¡Entren en su blog de literatura cutre!
Sí, caballeras y caballeros, conservo escrupulosamente unos estándares de baja calidad a los que me debo.

viernes, 15 de enero de 2016

Compartir con William Blake

Compartir con William Blake:

Naikari hizo brotar una flor de la roca maciza junto al rio, los pájaros volando en círculos.

Contempló cómo la piel del hombre se resquebrajaba bajo el peso de un millar de recuerdos y esperanzas escapándose de la correa en la mano de nadie.

Cubrió su caminar de espejos y los fue rompiendo uno a uno.

Las serpientes se enroscaban a descansar y las arañas vigilaban que el tiempo no desapareciera diluyéndose por las artistas de la no existencia pues no había nada que durase, jamás nada se perdería en el pasado, jamás nada vendría desde el futuro.

Los perros olfateaban la primavera en el aire sin preguntarse si el olor y sus hocicos eran cosas distintas.

Las parejas dejaban fluir el sexo por sus cuerpos trémulos bajo el sol, alejadas de los dogmas. La moral era la imposición del temor, la felicidad no dejaba de sudar.

Cada gota de rocío era la mañana y la mañana era cada gota de rocío.

Naikari cogió un libro y lo sacudió con fuerza, las letras cayeron al suelo y las páginas quedaron en blanco. Y sonrió.

El humo de un cigarro esperaba con cierta preocupación en las uñas, pero Naikari no hacía caso.

Se había enamorado del mundo, del dolor y del placer, de los días y sus noches, de cualquier aspecto de la realidad que estuviese gritando todo lo que no era. Del cielo soplaba y extraía la tierra y del fuego congelaba y extraía el hielo más frío.

Era el tejido onírico que se movía como un sendero de miel cabalgando el viento.

Enamorado como estaba, había descubierto esa certidumbre nebulosa que mora mucho más allá de la verdad y la mentira, emparentada con la belleza de todo evento. Las montañas le saludaban al verlo pasar.
El amor es la verdad, y la verdad es la verdad sólo porque existe el amor.

–¿Estás muerto o muerta, seas lo que seas? –dijo Tikal al verlo muy quieto.
–¿Quién eres tú? –inquirió Naikari a su vez.
–Qué pregunta más tonta, ¡como si alguien pudiera saber quién es!
–¿Y cuál es tu nombre?
–Tengo varios, ¿te gusta Tikal?
–Sí.
–¿Y me respondes a la pregunta? ¿Estás muerto?
–Todo el mundo se muere al menos una vez en la vida –de haber tenido, Naikari se hubiera encogido de hombros.
–Me lo tomo como un no entonces. ¿O un sí? No, porque si estuvieras muerto tendrías algún que otro inconveniente a la hora de mantener esta conversación, creo... Tengo una pregunta trampa: ¿la primavera viene cuando el invierno se va?
–¿Sólo has venido para romper el clímax de mis pensamientos?
–¡Exacto! –dijo Tikal mientras ella y el paisaje se alejaban de allí como si fueran un todo–. ¡La verdad es la verdad sólo porque existe el amor! ¡Dilo una vez más y será una mentira! ¡Quema el libro!


viernes, 1 de enero de 2016

Su primera cita

Su primera cita:

