Su primera cita:
Entre el bullicio de la taberna, allí en un rincón, un
humano y una elfa mantenían una conversación alrededor de una mesa. Él hablaba:
–Lo que quiero decir es
que no influye para nada: las cabezas pensantes del sistema siempre cuentan con
un factor de rebeldía, eso mantiene vivo al propio sistema, sin ese factor, el
sistema mismo dejaría de existir. En mi opinión, si lo que quieres es
derribarlo, es mejor no odiarlo, sino comprender cómo funciona, dónde hay
fisuras.
–¿Y cuál es tu propuesta? –quiso saber la elfa.
–Un acercamiento tangencial.
–Como una nube cruzando el cielo despejado –convino ella–.
Yo creo que los humanos no soléis comprender la finitud ni la infinitud.
Vuestros sentimientos no son vuestros, ni las tierras que cultiváis. El mundo
es un enorme ser vivo tendiendo sus redes hacia el universo, como caminos que
conectan las estrellas en una telaraña de relaciones que se retroalimentan.
–Eres muy aguda –le aseguró él maravillado–. La gente nos
mira, ¿será nuestro arrebatador atractivo? –solía tomarse las cosas con humor.
–Siempre influye conservar todos los dientes –dijo la
elfa haciendo chocar sus cervezas con determinación.
–Y las gónadas, mira a ése –el humano le señaló a otro
humano: un hombre en muy mal estado.
Ella se giró visiblemente para observar al tipo con
atención y asintió:
–Y las gónadas.
Bebieron.
–Sí, lo sabemos… –comenzó a decir un Bjorn algo molesto
al ver acercarse a un grupo de malhumorados hacia su mesa.
–… “no queremos elfos aquí” –recitó Nara con voz grave.
Ambos se fueron levantando de sus sillas con lentitud.
–Porque es la primera vez que nos vemos –comenzó a decir
Nara–, si no les hubiese dicho a esos pringaos que huelen a humano cutre.
–¿En serio?
–No, hombre –sonrió ella con franqueza–. No me gusta
meterme en problemas innecesarios.
–¿Y por qué no esperas a decírmelo fuera del local? –le
interrogó él con extrema curiosidad.
–¡Por favor, no me juzgues por esto, tronco! –se agachó
tapándose la boca en un gesto típico de su gente, con sus enormes orejas puntiagudas
tímidamente pegadas a su cabeza en aquella frase–. Te aseguro que se me ha ido
la olla. En serio… te lo he dicho antes, no deberíamos haber fumado esa mierda
con el estómago vacío –él no pudo evitar soltar una carcajada que sólo podía
complicar aún más las cosas–. Pero si te digo la verdad soy bastante
gilipollas, así que…
–¡Mola! Yo también, ¿hacemos un club? Podemos echar a
gente y eso.
El tiempo, sin embargo, comenzaba a detenerse delante de
las miradas de esos parroquianos que observaban enfurecidos lo que otros
parroquianos tal vez aún más enfurecidos se disponían a apalizar.
Los pasos se aproximaban y Nara pudo sentir sus dedos
descendiendo hacia la empuñadura de sus espadas gemelas. El bastón de Bjorn se
deslizó hacia sus manos.
Y de pronto una sacudida que hacía vibrar la misma tierra
sosegó toda furia. Los hombres detuvieron su avance sintiendo el suelo retumbar
ante el poder. Las vigas de madera temblaron, chirriando a punto de quebrarse,
un taburete se cayó al suelo. Después sólo hubo expresiones de alarma, mirando
perdidas en todas direcciones, buscando una respuesta en medio de un
espectáculo absurdo. Rostros derrotados por la magnitud que adquiría la
realidad alrededor de ellos.
Fuera de la taberna el aire se rompió y varias voces
comenzaron a gritar “¡Dragón! ¡Dragón!” –o algo bastante parecido– en una agonía
aterrada.
Olía a quemado, muy cerca.
Notaron calor abrasando la piel ajena. Aunque no lo
hubiera confesado a ella le daba hambre.
Alguien se meó.
Nara y Bjorn corrieron.
Quizás no fueron los primeros, pero sí fueron los
últimos.
El fuego arrasaba la pequeña aldea en la montaña y el
brazo de un infeliz que iba tras ellos se descomponía en cenizas imperturbables
ante sus alaridos desesperados.
–¡El jarl de esta aldea me dijo que los dragones habían
incubado en un rascacielos de hombres antiguos, está casi enterrado y también
me dijo que el tío ese del castillo al oeste pagaría por el dragón! ¿Te hace?
–le ofreció él mientras corrían.
