Un retal de Historia:
Había militares controlando a los civiles, pruebas
médicas rutinarias para mantener a raya los estadios más devastadores de la
infección que nos había sido inoculada a la fuerza, vehículos que parecían
fortalezas gravitando, polvo bajo los soles de este planeta ajeno a nuestra
herencia y llantos.
Un campo de refugiados improvisado en medio de un sistema
solar apenas explorado era una situación límite.
Éramos los mejores guerreros, adquirimos renombre y
conseguimos hacernos un hueco en el Consejo durante el transcurso de varias
centurias.
Los terranos y los narianos nos habían utilizado en su
guerra contra los nag. Después de que hiciéramos el trabajo sucio se unieron
para neutralizarnos mediante la tecnología robada a los mismos nag: el motivo
de nuestra cruzada destruyéndonos tras la victoria.
Habían conseguido neutralizarnos. Y era cruel.
Y la única diferencia entre los nag y ellos era la
honestidad: los nag querían eliminarnos a todos, eso era más honesto que
utilizar un chivo expiatorio en función de las circunstancias.
Nos habían despojado de nuestro sistema solar, las
huellas de nuestras culturas serían erradicadas y nosotros nos veríamos
obligados a llevar una vida nómada en pro de la estabilidad de esa galaxia por
la cual habíamos luchado y de la que habíamos sido exiliados. Nos provocaba un
sentimiento amargo rayano en lo ridículo cuando otros elegían lo que era
deseable y lo que no, cuando otros decidían qué era justo y qué no, cuando nos
robaban el derecho a trazarnos un destino, nos señalaban y nos hacían sufrir
mientras violaban a la palabra “paz” en sus idiomas.
Los militares hacían que todo pareciera un campo de
concentración, era involuntario no obstante, pero esa organización, esa disciplina,
esa jerarquía, esas alambradas letales, esas filas de gente, ese sentimiento de
que nada podía salirse de la norma si no era con una bala en la cabeza… Sí, un
pueblo guerrero cercado por sus propios genes.
Nuestros niños morían.
Nuestros niños morían y eso era lo justo porque si no, ¿destruirían
la civilización? Nuestra gente era guerrera pero no éramos avariciosos ni
deseábamos una expansión sin límites ni equilibrio respecto del medio que nos
debía sustentar. Nuestra gente era guerrera, no éramos unos necios cuya sed de
poder era tan fuerte que pensáramos que los demás eran como nosotros, y obviamente
los demás no lo eran.
Consideraron que podíamos ser peligrosos, que no
sabríamos qué hacer con lo conquistado, que lo arrasaríamos todo como cachorros
malcriados, que los destruiríamos a ellos porque nuestra naturaleza era la leyenda
de un combate perpetuo que ellos se habían apresurado a difuminar en su propio
imaginario. Justificaron sus propios miedos mientras contaban sus riquezas por
planetas. Y no podemos resignarnos a esbozar una sonrisa abandonada y señalar
que no nos habían sabido entender. Ellos se excusan y nuestro pueblo muere justo
detrás de sus palabras de altruismo, muere ante nuestros ojos, en el espacio que
queda entre nuestra impotencia y las buenas intenciones de nuestros verdugos.
Entendemos que para los políticos las vidas son sólo
números, para nosotros sin embargo las vidas son personas a las que conviene
recordar, incluso en el fragor de la batalla.
Avanzamos por el camino abierto por los militares y la
gente nos mira: los padres sostienen los cadáveres de sus hijos con una interrogación
en los ojos. La pregunta se había extraviado cerca de una desesperación tan
profunda que la realidad se ha llevado el deseo de seguir luchando por algo.
Somos testigos de un genocidio implacable, parece impersonal
sólo porque lo trae el tiempo.
Y contemplamos el ultraje en sus rostros: imploran por un
pasado que será expoliado, un futuro que nos ha sido arrebatado y un presente
sin hogar ni camino.
