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Le habría gustado decir que era la soledad, pero la
soledad y ella solían pasarlo muy bien juntas, y eso a pesar de que empezaron
muy jóvenes. No tenía nada que reprocharle.
Le habría gustado decir que los horarios le impedían
tener una vida social convencional, si bien cuidaba los pocos amigos que tenía
con mucho cariño. En realidad, no le gustaba la gente, era tan simple como eso.
Suponía que no sería en absoluto adecuado expresar ese pensamiento fuera de su
círculo de confianza, pero no le gustaba la gente y era muy feliz sabiéndolo. No
era nada personal, de hecho solía tratarla muy bien todo el mundo. Y además sus
gustos no tenían nada que ver con ese detalle.
El turno de noche en la morgue era perfecto, ella jamás
se aburría. Aunque tampoco se trataba de llenar el tiempo…
Probablemente tenía que ver con la estupenda relación que
tenía consigo: Se llevaba muy bien con ella misma. Si se ponía a pensar, no
dejaba a la imaginación parar, a veces hasta se reía sola, no podía evitarlo.
Le gustaban los pensamientos relacionados con el miedo como eje central de sus
reflexiones e inventar escenarios en los que estaba presente el sentimiento de
terror, pero variaba bastante en cuanto a temas, aunque el humor, cuando no iba
por libre, también pegaba muy bien junto al temor, una forma particularmente
escabrosa de humor negro.
En ocasiones leía un libro o jugaba a encestar bolas de
papel arrugadas en todas las papeleras que veía –sólo si eran para reciclaje– y
a veces paseaba por el edificio saludando a quien estuviera de guardia por allí.
También le gustaba mucho enfadarse con las cosas, para ella era el humor más
refinado: si el ascensor por ejemplo tardaba en llegar, primero se amohinaba y
luego ya comenzaba a darle ánimos. Solía hacer un descanso para comer a eso de
las cuatro de la madrugada, porque si no, la noche se le hacía muy larga.
Otras veces, normalmente también de madrugada, solía
sucumbir a sus impulsos con alegría, se encerraba en el baño y se daba placer
imaginándose con alguno de esos muertos. Siempre había sido así. Nunca le había
parecido nada negativo, no consideraba que mediante el sólo ejercicio de su
mente hiciera daño a nadie o hiriera sus sentimientos, así que, lo sopesaba en
una balanza moral y ésta se oxidaba y se rompía ante una lujuria tan aséptica
como el hospital.
No hacía nada de nada, es decir, nada malo.
Y no se sentía sola, enferma, sucia ni vacía, lo había
analizado.
La palabra “necrófila”, le resultaba divertida y tan
próxima a “nigromante” que no podía evitar sonreír al pensar en ella. A veces
se permitía el lujo de ser traviesa e imaginaba con picardía qué habría bajo
las sábanas y las bolsas negras.
Por otro lado su trabajo era bastante rutinario –que no
aburrido–, le ofrecía tiempo a espuertas y sustos de vez en cuando –si no eran
sus compañeros, su imaginación hacía el trabajo también a este respecto–.
Siendo fieles a la verdad casi siempre era ella quien
daba los sustos: era silenciosa y no solía dar señales de vida cuando veía a alguien
enfrascado en sus tareas, quizás porque a ella misma no le gustaba que la
interrumpieran durante su trabajo y consideraba que era lo más educado tratar a
los demás como le gustaría que la trataran a ella. En cualquier caso la gente,
al verla simplemente allí, pegaba un grito. Y entonces ella sonreía con una
sonrisa preciosa y cándida, un contraste involuntario que resultaba cautivador.
En algún momento de cada noche solía pensar que ojalá le permitieran acudir al
hospital con una daga serpentina, una calavera y un vestido negro. Y a veces
llevaba un vestido negro bajo la bata blanca y se imaginaba a sí misma en otras
épocas y lugares, eso sí, rodeada de muertos y sangre coagulada.
Pero eso era el trabajo en un día cualquiera.
Y hoy no era un día cualquiera.
Hoy estaba sola, y siempre que estaba sola se preguntaba
lo mismo: ¿era realmente malo mantener relaciones con un muerto reciente? Con
la debida protección, evidentemente. ¿Y si ella estuviera muerta, acaso le
importaría que le hicieran eso a una cáscara que, por lo demás, había resultado
muy útil hasta la desaparición de su consciencia y su capacidad para
preocuparse por las cosas? Le parecían preguntas, sólo preguntas sin
importancia al lado de temas de vida o muerte.
La verdad era que nunca había visto a ninguno erecto –era
un fenómeno estadísticamente improbable–, pero esta noche tenía que decidirse
rápido porque ante sus ojos, muy abiertos, y en la fría camilla de autopsias
estaba él preparado para ella.
El priapismo post-mortem no era algo frecuente más que en
casos de fallecimiento a causa de lesiones cerebrales determinadas, de
envenenamiento según tipos o por ahorcamiento, era básicamente un indicador de
muerte rápida y violenta. Con todo, extremadamente raro en un caso como aquél
que tenía tendido en la camilla.
Nadie lo notaría, lo trataría con respeto. Ella veía la
muerte todos los días. Ese hombre había fallecido súbitamente –probablemente
alguna enfermedad cardíaca difícil de diagnosticar hasta su aparición, abrupta
y repentina– y parecía en forma, muy en forma: su piel era bonita y casi
brillaba más que la de cualquiera de sus compañeros a pesar de estar helada a
través de los guantes de látex. Se notaba que había hecho ejercicio durante una
vida quizás no tan larga aunque tampoco corta. No es que fuera muy guapo, pero
sí era atractivo. Heterocromía central… eso le excitaba sin más. Cuestión de
gustos, suponía. Pero unos ojos bonitos… En fin, nadie lo notaría…
A veces se había imaginado un coito furtivo y el cuerpo
resucitando como de un coma, pero en aquella ocasión aquel pensamiento parecía
haberse esfumado. Únicamente estaba ahí, de pie, mirándole y a punto de echarse
a temblar de pura alegría.
