillas.
–Y ahora, empezaremos con… –comenzó a decir Ragnar desenfundando
su pistola y apuntando a aquel tipo. No pudo acabar de pronunciar sus palabras:
escuchó una explosión y unas risas infantiles y animadas que le hicieron perder
el hilo de lo que iba a decir–. En fin, espero que Rorro no destruya el
edificio… –se resignó.
Todos menos Ragnar salieron al pasillo que había entre
las habitaciones y el salón del motel. Vieron a la Carnicera corriendo con un
cuchillo en una mano y lo que debía ser el brazo de algún desafortunado en la
otra, y a Doki junto a ella. Vieron asimismo cómo Rorro tiraba una granada al
interior de una habitación y se iba dando saltos muy feliz.
El Interior de la Habitación, más conocido como Fred el
Crestas, sopesó la granada en la mano con la mirada crítica de quien comenzaba
sospechar que aquello no era una hamburguesa.
De la habitación en la que entró la granada salieron
despedidas al menos una escopeta y parte de una cabeza.
–¡Ay, pobre, que se mata mi Rorro! –decía la Carnicera precipitándose
por el pasillo a toda prisa.
–¿¡Que se mata!? –inquirió su hermana sin dar crédito.
–Estás muy chof como para luchar… –se quejó Tesla a lo
suyo, dirigiéndose a su novio.
–Coño, que son las cuatro de la tarde, ¡es que no están
puestas ni las calles! –seguía Ragnar mientras apuntaba a aquel hombre que les
había atacado y que observaba todo sin entender demasiado bien qué estaba
ocurriendo.
–¡Tú, habla! –le ordenó la Carnicera, que se había
detenido ante el umbral de la puerta.
–Drogas… el maletín tenía drogas. –farfulló el tipo como
pudo.
–¿Drogas?
–Sí.
–¿Caras? –quiso saber Doki.
El tipo asintió con nerviosismo, rapidez y una sonrisa
desparramada.
–¡¿Os habéis confundido otra vez de maleta?! –exclamó
Doki en voz alta.
–¡Sí! –se oyeron las voces llenas de culpabilidad de Ocha
y Gaia desde la habitación contigua–. ¡Y, claro, nos hemos quedao sin ropa interior
limpia, cariño! –continuó Gaia–, de verdad que yo así no puedo, ¿eh?
–¡Y por cierto, aquí hay una tipa que quiere que no la
matéis! –siguió Ocha.
–¿Podríais detener a Rorro? –interrogó Gaia–. ¡La pobre chica
se siente insegura con la peque danzando…! ¡Normal! ¡Qué pena, por Dios, si la
vierais…! ¡Qué apuro me da!
–¿Podemos centrarnos? –suplicó Salamandra–, que esta
panda intentaba parecer muy chunga y eso hace cinco segundos.
Un par de tipos de enormes proporciones salieron al paso
y como Rorro estaba en aquel preciso instante muy ocupada hurgándose la nariz y
no tenía una capacidad de atención elevada, la Carnicera y Doki decidieron
bajarles los humos.
Huelga decir que no eran los únicos clientes del motel y
que, en general y a pesar de las explosiones, la gente no consideró de
importancia la contienda que se libraba –en ocasiones a escasos palmos de ellos–.
Con respecto al grupo de música, aún no había acabado de
tocar cuando la pelea terminó.
Una anciana, que había estado tomando una sopa en la mesa
de la esquina, se levantó, se dirigió a la barra, depositó sobre ella su bol,
al regresar a la mesa esquivó a un hombre que yacía inconsciente en el suelo y
se dejó caer sobre el asiento para disfrutar de la música.
Marcel apareció por la puerta con una amplia sonrisa de
satisfacción. Doki, Ragnar y los demás le correspondieron con risas de júbilo puesto
que le habían dado por muerto durante aproximadamente mes y medio.
–Y tú, ¿dónde has estado? –quiso saber Rorro impresionada
en medio de un gran abrazo grupal para recibir a Marcel.
–En un bar llamado Díser –contestó éste.
–¿Y dónde coño has dormido?
–En el Díser –repuso riéndose–. ¡Hostia puta! –exclamó al
darse cuenta del espectáculo circundante–, ¿y aquí qué ha pasado? Mucha sangre
y eso…
–Unos tíos querían matarnos porque Ocha y Gaia han cogido
sus drogas sin querer, ¡otra vez! –intervino Ragnar.
–Yo quiero drogas –afirmó Marcel–. ¿Y Ocha y Gaia venían
con vosotros? ¡Pero si eso no pasa nunca!
–No, hombre, no –le informó Ragnar–. Han aparecido luego.
–¿Entonces la banda de traficantes las perseguían o ya
estaba aquí?
–Sí.
–¿Sí qué?
–Que estaban aquí ya.
–Seguramente la señora del mostrador sabe algo, ¿no crees?
–Tiene toda la pinta de manejar el cotarro –dijo
Salamandra. A ninguno de ellos les preocupaba que la recepcionista estuviera
presente–. Total, movidas mazo de tochas. ¿Qué tal, señora? ¿Cómo anda? –tuvo
la cortesía de saludar a la recepcionista.
–Llevaos a esa niña de mi establecimiento –suplicó la mujer.
–Hala, Rorro, nos vamos, que estos señores no nos quieren
–dijo Doki.
–El brócoli viene del espacio, ¿no? –dijo Rorro sin venir
muy a cuento de nada.
–Sí, Rorro –seguía Doki aunando paciencia.
–¡Locos, que estáis todos locos! –gritaba Gaia sin
dirigirse a nadie en particular.
–¿Sabes quién está loca? –se rió Rorro.
–Rorro, esas cosas no se dicen –le espetó su madre.
–Pues iba a decírselo a la recepcionista rara de las
drogas pero no, porque no me conoce y qué abuso, ¿no?
–Bueno… eso está parcialmente bien –sopesó su padre junto
a ella tras un par de segundos de reflexión.
Gaia y Ocha se despidieron y se fueron hacia su
motocicleta, prometiéndoles que esta vez no tomarían caminos diferentes ante la
primera bifurcación con la que se toparan en la carretera.
–¡Venga, menos postureo! –les había dicho Ocha antes de
marcharse. A nadie le quedó muy claro a qué se refería, si es que aquello quería
decir algo.
Ya afuera, montándose los demás en esa especie de
vehículo desvencijado que llamaban cariñosamente “camioneta”, la Carniera le
dijo a la tuerta Salamandra:
–¿Sabes qué me alegra el día?
–Esto… ¿sí?
–¡La percepción de la profundidad! –las dos hermanas
comenzaron a reírse.
–¡Chistes de minusválidos, nunca fallan! –le aseguró
Salamandra entre carcajadas.
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