“Estudiarse a sí mismo significa olvidarse de sí mismo”.
DOGEN.
Los adultos son cuentos para niños:
El asentamiento era un sitio tan pequeño que costaba
encontrarlo incluso cuando estabas ya en él. Apenas unas pocas casas con más
apaño que construcción se alzaban sobre los restos de lo que hubo de ser un
poblado costero y sencillo junto a un riachuelo, y es que toda pieza
mínimamente útil era empleada para resolver cualquier problema estructural, y
Kalani había encontrado algún pasatiempo reparando cosas y dejando una firma
colorista en sus arreglos. Había aprendido mecánica básica más por desconfianza
que por curiosidad, a leer por puro amor, cómo utilizar el baño por comprobar
empíricamente lo que parecía fascinante a nivel teórico, algo de historia,
números y letras por pragmatismo y a estar rodeada de gente porque la realidad
se le había echado encima. Vivían casi ciento cincuenta personas allí dedicadas
al estudio, a la ganadería y la supervivencia más elemental, así que la joven
estableció una pequeña red de trueques y favores en unas dos semanas tras su
llegada.
En la noche
el pueblo disfrutaba de luz eléctrica a la salvaguarda de los valles y las
montañas que lo rodeaban, aunque la mayor parte de la energía se destinaba a la
fábrica de municiones, dado que era la garantía de que aquellas gentes tenían
algo que ofrecer al exterior. El exterior por su parte podía elegir cómo adquirir
la munición y, sobre todo, si deseaba llevársela puesta. Por último el faro se
alzaba permanentemente apagado junto a una cala, recogiendo todo el saber que
conseguía retener como si fuera una biblioteca, la garantía de que aquellas
gentes tenían algo que ofrecerse a sí mismas.
Kalani
llevaba tres años en aquel lugar, haciendo caso omiso de casi todo y viviendo
una vida que se le hacía cada vez más extraña: nadie pretendía matarla casi
nunca, sólo le echaban la bronca. Aunque a decir verdad ella lo habría dado todo
por el asentamiento: tenían libros y agua caliente. Era esa clase de sitio en
el que la gente se conocía y tenía la ropa tendida por cualquier parte.
Ese día de verano la joven se despertó a media mañana, lo
que en sus perezosos términos era claramente madrugar.
Después se
metió en líos.
–¿¡Qué te ha pasado en la cara, Kalani!? –exclamó Rhys,
uno de los médicos del asentamiento, alarmado, corriendo hacia el frigorífico y
trastabillando por lo somnoliento.
–Me he caído encima de un buen puñetazo –resolvió ella–.
Si no te convence, tengo más evasivas curradas.
El centro de
salud era el tercer edificio más grande del pueblo tras el faro-biblioteca y la
fábrica, y la segunda área mejor cuidada tras la zona de los generadores
hidroeléctricos del río.
–¿Nada de informes? –inquirió él con una voz que
tironeaba de sí misma a través del cansancio mientras le aplicaba a Kalani un
poco de hielo sobre la hinchazón–. Sujétate esto con el trapo –le dijo a un
volumen un poco más bajo, sus palabras densas como el aceite sin refinar.
–Nada de
informes, si puede ser –pidió Kalani. Se sentaron en dos sillas.
–Necesito un
favor –comenzó él.
–¿Quieres
que me desnude y me cubra de yogur? –interrogó la joven con travesura–. Un poco
exótico, pero acepto si consigues el yogur.
–Kalani,
centra un poco esa destilería a punto de explotar que tienes por cerebro, por
favor –su agotamiento no estaba de humor ácido.
–Perdón,
asunto serio, continúa –la mano de Kalani empujó sus propias palabras a un
lado.
–Tenemos que
ir a la ciudad.
–¿A qué?
–peguntó ella, dispuesta y decidida.
Él se
levantó con esfuerzo y miró a través de la puerta de cristal que separaba la
habitación contigua en la cual yacía una paciente sobre una camilla, el médico
se mantenía en un silencio elocuente.