–¡Es eso o morir! –acordó ella–. ¡Pero si sobrevivimos a
esto sigo debiéndote una disculpa!
–¡Si sobrevivimos a esto no me deberás disculpa alguna!
–¡Pero necesitamos la orden del jarl con el puto sello!, ¡¿no?!
–quiso saber la elfa mientras esquivaban una llamarada rápidamente,
parcialmente cubiertos por la magia de Bjorn que invocaba los restos de energía
que quedaban en el mundo de los muertos. El dragón había hecho un vuelo rasante
sobre ellos, ahora tendrían unos segundos para pensar mientras escapaban del
fuego. El batir de sus alas golpeaba el viento, arrastrando los sonidos hacia
lo lejos.
–Necesitamos la orden del jarl, tío –repitió ella entre
toses agotadas.
–Sí, si no, nos freirán a pagos adicionales –respondió el
hechicero como pudo, justo antes de volver a correr.
–Oye, ¿y no es eso que está ardiendo en la mano de ese…
emmm… esqueleto?
–¿Creo que sí? –se aventuró él.
–¿Tú crees que podemos vendérselo de todas formas?
–inquirió ella preocupada.
–Supongo que en el peor de los casos pueden robarnos la
pieza –seguían corriendo.
–Sí, es un día jodido para que quieran matarme tres
veces.
–Bueno, el castillo está a dos días de camino cargando la
cabeza de un dragón en una caravana que tendremos que aprender a fabricarnos.
No es un gran consuelo.
–Todo son facilidades, ¡vaya una mierda de cita! –se
quejó ella bromeando, parapetándose ambos tras lo que en tiempos tal vez fuese
una especie de muralla.
–¿Esto es una cita? ¿En serio te gusta? –interrogó él. Se
rieron–. Responde únicamente a la segunda pregunta.
–No mucho, pero nadie te ganará en interés ni en emoción
jamás.
–Opino lo mismo –confesó él.
–Le hannon.
–¿Eso quería decir “gracias”? –quiso saber él dubitativo.
–Por supuesto.
–Vale que no te lo he dicho, tronca, pero desde el
principio he pensado que hablas mi idioma perfectamente.
–Lo sé, muchas gracias –le dijo con la convicción de una
guerrera–. ¿Pedil edhellen?
–No –afirmó él en élfico, inclinándose levemente–. ¿Por
qué lo dices así, “le hannon”?
–Me apetece. Y no varía el
significado apenas.
–¡Eso mola! –exclamó él con una felicidad
descontextualizada.
–¿Estás bien? –quiso saber ella mostrando genuina
preocupación, muy divertida.
–Pues la verdad es que sí –ella se rió ante su comentario.
–Entonces ahora es buen momento para decidir qué hacer
con el dragón –sugirió la elfa.
–Es incluso mejor –ella se rió de nuevo.
El dragón rugió con un chirrido agudo y potente que
laceraba los tímpanos.
–Puedo trepar por esas vigas, pero…
–No te preocupes –siguió él–, puedo conseguir que subas a
él con un poco más de rapidez y de una forma un poco más controlada.
–¿Tú a qué le das? –curioseó ella, él soltó una risotada.
–Dicen que a la destrucción –dijo él mostrándose a campo
abierto y clavando su bastón en el suelo.
–¿Y puedes destruir su corazón con Leyenda?
–Eso cree la gente, pero lo cierto es que no, a menos que
se trate de un dragón azul, tiene que ver con su composición química y toda esa
movida –la magia de su bastón conjuró las cenizas de los muertos renegridos
ante el fuego y convocó el pulsar de la tierra misma, los cuales ascendieron
hasta atrapar al dragón entre unos grilletes de hueso y piedra, reteniéndolo
contra el suelo.
–¡Eres interesante!– le gritó la elfa mientras trepaba
por los irregulares eslabones que unían férreanente aquellas cadenas.
–¡Gracias!
Ella se movía rápido, aprovechando cualquier saliente sin
pensar demasiado. Una vez arriba saltó sobre el lomo del dragón que se revolvía
con una fuerza colosal aunque no lograba quebrar la esencia de la magia que lo
retenía.
Nara sólo podía dar un único salto hasta las crines y,
sin embargo, estaban demasiado lejos.
El dragón se contorsionaba impetuosamente, con la energía
de los titanes. Ella ascendía y descendía por su propio centro de gravedad con
cuidado, adaptándose con una relajación igual y opuesta a la furia y la tensión
que el leviatán ejercía.
Sintió las escamas a punto de ondularse bajo sus pies, siguiéndolas
con un ritmo perfectamente acompasado, más allá de la frontera que separaba todo
tempo.
Porque si uno quería evitar caerse tenía que dejarse
caer.
