¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

jueves, 15 de octubre de 2015

Un retal de Historia

Un retal de Historia:

Había militares controlando a los civiles, pruebas médicas rutinarias para mantener a raya los estadios más devastadores de la infección que nos había sido inoculada a la fuerza, vehículos que parecían fortalezas gravitando, polvo bajo los soles de este planeta ajeno a nuestra herencia y llantos.
Un campo de refugiados improvisado en medio de un sistema solar apenas explorado era una situación límite.
Éramos los mejores guerreros, adquirimos renombre y conseguimos hacernos un hueco en el Consejo durante el transcurso de varias centurias.
Los terranos y los narianos nos habían utilizado en su guerra contra los nag. Después de que hiciéramos el trabajo sucio se unieron para neutralizarnos mediante la tecnología robada a los mismos nag: el motivo de nuestra cruzada destruyéndonos tras la victoria.
Habían conseguido neutralizarnos. Y era cruel.
Y la única diferencia entre los nag y ellos era la honestidad: los nag querían eliminarnos a todos, eso era más honesto que utilizar un chivo expiatorio en función de las circunstancias.
Nos habían despojado de nuestro sistema solar, las huellas de nuestras culturas serían erradicadas y nosotros nos veríamos obligados a llevar una vida nómada en pro de la estabilidad de esa galaxia por la cual habíamos luchado y de la que habíamos sido exiliados. Nos provocaba un sentimiento amargo rayano en lo ridículo cuando otros elegían lo que era deseable y lo que no, cuando otros decidían qué era justo y qué no, cuando nos robaban el derecho a trazarnos un destino, nos señalaban y nos hacían sufrir mientras violaban a la palabra “paz” en sus idiomas.
Los militares hacían que todo pareciera un campo de concentración, era involuntario no obstante, pero esa organización, esa disciplina, esa jerarquía, esas alambradas letales, esas filas de gente, ese sentimiento de que nada podía salirse de la norma si no era con una bala en la cabeza… Sí, un pueblo guerrero cercado por sus propios genes.
Nuestros niños morían.
Nuestros niños morían y eso era lo justo porque si no, ¿destruirían la civilización? Nuestra gente era guerrera pero no éramos avariciosos ni deseábamos una expansión sin límites ni equilibrio respecto del medio que nos debía sustentar. Nuestra gente era guerrera, no éramos unos necios cuya sed de poder era tan fuerte que pensáramos que los demás eran como nosotros, y obviamente los demás no lo eran.
Consideraron que podíamos ser peligrosos, que no sabríamos qué hacer con lo conquistado, que lo arrasaríamos todo como cachorros malcriados, que los destruiríamos a ellos porque nuestra naturaleza era la leyenda de un combate perpetuo que ellos se habían apresurado a difuminar en su propio imaginario. Justificaron sus propios miedos mientras contaban sus riquezas por planetas. Y no podemos resignarnos a esbozar una sonrisa abandonada y señalar que no nos habían sabido entender. Ellos se excusan y nuestro pueblo muere justo detrás de sus palabras de altruismo, muere ante nuestros ojos, en el espacio que queda entre nuestra impotencia y las buenas intenciones de nuestros verdugos.
Entendemos que para los políticos las vidas son sólo números, para nosotros sin embargo las vidas son personas a las que conviene recordar, incluso en el fragor de la batalla.
Avanzamos por el camino abierto por los militares y la gente nos mira: los padres sostienen los cadáveres de sus hijos con una interrogación en los ojos. La pregunta se había extraviado cerca de una desesperación tan profunda que la realidad se ha llevado el deseo de seguir luchando por algo.
Somos testigos de un genocidio implacable, parece impersonal sólo porque lo trae el tiempo.