–Necesito
simeprevir o en su defecto interferón y ribavirina –le informó él, Kalani le
miró demandando algo de contexto–, son medicamentos para tratar la hepatitis C,
de Shannon, puede derivar en crioglobulinemia, hepatocarcinoma o vasculitis
leucocitoclásica –Kalani asintió como si hubiera entendido absolutamente todo
lo que le estaba diciendo, dejando sólo un resquicio para la sorna porque… en
fin, porque era un asunto serio– y apenas tenemos medios para diagnosticar ni
tratar nada. Los medicamentos figuran en el inventario que hicimos de la cámara
frigorífica, ¿tú estabas? –Kalani asintió de nuevo–, espero que sigan ahí. No
quiero pensar qué pasará cuando las reservas de medicinas se agoten –confesó él,
abrumado por aquella perspectiva–. Shannon está… ya sabes que ha perdido a su
hermano debido a ese accidente con tu revólver.
–Ya… Steve
será condenado al ostracismo, casi seguro.
–Adele es
muy severa con la estupidez y ese chavalote parece alimentarse exclusivamente
de su propia idiocia –señaló él, mientras hojeaba una historia médica.
–La verdad
es que es de las pocas cosas con las que estoy plenamente de acuerdo con Adele:
la idiotez nunca juega a tu favor, a la vista está –advirtió Kalani sin saber
dónde dejar lo macabro–. ¿Quiénes vamos? –curioseó con energía.
–Tú, Audrey
y yo.
–¿Cuándo nos
marchamos? ¿Y sólo tres? Preferiría que fuéramos alguno más… Doctor Pistacho
III vendrá seguro, así que un coche habrá que pillar, por lo menos.
–Mañana por
la mañana… –comenzó él a decir.
–Mañana
tenía que ir al bosque a poner trampas… y segar –añadió insegura–, pero alguien
lo hará mientras nos vamos a por droga... ¡Le preguntaré a Cole si quiere
apuntarse! –gritó la joven, entusiasmada.
–Kalani… –el
tono de reproche se perdió en algún punto antes de la última silaba.
–¡Es negro!
–le contestó ella extendiendo los brazos y sonriendo confiada–. Hará que
nuestro grupo de expedición sea más diverso.
–Estoy casi
seguro de que eso es discriminatorio.
–Jo, pues me
has pillado. Venga, qué coño, yo también me opongo: todas las discriminaciones
me parecen iguales. ¡Ahora ya no viene,
por negro!
–¿Existe
alguna regla de algún tipo que aún no hayas roto?
–¡Vamos!
–exclamó ella indignada–. ¡Las reglas y yo empezamos muy jóvenes!
–Kalani…
–sólo su nombre ya parecía un sermón.
–Contraataco
que me aburro: fijo que llevas al menos dos días sin dormir –dijo ella
señalándole las ojeras, sentía la realidad arrastrándose por esa mente con
mucha dificultad– y eso va en perjuicio de tus capacidades intelectuales, ¿has
visto qué bien hablo? Ayudar a la gente está guay y eso, y si no lo hacemos, no
sobreviviremos, pero tú debes ser el primero de tu lista. Como hacen Radha y
Carmen –Kalani se refería a las otras dos médicos.
–Carmen
siente una fijación por las agujas hipodérmicas que se me escapa…
–Genial.
¿Quieres saber lo que pienso?
–Emmm… no
–se decidió Rhys.
–Que no
puedes salvar el puto mundo, no lo intentes, es egoísta, es… inhumano. Sólo haz
lo que tienes que hacer: procurar que la gente espiche menos contigo que sin ti
–dijo ella con la mano apoyada en el marco de la puerta–. Si no duermes, no
vengas con nosotras –le advirtió mientras hacía amagos de bailar o de
marcharse, lo cual hablando de Kalani venía a ser básicamente lo mismo.
–¿Por… por
qué egoísta? –interrogó extrañado.
–Porque –se
detuvo allí, bajo el umbral, y se dio tiempo para organizar su discurso con
cuidado– si lo piensas bien, si te apropias de la responsabilidad de otra
persona, le niegas su espacio para ser ella misma y desarrollarse, además, la
forma en que tratamos a los demás refleja cómo nos tratamos a nosotros mismos…
bueno, no siempre. Así que uno podría pensar que cubres necesidades porque
estás necesitado, mola, ¿eh? Dame una piruleta, anda –dijo con un gesto veloz y
una sonrisa.
–Si no fuera
un esclavo de mi necesidad, tendría que ser responsable, y prefiero estar en
deuda con mi cinismo que con la moral.