El polvo cubre rasgos famélicos, cuerpos mortificados que
ya no saben ir a la guerra para defender su propio honor. Algunos están
desnudos, despojados de todo cuanto pudieran tener salvo una vida precaria que
zozobra entre la inanición y la vergüenza. La dignidad se arrastra por miles de
ojos que ya no recuerdan qué significa mirar a otra criatura.
Y delante de nuestros pasos encontramos a ello.
Ello ha estado guiándonos sobre este sendero, nadie nos
ha exigido nada. Ello nunca intentó manipularnos, ni siquiera cuando dudamos.
Ello siempre nos ha dicho que debemos hacer lo que creamos oportuno, que nadie
podrá nunca decidir sobre nuestra vida, que si es nuestra voluntad renunciar,
renunciemos, que en ningún momento tenemos por qué seguir adelante. Nos explicó
todo lo referente a la síntesis de la cura, las mutaciones de nuestro cuerpo,
la necesidad, las probabilidades y todo cuanto nuestros hombres de ciencia
habían intentado llevar a cabo sin éxito con lo poco que aún poseían en
términos de materiales, investigadores e instalaciones.
Ello está ante nosotros, nos acompaña solemne al interior
del complejo.
–Aún puedes echarte atrás si lo deseas –afirma–, tu
palabra no es vinculante, no respecto a este asunto. Debemos preguntártelo una
vez más: ¿estás seguro?
–No, pero vamos a hacerlo.
–¿Hay algo de lo que desees hablar antes de hacerlo?
–Ya que vamos a renunciar a ella, de la vida.
–¿Algo en particular? –ello se encoge de hombros, quizás
hemos tenido demasiado tiempo para pensar.
–La comprensión y el pesar –respondemos, de eso queremos
hablar.
–Suena algo gris.
–Y sin embargo no toma ningún color. Los recuerdos se
tornan pesados cuando la memoria despoja de su sitio al olvido. Algo se va y
algo se queda y nos preguntamos si no son éstas las cosas equivocadas, si lo
que se va debía permanecer aquí, si lo que se queda es lo que debía marcharse.
Si nuestro corazón debía aferrarse al espíritu del valor, si la tristeza tenía
que marcharse siguiendo el camino de la lluvia cuando toca el cristal, si hay
vida antes de la muerte o si la soledad es una ficción por la que se deslizan
las sorpresas más sencillas. Nos preguntamos qué haremos más adelante, qué hará
nuestra gente, y si seremos capaces de aprender que las cicatrices y las
historias que relatan los ancestros son lecciones en lugar de heridas abiertas,
si los rezos deberían convertirse en una fe extraña sin rostro ni dios ni
tiempo. Si ellos o nosotros podremos entender lo que está ocurriendo. Suponemos
que hay muchas razones por las cuales alguien podría hacer lo que estamos
haciendo: deseo de inmortalidad con un nombre en el firmamento, el heroísmo de
quien sabe su sacrificio imprescindible, presión social, altruismo, miedo,
nobleza, convicciones éticas… no sé. Nosotros no hacemos esto por ninguna
razón.
–No deseas salvar a tu gente –asiente inseguro, rozando
la interrogación.
–Seguimos pudiendo elegir.
–¿Entonces estás preparado? –ante su pregunta creo que no
nos ha entendido del todo, hay desconcierto en lugar de convicción, aunque eso
no es importante.
–Sí, estamos preparados –es nuestra respuesta.
–Eres la cura –dice.
–Somos la cura –decimos a nuestra vez.
Ello está desconcertado, me pregunta de nuevo si estamos
dispuestos a continuar.
Y no podemos dejar de pensar en lo absurdo de los
acontecimientos cuando vemos el cielo sobre nosotros y pensamos que cada
estrella es un sistema solar, tal vez lleno de vida y decisiones.
Tenemos miedo a la muerte, es natural.
Pero nuestra historia no acabará aquí.
Y nuestro pueblo no morirá hoy.
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