A Rosa y a Cristina, cuya expresión de extrañeza tras
leer el relato fue memorable.
La memoria imaginada:
Ante mí se extiende una enorme montaña coronada por la
blancura de las nubes. Bajo la montaña los caminos de letras que he dejado
atrás parecen distantes. El mundo decide empalidecer, cómplice de la luz mortecina.
Creo que llueve, pero no podría asegurarlo. Ante mí se extiende la montaña.
–¿Por qué estoy aquí?
Y frente a mi pregunta
aparece alguien en el sendero, lleva un extraño sombrero y una espada exótica.
Está sentado sobre una roca. Me habla:
–¿Buscas las almas de los
muertos? ¿El poder que de ellas emana?
Aguardo. Aún vislumbro
allí abajo las innumerables sendas de palabras que, dilatándose sobre los susurros
del tiempo, encuentran la montaña.
–Tendrás que luchar por ésta, si es lo que quieres –dice
la figura que se me antoja borrosa por momentos.
–¿Quién soy? –le digo. Creo que tengo una espada bajo mi
puño derecho.
Desenvaina. No tan rápido como esa impostura que llevaba
puesta me hubiera hecho pensar. Aquí no recuerdo nada. Ahora él está muerto.
¿Estuvo vivo en algún momento? Soy incapaz de recordarlo. La sangre se eleva
hacia el cielo, como si quisiera reírse de la lluvia que ahora siento fría y
afilada. La sangre, sin embargo, mana poderosa.
La contemplo en su ascensión queriendo preguntarme algo
pero sólo encuentro signos de interrogación, vacíos de conceptos. Intento
comprender cuál es la pregunta y todo se esfuma.
No me siento mejor. No puedo decir que no sienta nada,
pero no recuerdo las sensaciones y cuando las noto sobre mi piel las siento
lejanas, como si se partieran más allá del horizonte.
Sé que estoy aquí, pero ignoro de dónde vengo.
El tiempo se agolpa a mi espalda, alimentando mi
desconcierto con el sonido de un otoño marchito, tendiéndose ante mí como un
ominoso precipicio. Hay una oscuridad que parece insondable tras el pasar de
cada segundo.
Sigo avanzando y logro distinguir tenues figuras en medio
de mi caminar. Parecen doloridas. Parezco dolorido.
Creo que no hay plantas aquí.
Creo que no hay nada aquí.
Una montaña.
La ascensión es un enigma, una figura retórica banal. Mi
vagar es sólo la palidez sin vida que veo. Mi espada es aliento escapando de la
boca que quiere preguntar el mundo.
–Quizás puedas sobrevivir en este lugar –me dice una voz–.
Sólo tienes que aprender a olvidar, a dejar atrás.
–No sé qué he olvidado –digo yo, sin saber siquiera qué
sentir, ¿decepción? ¿Alegría tal vez?
–Es un buen comienzo –dice la voz que ahora sonríe sin
rostro ni sonrisa.
–Y sin embargo no me encuentro en mi propia locura.
–¿Hasta dónde has llegado? –pregunta, como si la
respuesta debiera desvanecerse detrás de nosotros.
–¿Qué hemos encontrado? –quiero saber a mi vez.
Pero no hay respuesta.
No hay nadie.
Y continúo mi camino.
La bruma me descubre una fuente de piedra, seca y cubierta
de musgo, de cuyo interior nace la hiedra y sube al cielo apoyada sobre la
senda que traza el viento. Y atrapado entre enredaderas yace un corazón. Está
latiendo.
Tras unos minutos las ruinas de un castillo cercan mi
mirada. Son sólo escombros que apenas fingen ser una muralla. Unos metros más
adelante me contemplan los vestigios de una torre y un balcón.
Cuatro guerreros se unen contra mí. Pero son sólo
rastrojos de hombres y mi olvido es más poderoso que su sed de almas. No tengo
que rozar el pomo de mi acero ante su desaparición. El futuro y el pasado se me
entrecruzan detrás de los párpados.
Así que ya estoy descendiendo a las catacumbas que aún perviven
sobre su propia erosión y caída.
El fuego de una antorcha –acaso mía– ilumina lo cercano.