Y contemplamos el ultraje en sus rostros: imploran por un pasado que será expoliado, un futuro que nos ha sido arrebatado y un presente sin hogar ni camino.
El polvo cubre rasgos famélicos, cuerpos mortificados que ya no saben ir a la guerra para defender su propio honor. Algunos están desnudos, despojados de todo cuanto pudieran tener salvo una vida precaria que zozobra entre la inanición y la vergüenza. La dignidad se arrastra por miles de ojos que ya no recuerdan qué significa mirar a otra criatura.
Y delante de nuestros pasos encontramos a ello.
Ello ha estado guiándonos sobre este sendero, nadie nos ha exigido nada. Ello nunca intentó manipularnos, ni siquiera cuando dudamos. Ello siempre nos ha dicho que debemos hacer lo que creamos oportuno, que nadie podrá nunca decidir sobre nuestra vida, que si es nuestra voluntad renunciar, renunciemos, que en ningún momento tenemos por qué seguir adelante. Nos explicó todo lo referente a la síntesis de la cura, las mutaciones de nuestro cuerpo, la necesidad, las probabilidades y todo cuanto nuestros hombres de ciencia habían intentado llevar a cabo sin éxito con lo poco que aún poseían en términos de materiales, investigadores e instalaciones.
Ello está ante nosotros, nos acompaña solemne al interior del complejo.
–Aún puedes echarte atrás si lo deseas –afirma–, tu palabra no es vinculante, no respecto a este asunto. Debemos preguntártelo una vez más: ¿estás seguro?
–No, pero vamos a hacerlo.
–¿Hay algo de lo que desees hablar antes de hacerlo?
–Ya que vamos a renunciar a ella, de la vida.
–¿Algo en particular? –ello se encoge de hombros, quizás hemos tenido demasiado tiempo para pensar.
–La comprensión y el pesar –respondemos, de eso queremos hablar.
–Suena algo gris.
–Y sin embargo no toma ningún color. Los recuerdos se tornan pesados cuando la memoria despoja de su sitio al olvido. Algo se va y algo se queda y nos preguntamos si no son éstas las cosas equivocadas, si lo que se va debía permanecer aquí, si lo que se queda es lo que debía marcharse. Si nuestro corazón debía aferrarse al espíritu del valor, si la tristeza tenía que marcharse siguiendo el camino de la lluvia cuando toca el cristal, si hay vida antes de la muerte o si la soledad es una ficción por la que se deslizan las sorpresas más sencillas. Nos preguntamos qué haremos más adelante, qué hará nuestra gente, y si seremos capaces de aprender que las cicatrices y las historias que relatan los ancestros son lecciones en lugar de heridas abiertas, si los rezos deberían convertirse en una fe extraña sin rostro ni dios ni tiempo. Si ellos o nosotros podremos entender lo que está ocurriendo. Suponemos que hay muchas razones por las cuales alguien podría hacer lo que estamos haciendo: deseo de inmortalidad con un nombre en el firmamento, el heroísmo de quien sabe su sacrificio imprescindible, presión social, altruismo, miedo, nobleza, convicciones éticas… no sé. Nosotros no hacemos esto por ninguna razón.
–No deseas salvar a tu gente –asiente inseguro, rozando la interrogación.
–Seguimos pudiendo elegir.
–¿Entonces estás preparado? –ante su pregunta creo que no nos ha entendido del todo, hay desconcierto en lugar de convicción, aunque eso no es importante.
–Sí, estamos preparados –es nuestra respuesta.
–Eres la cura –dice.
–Somos la cura –decimos a nuestra vez.
Ello está desconcertado, me pregunta de nuevo si estamos dispuestos a continuar.
Y no podemos dejar de pensar en lo absurdo de los acontecimientos cuando vemos el cielo sobre nosotros y pensamos que cada estrella es un sistema solar, tal vez lleno de vida y decisiones.
Tenemos miedo a la muerte, es natural.
Pero nuestra historia no acabará aquí.
Y nuestro pueblo no morirá hoy.