–No sales de
la necesidad ni de coña, ¿eh? –pinchó Kalani.
–¡Largo!
–¡Joder! ¡¿Y
mi piruleta qué?!
La sala se
abría al balcón, era sencilla y amplia: una cama, una mesa baja, cojines
tirados por todas partes, el polvo danzando a través de la luz, ropa por el
suelo y dos mochilas apoyadas en la pared. Las paredes estaban cubiertas de
dibujos y mensajes de, salvo excepciones, dos manos distintas. La mayoría de
ellos eran de amor. También había grabadas varias partidas al tres en raya con
una clara victoria del equipo de los círculos frente a las aspas. El ventanal
dejaba pasar una tarde soleada, las escaleras descendían a la planta baja.
–¡Venga,
tío, sólo hago negocios con lo que no tiene valor! –insistía Kalani, con un
enorme moratón en bajo el labio–. ¡Lo mejor de la vida es gratis! Hacer el
amor, bailar, comer un buen pedazo de ternera, ver el atardecer, morder al
perro…
–Ya pero,
Kalani, en serio, usando tu propia jerga: tienes la cara regular –decía Cole,
mirándola con sus trece años de desnudo desde el balcón y sus rastas, ella se
rió un montón–, y a veces haces negocios turbios con gente que no tiene claro
si cinco es más o menos que cuatro ni aun contando con los dedos. ¿No crees que
podría resultar peligroso?
–Para ellos
desde luego: yo sí sé contar y además tengo poderes alucinantes.
–Tampoco es
que sea muy sensato ir publicitándolo por ahí.
–Puedo ser
extremadamente sutil, Cole –le aseguró con una suficiencia divertida–. ¿Podrías
saber si te estoy manipulando para que dudes sobre si te estoy manipulando? –él
cayó en la trampa–. ¿Has visto? –inquirió Kalani con una sonrisa triunfal, Cole
soltó una carcajada–. ¡Tu mente es mía, te jodes!
–No sé si tu humor es genial o estúpido –le confesó él.
–Estúpido
–declaró la joven–, no me gusta dejar a nadie descontento. Volviendo al pobre
Steve, ay… –Kalani suspiró con una nostalgia llena de condescendencia–, no te
preocupes, mi mejilla le ha plantado cara.
–Naaa… eso
no ha tenido gracia –se lamentó Cole aproximándose a ella.
–Pues tienes
razón, habría sido más gracioso que hubiera sido la mejilla de algún otro –él
no pudo evitar reírse.
–Adolescentes…
–soltó el chico con un bufido, como si aquella palabra diera cuenta de todas
las complejidades de la situación.
–Desarrolla –pidió
ella, desnuda en la cama.
–Los adolescentes
–comenzó él– no son los críos de los que hablan las historias y los diarios, ni
tampoco los adultos que se les presupone, se refugian en el espacio que se
niegan al mundo, el control que tienen nace de la misma ilusión que les obliga
a contemplar una realidad imperfecta. Es sólo una teoría, dame un par de años y
te la verifico.
–Qué idiota,
tío… –respondió ella riéndose con él–. ¿Tienes que explicarles a todos tus
pensamientos así como en plan poético para que los entiendan? –se burló la
joven meneando las manos de forma expresiva–. ¿O es que soy imbécil y nadie me
lo ha dicho? Venga, no seas cabrón y sé sincero, ¿hay alguna cosa que te guste
que no sea escucharte a ti mismo? –preguntó con la boca abierta y expresión
bovina, sólo porque a veces tenía esa expresión.
–Alguna hay…
–respondió Cole vacilante, moviendo la mano con vaguedad–. Me gustas tú, Tania
y su tráfico de tartas y su tripa, que ahora está embarazada; Shaun el pecoso
porque se mueve mejor de lo que aparenta y la Emily que lleva calcetines –todos
ellos eran muchachos de la edad de Kalani aproximadamente–, los libros y las
buenas conversaciones. Es una pregunta difícil. Pero tú… –Kalani se veía dentro
de la mente de Cole, brillando–. Es más, fíjate, el otro día andaba pensando en
ti: cuando empezabas a leer, me dijiste que la gente leía palabras enteras y
que tú leías sílabas y “me cansa”, detallaste. Mi pregunta es, ¿has hecho
trampas para aprender a leer con ayuda de tus poderes, blanca? Los resultados
son increíbles en una chica de tu edad.
