¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

viernes, 15 de mayo de 2015

La memoria imaginada


A Rosa y a Cristina, cuya expresión de extrañeza tras leer el relato fue memorable.

La memoria imaginada:

Ante mí se extiende una enorme montaña coronada por la blancura de las nubes. Bajo la montaña los caminos de letras que he dejado atrás parecen distantes. El mundo decide empalidecer, cómplice de la luz mortecina. Creo que llueve, pero no podría asegurarlo. Ante mí se extiende la montaña.
            –¿Por qué estoy aquí?
            Y frente a mi pregunta aparece alguien en el sendero, lleva un extraño sombrero y una espada exótica. Está sentado sobre una roca. Me habla:
            –¿Buscas las almas de los muertos? ¿El poder que de ellas emana?
            Aguardo. Aún vislumbro allí abajo las innumerables sendas de palabras que, dilatándose sobre los susurros del tiempo, encuentran la montaña.
–Tendrás que luchar por ésta, si es lo que quieres –dice la figura que se me antoja borrosa por momentos.
–¿Quién soy? –le digo. Creo que tengo una espada bajo mi puño derecho.
Desenvaina. No tan rápido como esa impostura que llevaba puesta me hubiera hecho pensar. Aquí no recuerdo nada. Ahora él está muerto. ¿Estuvo vivo en algún momento? Soy incapaz de recordarlo. La sangre se eleva hacia el cielo, como si quisiera reírse de la lluvia que ahora siento fría y afilada. La sangre, sin embargo, mana poderosa.
La contemplo en su ascensión queriendo preguntarme algo pero sólo encuentro signos de interrogación, vacíos de conceptos. Intento comprender cuál es la pregunta y todo se esfuma.
No me siento mejor. No puedo decir que no sienta nada, pero no recuerdo las sensaciones y cuando las noto sobre mi piel las siento lejanas, como si se partieran más allá del horizonte.
Sé que estoy aquí, pero ignoro de dónde vengo.
El tiempo se agolpa a mi espalda, alimentando mi desconcierto con el sonido de un otoño marchito, tendiéndose ante mí como un ominoso precipicio. Hay una oscuridad que parece insondable tras el pasar de cada segundo.
Sigo avanzando y logro distinguir tenues figuras en medio de mi caminar. Parecen doloridas. Parezco dolorido.
Creo que no hay plantas aquí.
Creo que no hay nada aquí.
Una montaña.
La ascensión es un enigma, una figura retórica banal. Mi vagar es sólo la palidez sin vida que veo. Mi espada es aliento escapando de la boca que quiere preguntar el mundo.
–Quizás puedas sobrevivir en este lugar –me dice una voz–. Sólo tienes que aprender a olvidar, a dejar atrás.
–No sé qué he olvidado –digo yo, sin saber siquiera qué sentir, ¿decepción? ¿Alegría tal vez?
–Es un buen comienzo –dice la voz que ahora sonríe sin rostro ni sonrisa.
–Y sin embargo no me encuentro en mi propia locura.
–¿Hasta dónde has llegado? –pregunta, como si la respuesta debiera desvanecerse detrás de nosotros.
–¿Qué hemos encontrado? –quiero saber a mi vez.
Pero no hay respuesta.
No hay nadie.
Y continúo mi camino.
La bruma me descubre una fuente de piedra, seca y cubierta de musgo, de cuyo interior nace la hiedra y sube al cielo apoyada sobre la senda que traza el viento. Y atrapado entre enredaderas yace un corazón. Está latiendo.
Tras unos minutos las ruinas de un castillo cercan mi mirada. Son sólo escombros que apenas fingen ser una muralla. Unos metros más adelante me contemplan los vestigios de una torre y un balcón.
Cuatro guerreros se unen contra mí. Pero son sólo rastrojos de hombres y mi olvido es más poderoso que su sed de almas. No tengo que rozar el pomo de mi acero ante su desaparición. El futuro y el pasado se me entrecruzan detrás de los párpados.
Así que ya estoy descendiendo a las catacumbas que aún perviven sobre su propia erosión y caída.