jueves, 1 de octubre de 2015

Pura energía

Pura energía:

Las palabras iban y venían, fluctuaban formando un continuo a mi alrededor, un tejido que me atrapaba en una imposición ensartándome con nombres, nombres infinitos en número y longitud, ofrendas a mi núcleo más profundo que deseaba poder aferrarse a algo estático: alfileres para sujetar otro alfiler.
El sistema se asfixiaba en su complejidad, más allá los sucesos tenían lugar por encima de todo cuanto se abría a mis ojos.
El espacio podía resultar desolador cuando sólo se veían satélites inhóspitos, nebulosas y cometas a la deriva, y yo deseaba algo más, otro espacio dentro del espacio, como si quisiera sentirme sintiéndome desolado, maniatado en una tragedia de perspectivas observándome desde mi propio pulsar.
Mis compañeros me preguntaron si deseaba ayuda. Les dije que sí, me transmitieron algo que se parecía a hundirse en un suelo blando y que, al tiempo, era como caer por el vacío de una órbita planetaria para después amanecer como lo hacían las estrellas, como un fulgor súbito recortándose contra el horizonte de la negrura. Y me dijeron que obstruyera la transmisión e interrumpiera la señal, porque la suavidad era lo mismo que la dureza.
¿Nuestra raza quería decir algo, tenía un propósito acaso?
Pura energía, libre, pero confinada dentro de mis propios límites –autoimpuestos–.
Para nuestra especie esto era el paso a la adultez, dejar de huir hacia adelante para caer al vacío. Era desconcertante pensar en los eones de tiempo, en las civilizaciones abriéndose unas sobre otras, naciendo y desapareciendo mientras nosotros permanecíamos y tratábamos de comunicarnos con ellas, tal vez para seguir aprendiendo a través de las llanuras dimensionales que nunca poseyeron pasado o futuro alguno. Y es que aprender no era una misión, tan sólo un hecho.
Yo por supuesto era demasiado joven –incluso para muchas especies apenas longevas– y aún no entendía la magnitud de los océanos dimensionales. Pero de algún modo la sabiduría de mis antepasados estaba encerrada en mí, entrelazando todas las posibilidades en un único punto en el tiempo que no podía ser liberado bajo ningún deseo.
Ahora había una guerra interestelar, algunos querían utilizarnos. Algunos de los nuestros se dejaban utilizar, mera inquisición por el deseo –algo que no dejaba de atraernos por su profundidad–, quizás afán solamente, ansiando vivir mientras los mundos caían para volver a alzarse de nuevo. Las consecuencias eran la unión en medio de una red neuronal que funcionaba en un único instante y nunca más, y que por ese mismo motivo, no podía desaparecer.
Decían los ancestros que una vez fuimos perseguidos y diezmados bajo el nombre de “distorsión”, decían que hubo verdades que nos señalaban y nos llamaban mentira.
Y yo me encontraba en mi mazmorra de palabras, totalmente inventada, totalmente ajena salvo por un punto que rozaba la tangente de la realidad, agarrándose a su asidero para confirmar todo el artificio creado, la prisión buscando su propia justificación. Era tan obvio que parecía un juego sin objeto, como las piezas de un rompecabezas sin diseño alguno que, evidentemente, nunca coincidirán unas con otras. La fuerza de poco servía.
Fuimos de carne, pero renunciamos ella. Ni siquiera me interesa saber qué pudo ocurrir, probablemente fue un accidente, el cuerpo físico es una faceta de la energía que nunca debería ser desdeñada.
Pero nosotros cambiamos, también hubo una guerra, algunas especies surgieron, otras perecieron. Nosotros… somos. El cambio es interesante, y el juicio se alza sobre una balanza que quiso cortar el viento con el nudo del miedo. Por eso nosotros elegimos esto, no dejo de considerar esa decisión como irrelevante.
No moramos ajenos al dolor o a la pérdida, al amor o a la alegría. Ni siquiera escapamos del ciclo de vida y muerte. ¿Y por qué escapar? ¿De qué? ¿Para qué? ¿Hacia dónde?