Se confió al mundo, sintiéndolo oscilar por todo su ser.
Y aprovechó la monumental potencia del movimiento que
trepaba por sus piernas –el ímpetu que ella misma era– para salir despedida
hacia las crines.
–¡Libéralo! –le pidió la elfa aferrándose a ellas como si
su vida, efectivamente, le fuese en ello.
–¡¿Pero qué dices?! –respondió él incrédulo.
–¡El cuello estará más estable! –le aseguró.
–¡Tienes razón! –la contempló extrañado–. ¡Creía que tu
gente no mata dragones! –los grilletes se convirtieron en polvo.
–¡Hacemos una excepción si van a acabar con gente muy
guay! –el dragón se elevó con violencia en un vuelo terrible y poderoso–. ¡Cuento contigo para no morir cuando me caiga
de esta cosa, ¿vale, tío?!
–¡Yo también cuento conmigo!
Ella cabalgaba sobre el dragón, a ratos erguida y a ratos
acuclillada sobre él. No estaba segura de si era un buen momento para desenvainar,
creía que debía avanzar un poco más, hasta la cabeza, deslizándose por los
cabellos de aquella bestia majestuosa. Aguardó.
El cuello fue ganando estabilidad rápidamente. Casi podía
andar por encima de él. De cuando en cuando se agachaba con cautela, grácil,
atenta a la menor vibración que se deslizara más allá de sus tobillos.
El dragón se revolvió lleno de rabia, intentando librarse
de la criatura que, encaramada a sus crines, podía darle la muerte. Hizo una
pirueta pesada sólo en apariencia y se puso boca abajo.
La elfa no pudo evitar reír a carcajadas mientras se
aferraba a él.
Sus cabellos corrían veloces con el viento mientras el
dragón intentaba deshacerse de ella, tan pequeña que tenía que escabullirse de
sí mismo.
Ella trepó hasta la cabeza –no sin esfuerzo– mientras una
bandada de pájaros se alejaba. Luchaba contra el viento y contra las sacudidas
repentinas de la descomunal criatura. Notó el empuje de una energía que la ayudaba,
que la sostenía más allá de la física, manteniéndola firmemente sujeta al vuelo
del dragón. Bjorn, allí abajo, cerraba los ojos y se concentraba en sostener la
magia, desafiando la realidad que se dejaba guiar a través de sus conjuros,
leyendo en los secretos de la muerte, drenando la composición de la destrucción
que se hacía fuerte en los cadáveres abrasados.
Nara desenvainó una de las espadas y la hundió en el
cráneo del imponente animal.
–Goheno nin –susurró mientras la sangre y las vísceras la
salpicaban.
El batir de alas se detuvo y éstas, imponentes, se
derrumbaron semiplegadas a ambos lados de su cuerpo.
La aldea allí abajo era engullida por el fuego y la defunción.
El dragón se desplomó sin apoyo, cayendo desde las
alturas, y la elfa rezó.
Y Bjorn conjuró las brasas mismas que se consumían
elevándose como una tormenta oscura alrededor de él.
Nara descendía en caída libre por los cielos, veloz. Fue
deteniéndose lentamente, como si fuera impulsada por una cortina de viento
cálido que llegaba incluso a quemar un poco. La tierra se resquebrajó, la
madera se pudrió y la hierba murió.
El dragón encontró la ladera de la montaña con un
estrépito ensordecedor y una ola de polvo.
Pero ella vivió.
–Saldaré mi deuda con la vida –susurró Bjorn solemne.
Nara se sacudió los pantalones y le contempló
maravillada.
–¡Le hannon!
–Podríamos haber muerto los dos, Nara. Si te digo la
verdad nunca he utilizado la energía que crea la muerte para salvar una vida,
no así: tenía que equilibrar las fuerzas del mundo con mi propio ser… Casi
palmamos, en serio –sonrió él humilde.
–Pero estamos bien, ¿no? –quiso asegurarse la elfa.
–Sí –se sonrieron.
Se abrazaron, ella cubierta de sangre, él de hollín.
–¡Trabajo en equipo! –exclamó Bjorn con alivio.
Chocaron palmas.
–Bueno, ahora podemos relajarnos, ¿no? –curioseó una Nara
particularmente pícara.
–¿Sexo en la primera cita? No está mal, no está mal…
–Nos lo merecemos.
–Oye, ¿no es curioso que relajarse sea también una
acción?
–Ahora desde luego que lo va a ser.
Se rieron, miraron alrededor, pusieron cara de
circunstancias y asintieron.
Se besaron.
Y se desnudaron entre madera, cenizas, lascivia,
cadáveres, huesos, sonrisas y fuego.