El fuego de una antorcha –acaso mía– ilumina lo cercano. Lo lejano son sólo tinieblas devorando el crepitar mismo de las llamas.
Mis cejas se arquean bajo el peso de una nostalgia que no llega a presentarse, la memoria me esquiva, dudando como un puño olvidado ante una puerta en medio del vacío más absoluto. La pérdida no encuentra reflejo en nada y ese sentimiento de soledad de mí mismo me estremece, haciendo temblar el anverso de mi cordura con un eco aferrándose a las mismas paredes de su ser. Y es que los límites del juicio sustentan esta hilera de recuerdos que no encuentro. El desconcierto nace de mis pasos extendiéndose como raíces ante mí. Las catacumbas me enseñan la muerte que soy. ¿Es eso lo que he creado? ¿He vivido, acaso? El olor a podrido emerge de la piedra, llegando tarde al evento, me golpea, me hiere. Vomito.
No sé qué habrá más adelante, me detengo, me niego.
No me imagino, soy incapaz de concebir siquiera un solo paso ante mí. El mundo, de repente, comienza a acorralarme contra mí mismo.
Decido volver atrás.
He olvidado algo importante: la montaña no late.
Y necesito continuar.
Pero las enredaderas aquí fuera cercan el corazón a reclamar.
Mi mano toma instintivamente mi espada. Y yo la detengo.
Observo el corazón. Es mío. No puedo saberlo, pero es mío y lo sé. La sensación vuelve del exilio, es súbita y clara como la evocación asaltándome desde las tierras de la imaginación a las que se fugó.
Y de repente adviene a mí la obviedad y entonces pienso que cambiaría esa muerte a la que me dirijo por este estancamiento, que preferiría vagar por toda la eternidad, antes que desaparecer, porque podría hacerme acompañar de una hueste infinita de dogmas si lo deseo, y podría enviar un batallón de palabras contra mi pesar y hacerlas morir una a una en mi lugar.
Y en este punto, lógicamente, empiezo a desplegarme e inevitablemente empiezo a regresar por el camino de los recuerdos que me escucha con cuidado.
Como a través de un espejo en un punto arbitrario del tiempo, vuelvo a las catacumbas, sumergiéndome en la oscuridad de nuevo. Esta vez el color negro tiene las características de lo liviano, pero no estoy acostumbrado a él y se hunde sobre la luz confundiendo las direcciones.
Claro que esta vez yo estoy aquí. Es decir, quizás no esté aquí, pero puedo sentirme viviendo, puedo incluso notar cada pelo erizado sobre mi piel.
El miedo se aviva como el fuego ante mi propia presencia y yo vuelvo a pensar.
Me estoy aferrando a lo que ya no tengo, como si fingiera no ver la luz detrás de una sombra, como si pudiera controlar mi destino, como si mi camino estuviese trazado de antemano por mi propia mano. Todo escapa a mi control y ante mí observo un nicho profundo. Debería descender, perderme en un laberinto interminable y miserable, derrotar a los fantasmas de mi propia muerte y fingir que la vida no está aquí. Pero ahora mismo no me importa si estoy vivo o muerto.
Así que pongo fin a la indecisión borrando un círculo con otro.
Asciendo al exterior y me alejo de las ruinas.
Contemplo el corazón con una curiosidad tan pura que se me hace extraña. Creo que si lo hubiese tomado en mi poder, lo devolvería a la hiedra en este preciso instante.
¿Si uno se siega a sí mismo, qué siembra ha de plantar después?
Aquí fuera sigue lloviendo.
Los caminos de letras van en todas direcciones. La montaña es una montaña.
Simplemente tomaré un camino que aún no he elegido. Y moriré y naceré a cada paso.
Las preguntas ya no importan, ni las respuestas tampoco. Quizá porque mi caminar es el de una pregunta viva.
Siento una calma que comparte la lluvia y sonrío. Y reparo en que sería incapaz de detener mis manos. Y la lluvia amaina lentamente.
Y me doy cuenta de que el mismo sol se mueve bajo mis dedos.
Y de que el orden y el desorden sólo eran una cuestión de palabras.