Lo lejano son sólo tinieblas devorando el crepitar mismo de las llamas.
Mis cejas se arquean bajo el peso de una nostalgia que no
llega a presentarse, la memoria me esquiva, dudando como un puño olvidado ante
una puerta en medio del vacío más absoluto. La pérdida no encuentra reflejo en
nada y ese sentimiento de soledad de mí mismo me estremece, haciendo temblar el
anverso de mi cordura con un eco aferrándose a las mismas paredes de su ser. Y
es que los límites del juicio sustentan esta hilera de recuerdos que no
encuentro. El desconcierto nace de mis pasos extendiéndose como raíces ante mí.
Las catacumbas me enseñan la muerte que soy. ¿Es eso lo que he creado? ¿He
vivido, acaso? El olor a podrido emerge de la piedra, llegando tarde al evento,
me golpea, me hiere. Vomito.
No sé qué habrá más adelante, me detengo, me niego.
No me imagino, soy incapaz de concebir siquiera un solo paso
ante mí. El mundo, de repente, comienza a acorralarme contra mí mismo.
Decido volver atrás.
He olvidado algo importante: la montaña no late.
Y necesito continuar.
Pero las enredaderas aquí fuera cercan el corazón a
reclamar.
Mi mano toma instintivamente mi espada. Y yo la detengo.
Observo el corazón. Es mío. No puedo saberlo, pero es mío
y lo sé. La sensación vuelve del exilio, es súbita y clara como la evocación asaltándome
desde las tierras de la imaginación a las que se fugó.
Y de repente adviene a mí la obviedad y entonces pienso
que cambiaría esa muerte a la que me dirijo por este estancamiento, que
preferiría vagar por toda la eternidad, antes que desaparecer, porque podría hacerme
acompañar de una hueste infinita de dogmas si lo deseo, y podría enviar un
batallón de palabras contra mi pesar y hacerlas morir una a una en mi lugar.
Y en este punto, lógicamente, empiezo a desplegarme e
inevitablemente empiezo a regresar por el camino de los recuerdos que me escucha
con cuidado.
Como a través de un espejo en un punto arbitrario del
tiempo, vuelvo a las catacumbas, sumergiéndome en la oscuridad de nuevo. Esta
vez el color negro tiene las características de lo liviano, pero no estoy
acostumbrado a él y se hunde sobre la luz confundiendo las direcciones.
Claro que esta vez yo estoy aquí. Es decir, quizás no
esté aquí, pero puedo sentirme viviendo, puedo incluso notar cada pelo erizado
sobre mi piel.
El miedo se aviva como el fuego ante mi propia presencia
y yo vuelvo a pensar.
Me estoy aferrando a lo que ya no tengo, como si fingiera
no ver la luz detrás de una sombra, como si pudiera controlar mi destino, como
si mi camino estuviese trazado de antemano por mi propia mano. Todo escapa a mi
control y ante mí observo un nicho profundo. Debería descender, perderme en un
laberinto interminable y miserable, derrotar a los fantasmas de mi propia
muerte y fingir que la vida no está aquí. Pero ahora mismo no me importa si
estoy vivo o muerto.
Así que pongo fin a la indecisión borrando un círculo con
otro.
Asciendo al exterior y me alejo de las ruinas.
Contemplo el corazón con una curiosidad tan pura que se
me hace extraña. Creo que si lo hubiese tomado en mi poder, lo devolvería a la
hiedra en este preciso instante.
¿Si uno se siega a sí mismo, qué siembra ha de plantar
después?
Aquí fuera sigue lloviendo.
Los caminos de letras van en todas direcciones. La
montaña es una montaña.
Simplemente tomaré un camino que aún no he elegido. Y
moriré y naceré a cada paso.
Las preguntas ya no importan, ni las respuestas tampoco.
Quizá porque mi caminar es el de una pregunta viva.
Siento una calma que comparte la lluvia y sonrío. Y reparo
en que sería incapaz de detener mis manos. Y la lluvia amaina lentamente.
Y me doy cuenta de que el mismo sol se mueve bajo mis
dedos.
Y de que el orden y el desorden sólo eran una cuestión de
palabras.
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