–A ver… Si
pudiera tele-transportarme, ir a un sitio que nunca antes he visto sería muy…
entre tonto y peligroso, ¿no?
–Oye, ¿esto
es una especie de venganza por lo de las figuras poéticas?
–Sí –le
aseguró Kalani con una sonrisa que se le derramaba en la palabra–. Y si te
crees tan inteligente haz una metáfora sobre tu estupidez –resolvió.
–Vale, vale…
–se dio por vencido, alzando las manos, después alzó una ceja para añadir–,
¿empate técnico?
–Más
quisieras. Y ahora, niño listo, ven aquí –Kalani hizo suya la cama.
–Pues qué
abusona.
–¿Cómo puede
estar tan grande con todo lo que hablas? –curioseó ella, sus pupilas siendo
deseo.
–¿No te
gusta, Ka? Sólo la tengo en este tamaño…
–Cole, tío
–dijo ella acercándose a él y tomándole de la mano mientras se reía–, vamos a
hacer una cosa y sé que es muy difícil para los dos, pero vamos a callarnos,
vamos a follar un par de horas calladitos, repito: callados, y gimiendo y eso –añadió con un gesto despreocupado–, y
luego vas a contarme por qué Emily trafica con tartas y yo no sabía nada.
–Es Tania la
que trafica con tartas –le aclaró él.
–He estado
con Emily-calcetines, lo hace muy bien. Y está celosa de que estemos juntos:
eres muy codiciado –dijo ella besándole y abrazándole.
Tras unos
instantes algo ocupados con el verano en los labios, la conversación trató de
retomar su camino:
–Pero Tania
te da tarta al acabar –señaló Cole.
–Empiezo a
sospechar…
–…que esto
de callarse no está funcionando una puta mierda –resopló Cole, imitando la
forma de refunfuñar de Kalani.
–¿Tú también
me lees la mente, negro? Porque ya he pensado en lo que le voy a preparar a
Audrey cuando se venga a casa a cenar y necesito tu ayuda –la calma dio paso a
una explosión de energía–. ¡El otro día descubrí qué es lo mejor de ser de las
chicas más feas de todo el asentamiento!
–¿Qué?
–¡Que nadie
espera nada bueno de mí! –exclamó ella riendo–. ¡De rodillas! –la explosión de
energía se desvaneció, dando paso a un entusiasmo suave–. Aunque que conste que
me gusta mi cara, tengo cara de conejita: piños grandes e incapaces de
acompañarme cuando cierro la boca, ¡ñam, ñam!, unas mejillas redonditas y
encantadoras, el pelo punki y mis ojazos azules.
–¿No puedes
centrarte más de treinta segundos seguidos en una misma cosa?
–¿Y tú no…?
Ufff… sí puedo…
Audrey miró
a través del cristal mientras se retiraba la capucha y le daba un sonoro
mordisco a una manzana verde y ácida. Escuchaba los pasos de Jerry y Tiara
patrullando sobre la pasarela exterior, un poco más abajo.
Escupió al
ver a Kalani entre unas casas, corriendo desnuda detrás de la jauría de perros,
entre los que se contaba Boatswain, su terranova, al cual la joven había
decidido llamar Doctor Pistacho III.
Lo perseguía
bailando y saltando y gritando y ladrando. Boatswain, que desde el principio
aceptó su nuevo apodo con resignación, se acercó contento hacia Kalani y ésta
lo abrazó. Después el perro zigzagueó hasta encontrar un palo, lo dejó a los
pies de la joven y empezó a cargar una y otra vez contra él hasta que ella lo
cogió para tirárselo.
Aunque la
última planta del faro no hacía oficialmente las veces de biblioteca, las
estanterías estaban repletas de libros, tantos que no daban abasto y algunos
volúmenes se amontonaban junto a ellas. La sala, por lo demás, sólo contenía
una alfombra raída, un sofá, dos sillas y un escritorio sencillo y gastado.
Desde allí
Audrey podía contemplar todo el asentamiento reconstruido precariamente sobre
ruinas: un terreno vasto y aún deshabitado, veía asimismo la alambrada ante las
murallas de piedra, los prados y el bosque y divisaba las montañas que lo
rodeaban. El mar se extendía hacia el infinito a su espalda.