viernes, 1 de mayo de 2015

Negarlo todo

Negarlo todo:

            El pasador del pestillo quedó trabado con un sonido hueco y profundo. Ella, agotada, se apoyó contra la puerta. Suspiró dando un resoplido que convocaba toda calma que pudiera haber en la habitación, poca. Últimamente no dormía bien. Necesitaba un baño, se merecía uno. Fue al servicio, miró por la ventana. Se estaba nublando y tenía que poner flores en el alfeizar. Y estaría bien comprarse un perro para que le hiciera compañía.
Sonrió: no le gustaban esos pensamientos, creía que parecía una persona sola.
Se miró al espejo.
Veía dos ojeras oscureciéndose cada día más y cercándole sus ojos azules, observaba unos labios sonriendo en una mueca melancólica y rayana en lo desagradable, y contemplaba indecisa una barriga enorme. Le repugnaba su aspecto. No obstante se había dicho que tendría al niño. No tenía la culpa de nada de lo que había pasado. Iba a ser su primer hijo y era una historia triste. Ella quería cambiarla pero no se sentía bien, el embarazo le estaba dando problemas. Había gente que vivía todo aquello con una felicidad tan pura que despertaba en ella un sentimiento de ridículo agotado. No sabía por qué ella se merecía eso.
Y la soledad.
Y además estaban los sueños, extraños, oscuros, terribles. Pero no quería llamarlos pesadillas.
–Mátame –decía su bebé–. Mátame –una y otra vez.
Luego ella despertaba, se incorporaba a causa de la impresión, algunos días vomitaba, se encogía contra sus rodillas, comenzaba a temblar y lloraba.
Hoy procuraría relajarse.
Sacudió la cabeza, estaba en el agua, disfrutando de un baño caliente.
¿Su casa era así? El papel de las paredes estaba descolorido, el suelo estaba cubierto por planchas irregulares y pútridas ocultando la piedra bajo él. Los cristales tenían pequeñas manchas dejadas por una lluvia sórdida. De repente notó como la casa latía, fue una sensación totalmente clara, la más diáfana y oscura que había tenido nunca, como si la paranoia se instalase en la mentira de una calma aparente y las pesadillas estuvieran desgarrado su propio límite derramándose entre la realidad. El latido del piso llenó su propio corazón, sincronizándose en un ritmo lento, en una intensidad que se sentía como una enorme presión vaciando su pecho, llena de angustia.
Salió de la bañera sin secarse, las bombillas se sucedían colgando del techo, solitarias. Había algo sucio cubriéndolo todo.
¿Su casa era así? ¿Desde cuándo estaba en este lamentable estado? ¿Su casa era así?
Miró la puerta de entrada ante ella, sintió algo a su espalda trepando bajo un terror indeciso. Corrió hacia adelante y descorrió el pestillo.
La puerta no se abría y el mundo le cortaba la respiración abalanzándose sobre ella y empotrándola contra esa puerta que no la dejaba escapar. Golpeó la madera con los puños. Se hizo daño, moratones que se llenaban como sangre en una aguja hipodérmica. Su piel se hinchaba, el hueso la hería como si deseara salir de entre la carne.
Corrió hacia las ventanas, no se abrían. Intentó destruirlas arrojando una silla contra el cristal. No se rompía. Los vanos parecían licuarse en la pared, fundiéndose con la misma habitación, ella gritaba. Ella gritaba y lloraba. Sentía la casa a punto de hacerse añicos a su alrededor.
Rugía, pero ya era miedo y no odio lo que escapaba a través de su voz. Se acuclilló sollozando sin fuerzas, era una refugiada en la esquina del salón.
Se aproximó a la mirilla, dudó unos instantes, su estómago comenzó a constreñirse en una espiral imposible, empezó a devorarse tal vez para consumir su propio miedo que se había asentado tras el rencor más oculto, dolía. Al otro lado de la pequeña abertura circular que se asomaba desde la puerta no había visión. No veía negro, no veía absolutamente nada. Si miraba a través, no tenía ojos. A cambio oía el llanto de un bebé, berreando entre las sábanas de todas las noches en vela, pidiendo a su madre, implorando su mundo. Y después el mismo aire enrarecido cambiaba, más denso y vacío a la vez, y ella volvía a oírlo:
–Mátame –insistía su bebé una vez más–, por favor –suplicaba.
Dio dos pasos hacia atrás espantada. Se cubrió la tripa con las manos. Y bajo ellas comenzó a notar movimiento.
El tacto era viscoso, delgado, constante.
Vomitó al ver esos gusanos saliéndole a borbotones del ombligo sanguinolento, sobre su tripa redonda, arrancándole la piel, escapando de su interior. Y era tan doloroso que no podía ser algo suyo.
Tragó saliva mientras la cordura comenzaba a dudar de su propia presencia.
Y gritó. Fuerte, llena de lágrimas.
Y la sangre manaba y las larvas seguían naciendo, parásitos devorando su interior y sus sueños. Se los quitaba con las manos llenas de sangre, caían al suelo y comenzaban a moverse como latigazos contra su realidad. Y la sangre manchaba los tablones y el papel de las paredes. Ella se llevó las manos a la cara para no seguir contemplando el brillo de la bombilla que la iluminaba. Después, demasiado cansada como para seguir llorando, siguió quitándose esos parásitos que desgarraban su estómago en medio de su tormento y su terror. Dolía. Y caían. Y se movían.
Esto era una pesadilla…
¡Su casa no era así! Su casa no podía ser así…
Y los gusanos… ¡Y el espejo!
Al otro lado del espejo se vio a sí misma: trataba de decirse algo, parecía desesperada, como si sólo le quedasen unos pocos segundos y un puñado de palabras. Su reflejo golpeaba el cristal azogado con los puños y ella la miraba, con la vista perdiéndose entre lo que, desligado, ya no podía representar nada.
Apenas sí podía oírse.
Ya no entendía qué hacía allí, a ese lado del espejo.
Las palabras que se decía parecían no llegar, difuminándose en la disonancia que la separaba de sí misma.
Su casa era ésta, maltrecha, aguantando su respiración debajo de cada viga, soportando su corazón entre las grietas atrapadas, mientras los ciempiés comenzaban a salir para danzar con los gusanos.
Sin fuerzas, sin fuerzas…
El espejo se rompió, quizás había sido ella.
Quizás era lo único que podía romper.
Pero al otro lado del espejo alguien –una parte de sí misma– sentía un profundo dolor, totalmente distinto a todo cuanto pudiera acontecer en el interior de aquella pesadilla.
Un dolor desde fuera, extraño y sereno.
Pero que se iba apagando como un eco que se sabe mudo.

El jardín de la calle había reunido a dos vecinos que trataban de hacerse entender por encima del ensordecedor sonido de las sirenas, a este lado del cordón policial.
–Dicen que cogió un cuchillo y lo… esto… ex… extrajo, y murió.
–Es horrible.
–Dios, debía de estar loca.
–¿Cómo se llamaba?
–No lo sé…