Opté por viajar, me estaba contando una historia rota sobre el anhelo. Y no era lo que estaba buscando.
Fui a la luz, pero sólo hallé oscuridad.
Ansiaba ver la verdad, pero cada cosa era una mentira.
Repetía lo que me habían dicho en una frecuencia que se atragantaba de estática.
Quise sentir felicidad y sólo me sentí sintiéndome ser feliz, como la ilusión de la división de los conceptos adueñándose del mundo.
Cuando trataba de encontrarme, sólo era capaz de percibir aquello que había a mi alrededor, sin centro alguno.
Cuando quise descubrir qué era el odio, todo quedaba en paz.
Cuando me esforcé en la traición a los demás, me desperté sobre la lealtad a mí mismo,
Y sin embargo no podría decir que hubiera un polo sur y un polo norte en los planetas, no podría decir que lo contrario del frío era el calor. Sólo podría sentirlo como energía, en mi corazón, dilatándose incesante dentro de mí.
Tal vez estaba haciendo las preguntas equivocadas.
Tal vez estaba haciendo las preguntas correctas al ente erróneo.
Tal vez estaba situándome en el ángulo equivocado.
Tal vez estaba situándome, cuando no hay ningún lugar.
Tal vez estaba esperando, cuando las respuestas y las preguntas habían dejado de discutir.
Huir de algo, buscar algo, ¿era ésa la trampa? ¿Era ésa la comedia que los antiguos interpretaban?
Sólo ajeno al tiempo me tropezaba con el tiempo como si fuera un espectáculo.
Las palabras que no me dejaban salir de mí mismo, me ponían nombres, nombres a los que confiaba yo toda la realidad. Nombres vacíos, signos que representaban soles, partículas, experiencias. No había símbolos para decir tales cosas. Los símbolos sólo se decían a sí mismos. ¿Tal vez por eso podían ser la misma realidad? Al igual que sucedía con la bondad y la maldad, las palabras y su opuesto eran otra ilusión. No había causas ni efectos, sólo instantes, y lo bueno y lo malo era un cristal pudriéndose sin atmósfera en la cual ser.
Una nave espacial me envió una señal de ayuda.
Me dirigí a ellos, no sabían lo que era yo –ni yo lo que eran ellos–, pero me pidieron energía. Si el universo fuese algo fragmentado, yo les di un fragmento de algo que no sentía sino parte de mi propio ser para que continuaran su viaje y repararan su nave. Me equivoqué: Me reverenciaron y aunque oraban para agradecerme el rescate –no sin cierto temor a una represalia que escapaba a mi inteligencia y se incrustaba en mi estupidez–, muy pocas veces escuché las gracias que les doy a mis semejantes. Aprendí mucho: era fácil querer ver lo que uno quería ver, por eso nos intrigaba el deseo, indagar en nuestro interior se estaba empezando a convertir en olvidarlo.
Todo me resultaba atractivo y yo atraía a todas las cosas. El movimiento estaba ahí, dando vueltas sobre sí mismo en un juego rotacional.
Pensar que la mentira era una red vasta cuyos nexos tenían algo que aportar y que, por el contrario, la verdad era una luz que lo irradiaba todo, no podía sino ser otra mentira. Obviamente en ese planteamiento fallaba la base. Si hay verdad, ésta tiene que ser idéntica a la mentira. En un momento dado reparé en que cada cosa que llegaba a mi percepción, irradiaba esa luz. Luego no pude evitar darme cuenta de lo absurdo que era pensar que algo llegaba a mí como si estuviera viajando.
Era un imán para los cuerpos, y a la vez me agrietaba sin parar y sin destino.
Las paredes de mi prisión se combaban ante mi duda, no podían soportar el peso de lo que no era ninguna aserción, de lo que, aunque se lo propusiera, no podía decir nada acerca de nada. Sólo podía reír.
Liberé las palabras que me tenían cautivo, pasé de ser un relato a no ser, o tal vez a serlo todo, no es que pudiera comprenderlo en términos lógicos.
Las palabras por su parte se posaron sobre las cosas porque ésa era su naturaleza. Eran un fino velo, transparente ahora. Eran libres para ser lo que siempre habían sido.