Entre el bullicio de la taberna, allí en un rincón, un humano y una elfa mantenían una conversación alrededor de una mesa. Él hablaba:
            –Lo que quiero decir es que no influye para nada: las cabezas pensantes del sistema siempre cuentan con un factor de rebeldía, eso mantiene vivo al propio sistema, sin ese factor, el sistema mismo dejaría de existir. En mi opinión, si lo que quieres es derribarlo, es mejor no odiarlo, sino comprender cómo funciona, dónde hay fisuras.
–¿Y cuál es tu propuesta? –quiso saber la elfa.
–Un acercamiento tangencial.
–Como una nube cruzando el cielo despejado –convino ella–. Yo creo que los humanos no soléis comprender la finitud ni la infinitud. Vuestros sentimientos no son vuestros, ni las tierras que cultiváis. El mundo es un enorme ser vivo tendiendo sus redes hacia el universo, como caminos que conectan las estrellas en una telaraña de relaciones que se retroalimentan.
–Eres muy aguda –le aseguró él maravillado–. La gente nos mira, ¿será nuestro arrebatador atractivo? –solía tomarse las cosas con humor.
–Siempre influye conservar todos los dientes –dijo la elfa haciendo chocar sus cervezas con determinación.
–Y las gónadas, mira a ése –el humano le señaló a otro humano: un hombre en muy mal estado.
Ella se giró visiblemente para observar al tipo con atención y asintió:
–Y las gónadas.
Bebieron.
–Sí, lo sabemos… –comenzó a decir un Bjorn algo molesto al ver acercarse a un grupo de malhumorados hacia su mesa.
–… “no queremos elfos aquí” –recitó Nara con voz grave.
Ambos se fueron levantando de sus sillas con lentitud.
–Porque es la primera vez que nos vemos –comenzó a decir Nara–, si no les hubiese dicho a esos pringaos que huelen a humano cutre.
–¿En serio?
–No, hombre –sonrió ella con franqueza–. No me gusta meterme en problemas innecesarios.
–¿Y por qué no esperas a decírmelo fuera del local? –le interrogó él con extrema curiosidad.
–¡Por favor, no me juzgues por esto, tronco! –se agachó tapándose la boca en un gesto típico de su gente, con sus enormes orejas puntiagudas tímidamente pegadas a su cabeza en aquella frase–. Te aseguro que se me ha ido la olla. En serio… te lo he dicho antes, no deberíamos haber fumado esa mierda con el estómago vacío –él no pudo evitar soltar una carcajada que sólo podía complicar aún más las cosas–. Pero si te digo la verdad soy bastante gilipollas, así que…
–¡Mola! Yo también, ¿hacemos un club? Podemos echar a gente y eso.
El tiempo, sin embargo, comenzaba a detenerse delante de las miradas de esos parroquianos que observaban enfurecidos lo que otros parroquianos tal vez aún más enfurecidos se disponían a apalizar.
Los pasos se aproximaban y Nara pudo sentir sus dedos descendiendo hacia la empuñadura de sus espadas gemelas. El bastón de Bjorn se deslizó hacia sus manos.
Y de pronto una sacudida que hacía vibrar la misma tierra sosegó toda furia. Los hombres detuvieron su avance sintiendo el suelo retumbar ante el poder. Las vigas de madera temblaron, chirriando a punto de quebrarse, un taburete se cayó al suelo. Después sólo hubo expresiones de alarma, mirando perdidas en todas direcciones, buscando una respuesta en medio de un espectáculo absurdo. Rostros derrotados por la magnitud que adquiría la realidad alrededor de ellos.
Fuera de la taberna el aire se rompió y varias voces comenzaron a gritar “¡Dragón! ¡Dragón!” –o algo bastante parecido– en una agonía aterrada.
Olía a quemado, muy cerca.
Notaron calor abrasando la piel ajena. Aunque no lo hubiera confesado a ella le daba hambre.
Alguien se meó.
Nara y Bjorn corrieron.
Quizás no fueron los primeros, pero sí fueron los últimos.
El fuego arrasaba la pequeña aldea en la montaña y el brazo de un infeliz que iba tras ellos se descomponía en cenizas imperturbables ante sus alaridos desesperados.
–¡El jarl de esta aldea me dijo que los dragones habían incubado en un rascacielos de hombres antiguos, está casi enterrado y también me dijo que el tío ese del castillo al oeste pagaría por el dragón! ¿Te hace? –le ofreció él mientras corrían.