Era curioso: ella veneraba la muerte y la vida. Le
parecía que la vida era hermosa y que a los muertos no se les despedía con los
rituales apropiados. Le parecía que el luto o velar el cadáver durante una
semana al menos era importantísimo para quienes se quedaban en este mundo, para
su aceptación. Encontraba injusto que muchos ancianos acabaran sus días en
asilos, como si estuvieran ya en brazos de la muerte cuando eran ellos –la
mayoría al menos– quienes se erigían como guardianes de toda la sabiduría que
habían acumulado sobre la vida, lógicamente. Consideraba injusto igualmente que
se enterrara a un finado tras unas escasas veinticuatro horas desde su
defunción, era una barbarie. Tratar de olvidar y superar a toda prisa algo tan
decisivo como era el cese de la existencia de un ser querido –o de quien fuera–,
no era sino cultivar un dolor prolongado a través de ceremonias rápidas,
inútilmente anestésicas: tratar de retener al que ya se ha ido por más tiempo
del necesario en lugar de aceptar que somos lentos aceptando según qué cosas.
Nadie podía huir de la muerte, sin embargo nos despedíamos de ella como si
nunca fuese a tocarnos con sus dedos de hueso, cerrando los ojos con
mucha fuerza y contando los segundos. Y no obstante era la muerte la que
contaba los segundos, en los hospitales sólo se concedían treguas a su juego,
pero nada más. En la morgue no se ofrecían más que respuestas médicas que no
solían modificar la realidad y en cualquier caso no aquélla que tanto le
preocupaba: los muertos merecían ritos.
Y aunque pudiera parecerlo, aquello no le resultaba
contradictorio con su inclinación: no iba a olvidarle y le daría un ritual. Al
menos ella sí le iba a tratar como a una persona digna, y sí rezaría por él, no
a un dios cualquiera –la idea de deidad le parecía absurda–, sino al mundo
entero. Siempre lo hacía, por todos y cada uno de ellos. Siempre, y si no
hubiese sido porque no acostumbraba a utilizar esa palabra, cualquiera hubiera
estimado sus pensamientos más profundos como algo sagrado. Siempre dejaba un
espacio de silencio puro, un espacio en el que podía sentir todo lo que aquello
significaba. Y despedirse de quien ya no estaba ahí.
Nunca hubiera entendido una crítica a su modo de ver las
cosas más que como el juego de los vivos usurpando el lugar de los muertos,
apropiándose de una indignación que no le pertenecía nadie –suponía que de ese
punto se trataba–. Estar vivo y hacer de muerto le parecía una locura. Por
supuesto hubiera aceptado comentarios aunque no juicios, ésos se los tendrían
que imponer por la fuerza.
Ella por su parte sabía que los hombres no mueren y que
los cadáveres jamás han vivido.
Leyó el historial en el ordenador: no tenía familia.
Sonrió. No es que tuviese muchas dudas a la hora de hacer lo que se proponía,
pero si además el destino se lo ponía en bandeja no podía más que bajarse las
bragas. Aunque le pareció un poco triste por un segundo, después abandonó la
idea al comprender la banalidad de un juicio sin información suficiente.
Palpó el bolsillo izquierdo de su bata, encontró un
preservativo y su corazón dio un vuelco, la noche se había puesto de acuerdo
con ella, no cabía duda. Le costó contener su respiración que empezaba a adelantársele
entrecortada. Se relamió sin querer, era algo tan salvaje que se detuvo unos
instantes a saborear la emoción.
Se desabrochó la bata, un botón tras otro, con delicadeza,
dejando que la impaciencia se llenara como la sangre se drenaba en una aguja:
tal vez nunca pudiera repetirlo y absolutamente todo resultaba pura lascivia
luchando a duras penas por contenerse en su interior. Apagó algunas luces, los
tubos fosforescentes temblaron ante ella.
Se abrazó a su cuello, erguida sobre el torso de él, notando
su sexo húmedo sobre la frialdad del cadáver, mirándole con una sonrisa
benévola.
–Soy la sacerdotisa de los muertos, encanto –le susurró
al oído, sus labios rozaban las palabras sobre aquella piel. Si la gente jugaba
al rol en la cama, ella no sería menos–. Haré que los dioses te reserven un
lugar a su lado –quería haber seguido con un “pórtate bien” pero le dio
vergüenza el humor negro y se lo guardó. De verdad que no deseaba mancillar la
memoria de aquel hombre.
Le miró con aprecio, después sus sentimientos volvieron a
encenderse con pasión. No necesitaba esperar, no necesitaba preliminares, la
prohibición, encadenada por su sed, luchaba contra su deseo en un juego que
hacía tiempo que había perdido. Y ahora su deseo se divertía con las
convenciones como un gato le arrancaba las alas a una mosca. Su deseo devoraba
el tiempo y ella se notaba húmeda y ardiendo. No iba a esperar.
Introdujo aquel miembro tan duro en su interior.
Llegó al orgasmo sólo con ese gesto y gimió sabiendo que
cada segundo allí encima sería el éxtasis que llevaba toda la vida imaginado.
El mundo se transformó en el más puro placer.
Él estaba frío. Ella, caliente.
Era
perfecto.
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