Tikal:
El olor de los secretos es
fuerte y dulzón, y la nariz se me queda arriba –no sé muy bien dónde– mientras
las palabras se me resbalan por los brazos. ¡A nadar! ¿A andar? ¡Que no, que no
es eso! Que si quiero que me siento, que te digo que soy el sol que me baña las
lágrimas del laberinto. Por eso estoy aquí.
Guardiana del Agua, me dicen, como si el agua fuese un sentimiento que no
pasa por la cerradura de los tiempos.
El Árbol de los Dioses sin Nombre me mira con cara de madera y yo me río.
“¡No vaya a ser!”, le digo y el eco de mis letras me deja sorda. ¡Qué mareo! Si
las lunas no fueran los colores del cielo creo que no podría vestirme.
El sol me dice que se siente ser yo, calentito. El vello de la piel se
despereza, como si se inclinara ante él.
A veces siento que los propósitos ya se han roto contra el suelo en un
montón de excusas que nadie se llegó a creer, supongo que los que caminan
enhebran sus pasos a través de las preguntas y sólo llegan hasta este árbol
cuando ya no queda senda bajo los pies en forma de horizonte y cuando ya no
buscan a nadie. Cuando sólo hay un destino por tejer. Eso o están locos, claro.
¡Sí, que sí!, la cordura y yo somos muy buenas amigas, pero, ejemmm… nos vemos
poco. Somos de ésas que saben que a la otra le irá muy bien por su cuenta y que
se quieren mucho y se abrazan muy fuerte al verse.
El gato gris que siempre está conmigo juega con sus maullidos entre estos
dedos míos tan finos, y mis dedos hacen un remolino alrededor de sus bigotes y
se mueven como un hilo al viento entre sus patas. ¡Este gato es inmortal, qué
miedo! ¡Túúúúú… tutú, turururú! Qué de sed, qué de encuentros, a la luz de los
sueños el otoño se abre ante mí con un perfume ocre y sereno que se cierra y me
inunda la calidez llena de síes y puntos suspensivos brincando por todas partes.
Hablar y escribir es un desperdicio alegre de las palabras que si no saben
reír es porque no se las escucha siendo escarcha delante del ceño fruncido al
deshacerse. ¡Deshielo, desdicho, acaramelado como el enigma que se sabe chiste!
Por eso no podría quedarme en silencio. O sí… o sea… a ver… que yo no hablo
todo el día, a veces estoy calladita. La verdad es que el gato es mucho mejor
auditorio de lo que uno podría pensar a simple vista…
Hay una niña delante de mí, pequeña, pequeña, pequeña como el universo.
Diminuta, minúscula, ¿o sólo enana?, ¿renacuaja?, no sé… poca cosa, chiquitina
ella, y ocupa una realidad entera, porque se la ve tan vacía de cosas que el
pensamiento barre sus propios resortes y hace un tirabuzón jugando a
solidificarse contra un enunciado cuando sólo se recuerda viento. Y los pétalos
de cerezo se le acercan a la niña porque siempre han sido muy curiosos. Y mis
ojos tiran de mí y también me susurran en un grito: “¡curiosea, Tikal, curiosea!”.
¿El mundo me está robando una sonrisa? ¡Ajá! ¡Te pillé! Umpf… no me cabe en
los bolsillos, ¡qué morro tiene! Pero como no es mía campa a sus anchas por mis
labios, ¡será caradura! ¡Vuelve aquí! ¡Vuelve aquí, artera! ¡Venga, al bolsillo
o me enfado! Comencé a reírme a carcajadas, en pretérito, no porque quisiera
atraparme en el pasado ni guardarme para el futuro, no, no.
¡Qué indignación! ¡Como si yo fuera feliz todo el día! Y yo creo que de
cuatro a siete de la tarde… igual sólo estoy… ¿siendo la hierba? En fin, da
igual. Así que vuelvo a reírme a carcajada limpia… o sucia. ¿Es blanca? Porque
yo creo que tiene el color de una promesa que se abre y se cierra en el mismo
instante, suena clara y nítida, como las cosas sinceras o como una sola gota cayendo
en un pozo. Como el agua… ¿Tendrá eso algo que ver? En fin, menuda chorrada…
Tiene que ver como las montañas recortándose contra el naranja y el verde y el
púrpura que hay bajo las estrellas, los dos soles y las no sé cuántas lunas. En
este horizonte se contemplan varios días y varias noches, lo cotidiano es
espectacular. Los olores se trenzan en mi calma, y el mundo hace una reverencia
cuando los rayos de sol se ondulan por un momento, pasándoselo muy bien. Las
perspectivas no saben a dónde ir, así que los ángulos de las cosas se sienten
desubicados. ¡Eh! ¡Tranquilidad! Además creo que la peque me está mirando
mientras almuerzo, es raro.
–Maestra Tikal –dice la niña, me giro del todo, tengo comida en la boca
pero la aguanto, no respondo, o no respondo mucho y así escupo poco. ¡No hay
que desperdiciar la comida, niños!
–No foy maeftda, maeftdo ef el ádbol efte.
–Se le ve bien –dice la chiquilla que, afortunadamente, ha entendido a mi
comida.
–Eftá fuefte –trago con un esfuerzo sonoro e indecoroso en algún mundo
timorato– y tiene buena pinta, digo yo, la verdad es que no entiendo mucho de
jardinería, ¿tú? –le pregunto ofreciéndole algo de comer.
–Qué va –responde a ambas cosas.
La niña me mira, parece atenta y paciente. Y no tiene ni idea de por qué
está aquí: su mirada es tan clara como la sinceridad y no está confusa.
–El mundo es tu respiración –le digo, sólo por ver cómo reacciona. Hala,
metafísica dura y absurda para alumnos extraños que salen de no se sabe dónde.
–¡Mola! –responde. Huelga decir que no sé lo que significa esa palabra,
pero ella parece entusiasmada–. ¿Cómo no iba a cambiar el mundo si le cambias
el compás? –me dice resuelta. Exactamente.
–Claro –comienzo a decir–, no son las cosas, sino su rigidez, lo que se
rompe –la pequeña asiente.
–¿Puedo bañarme en la charca esa? –me pregunta.
–Tú puedes hacer lo que tú quieras, campeona.
Y la salpicadura se zambulló en el calor del sol mientras la hierba me
hacía sitio para que me convirtiera en una bola hecha un ovillo de lana. El
olor de las verdades se apresuraba hacia el norte, con ese regusto ácido y
suave que tienen las paradojas al raspar la dureza.
Hoy me sentía la tranquilidad del verano rozando el verso sobre una
naranja, será por eso que los caminos nos reúnen siempre con aquéllos que saben
bailar nuestro paso.
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