–¡Es eso o morir! –acordó ella–. ¡Pero si sobrevivimos a esto sigo debiéndote una disculpa!
–¡Si sobrevivimos a esto no me deberás disculpa alguna!
–¡Pero necesitamos la orden del jarl con el puto sello!, ¡¿no?! –quiso saber la elfa mientras esquivaban una llamarada rápidamente, parcialmente cubiertos por la magia de Bjorn que invocaba los restos de energía que quedaban en el mundo de los muertos. El dragón había hecho un vuelo rasante sobre ellos, ahora tendrían unos segundos para pensar mientras escapaban del fuego. El batir de sus alas golpeaba el viento, arrastrando los sonidos hacia lo lejos.
–Necesitamos la orden del jarl, tío –repitió ella entre toses agotadas.
–Sí, si no, nos freirán a pagos adicionales –respondió el hechicero como pudo, justo antes de volver a correr.
–Oye, ¿y no es eso que está ardiendo en la mano de ese… emmm… esqueleto?
–¿Creo que sí? –se aventuró él.
–¿Tú crees que podemos vendérselo de todas formas? –inquirió ella preocupada.
–Supongo que en el peor de los casos pueden robarnos la pieza –seguían corriendo.
–Sí, es un día jodido para que quieran matarme tres veces.
–Bueno, el castillo está a dos días de camino cargando la cabeza de un dragón en una caravana que tendremos que aprender a fabricarnos. No es un gran consuelo.
–Todo son facilidades, ¡vaya una mierda de cita! –se quejó ella bromeando, parapetándose ambos tras lo que en tiempos tal vez fuese una especie de muralla.
–¿Esto es una cita? ¿En serio te gusta? –interrogó él. Se rieron–. Responde únicamente a la segunda pregunta.
–No mucho, pero nadie te ganará en interés ni en emoción jamás.
–Opino lo mismo –confesó él.
–Le hannon.
–¿Eso quería decir “gracias”? –quiso saber él dubitativo.
–Por supuesto.
–Vale que no te lo he dicho, tronca, pero desde el principio he pensado que hablas mi idioma perfectamente.
–Lo sé, muchas gracias –le dijo con la convicción de una guerrera–. ¿Pedil edhellen?
–No –afirmó él en élfico, inclinándose levemente–. ¿Por qué lo dices así, “le hannon”?
            –Me apetece. Y no varía el significado apenas.
–¡Eso mola! –exclamó él con una felicidad descontextualizada.
–¿Estás bien? –quiso saber ella mostrando genuina preocupación, muy divertida.
–Pues la verdad es que sí –ella se rió ante su comentario.
–Entonces ahora es buen momento para decidir qué hacer con el dragón –sugirió la elfa.
–Es incluso mejor –ella se rió de nuevo.
El dragón rugió con un chirrido agudo y potente que laceraba los tímpanos.
–Puedo trepar por esas vigas, pero…
–No te preocupes –siguió él–, puedo conseguir que subas a él con un poco más de rapidez y de una forma un poco más controlada.
–¿Tú a qué le das? –curioseó ella, él soltó una risotada.
–Dicen que a la destrucción –dijo él mostrándose a campo abierto y clavando su bastón en el suelo.
–¿Y puedes destruir su corazón con Leyenda?
–Eso cree la gente, pero lo cierto es que no, a menos que se trate de un dragón azul, tiene que ver con su composición química y toda esa movida –la magia de su bastón conjuró las cenizas de los muertos renegridos ante el fuego y convocó el pulsar de la tierra misma, los cuales ascendieron hasta atrapar al dragón entre unos grilletes de hueso y piedra, reteniéndolo contra el suelo.
–¡Eres interesante!– le gritó la elfa mientras trepaba por los irregulares eslabones que unían férreanente aquellas cadenas.
–¡Gracias!
Ella se movía rápido, aprovechando cualquier saliente sin pensar demasiado. Una vez arriba saltó sobre el lomo del dragón que se revolvía con una fuerza colosal aunque no lograba quebrar la esencia de la magia que lo retenía.
Nara sólo podía dar un único salto hasta las crines y, sin embargo, estaban demasiado lejos.
El dragón se contorsionaba impetuosamente, con la energía de los titanes. Ella ascendía y descendía por su propio centro de gravedad con cuidado, adaptándose con una relajación igual y opuesta a la furia y la tensión que el leviatán ejercía.
Sintió las escamas a punto de ondularse bajo sus pies, siguiéndolas con un ritmo perfectamente acompasado, más allá de la frontera que separaba todo tempo.
Porque si uno quería evitar caerse tenía que dejarse caer.
Se confió al mundo, sintiéndolo oscilar por todo su ser.
Y aprovechó la monumental potencia del movimiento que trepaba por sus piernas –el ímpetu que ella misma era– para salir despedida hacia las crines.
–¡Libéralo! –le pidió la elfa aferrándose a ellas como si su vida, efectivamente, le fuese en ello.
–¡¿Pero qué dices?! –respondió él incrédulo.
–¡El cuello estará más estable! –le aseguró.
–¡Tienes razón! –la contempló extrañado–. ¡Creía que tu gente no mata dragones! –los grilletes se convirtieron en polvo.
–¡Hacemos una excepción si van a acabar con gente muy guay! –el dragón se elevó con violencia en un vuelo terrible y poderoso–.  ¡Cuento contigo para no morir cuando me caiga de esta cosa, ¿vale, tío?!
–¡Yo también cuento conmigo!
Ella cabalgaba sobre el dragón, a ratos erguida y a ratos acuclillada sobre él. No estaba segura de si era un buen momento para desenvainar, creía que debía avanzar un poco más, hasta la cabeza, deslizándose por los cabellos de aquella bestia majestuosa. Aguardó.
El cuello fue ganando estabilidad rápidamente. Casi podía andar por encima de él. De cuando en cuando se agachaba con cautela, grácil, atenta a la menor vibración que se deslizara más allá de sus tobillos.
El dragón se revolvió lleno de rabia, intentando librarse de la criatura que, encaramada a sus crines, podía darle la muerte. Hizo una pirueta pesada sólo en apariencia y se puso boca abajo.
La elfa no pudo evitar reír a carcajadas mientras se aferraba a él.
Sus cabellos corrían veloces con el viento mientras el dragón intentaba deshacerse de ella, tan pequeña que tenía que escabullirse de sí mismo.
Ella trepó hasta la cabeza –no sin esfuerzo– mientras una bandada de pájaros se alejaba. Luchaba contra el viento y contra las sacudidas repentinas de la descomunal criatura. Notó el empuje de una energía que la ayudaba, que la sostenía más allá de la física, manteniéndola firmemente sujeta al vuelo del dragón. Bjorn, allí abajo, cerraba los ojos y se concentraba en sostener la magia, desafiando la realidad que se dejaba guiar a través de sus conjuros, leyendo en los secretos de la muerte, drenando la composición de la destrucción que se hacía fuerte en los cadáveres abrasados.
Nara desenvainó una de las espadas y la hundió en el cráneo del imponente animal.
–Goheno nin –susurró mientras la sangre y las vísceras la salpicaban.
El batir de alas se detuvo y éstas, imponentes, se derrumbaron semiplegadas a ambos lados de su cuerpo.
La aldea allí abajo era engullida por el fuego y la defunción.
El dragón se desplomó sin apoyo, cayendo desde las alturas, y la elfa rezó.
Y Bjorn conjuró las brasas mismas que se consumían elevándose como una tormenta oscura alrededor de él.
Nara descendía en caída libre por los cielos, veloz. Fue deteniéndose lentamente, como si fuera impulsada por una cortina de viento cálido que llegaba incluso a quemar un poco. La tierra se resquebrajó, la madera se pudrió y la hierba murió.
El dragón encontró la ladera de la montaña con un estrépito ensordecedor y una ola de polvo.
Pero ella vivió.
–Saldaré mi deuda con la vida –susurró Bjorn solemne.
Nara se sacudió los pantalones y le contempló maravillada.
–¡Le hannon!
–Podríamos haber muerto los dos, Nara. Si te digo la verdad nunca he utilizado la energía que crea la muerte para salvar una vida, no así: tenía que equilibrar las fuerzas del mundo con mi propio ser… Casi palmamos, en serio –sonrió él humilde.
–Pero estamos bien, ¿no? –quiso asegurarse la elfa.
 –Sí –se sonrieron.
Se abrazaron, ella cubierta de sangre, él de hollín.
–¡Trabajo en equipo! –exclamó Bjorn con alivio.
Chocaron palmas.
–Bueno, ahora podemos relajarnos, ¿no? –curioseó una Nara particularmente pícara.
–¿Sexo en la primera cita? No está mal, no está mal…
–Nos lo merecemos.
–Oye, ¿no es curioso que relajarse sea también una acción?
–Ahora desde luego que lo va a ser.
Se rieron, miraron alrededor, pusieron cara de circunstancias y asintieron.
Se besaron.
Y se desnudaron entre madera, cenizas, lascivia, cadáveres, huesos, sonrisas y fuego.