También
tenía unas excelentes vistas de Adele, la cual podía, a su manera, ser
considerada un paisaje: no uno particularmente relajante, pero era una mujer
bastante grande teniendo en cuenta las existencias de comida disponibles. Era
un rostro adusto con el ceño fruncido de forma casi permanente, una mirada
rápida y brillante y arrugas en el nacimiento de una sonrisa descreída. Llevaba
un traje elegante y gastado de cowboy con bordados sinuosos, corbata y
sombrero, aunque éste reposaba ahora sobre la mesa.
–Kalani
nunca hace lo que debe –aseveró Adele sin tratar de ocultar su desagrado.
–Ponle una
norma y buscará alguna manera de rompértela en la cara –sentenció Audrey.
–Es normal
que seáis amigas –afirmó su interlocutora–. Consiento que no vaya a clase como
todo el mundo pero, ¿cómo puede dormir una media de diez horas diarias?
–La última
vez que le pregunté me dijo que se lo pasaba bien durmiendo.
Adele no
pudo evitar esgrimir las palabras como un reproche:
–Siempre
está jugando, nunca se toma nada en serio y ya tiene, ¿cuántos? ¿Quince años?
Podría estar teniendo hijos, como todo el mundo, ¿qué clase de adulta es?
–Los adultos
son cuentos para niños, Adele. Aquí sobrevivimos. Si no podemos hacer lo que
nos gusta una vez nos hemos cerciorado de que seguimos respirando, ¿qué sentido
tiene la vida? Que los bandidos se maten, Kalani no piensa que nosotros seamos
distintos.
–Esa chica
no es normal –insistía Adele.
–De eso se
trata… ¿qué harías tú si tuvieras sus poderes?
–Algo
responsable, para empezar.
–Entonces me
alegro de que no se tome nada en serio –la sonrisa de Audrey era un desafío en
calma.
–Sois
iguales, pensáis que el bien y el mal son lo mismo –replicó Adele.
–Bueno, una
de las tragedias fundamentales del hombre es que si hace el bien corre el
riesgo de acabar haciendo el mal y, si hace el mal, corre el riesgo de acabar
haciendo una fortuna.
–Pero
vosotras no pensáis eso –se aventuró Adele.
–Claro que
no, bien y mal son sólo palabras y la idea de un hombre amasando riqueza es
ridícula. Además no somos ambiciosas, preferimos ser felices.
–En
cualquier caso Kalani no para de desafiarme.
–Su relación
contigo no es nada personal: desafiaría a cualquiera que le dijera lo que tiene
que hacer –comentó Audrey despreocupada–. Vive con una mochila, su libertad es
lo único que tiene –Adele permaneció reflexiva por unos instantes y Audrey
volvió a mirar por la ventana–. Si el asunto de la expedición está aclarado,
voy a comer con Rhys, mañana nos vamos a por los medicamentos.
–¿Crees que
los encontraréis allí? –inquirió Adele con escasa convicción–. Hace un año que
se hizo el inventario y aquélla fue la última visita a la ciudad.
–¿Qué
probabilidades hay de que alguien los haya cogido? –respondió Audrey.
–Posiblemente el cincuenta por ciento. ¿Qué opina Kalani?
–Kalani es
una ratera, cree que alguien se los habrá llevado, pero que hay que intentarlo.
Por Shannon.
–Dime cuánta
gasolina necesitáis.
Kalani
recibió un puñetazo en la boca.
Uno muy
fuerte, de ésos que dejan un sonido sordo y te arrancan un diente de cuajo.
Sintió la
sangre llenando el tejido bajo la piel del labio, imaginó el tono púrpura
verdoso que tendría el moratón en unas horas, volvió a un ahora de dolor
notando la raíz de hueso desgajándose de la encía con un latigazo caliente.
Escupió uno
de sus incisivos inferiores, rojo.
–Tus amigos
tienen miedo –dijo llanamente.
Lo cierto
era que ella también tenía miedo, no mucho, porque en el asentamiento todo era
un peligro de segunda, pero el miedo hacía que el ritmo mental de esos niñatos
que la estaban agarrando por los brazos mientras Steve la miraba como si fuera
a zurrarla otra vez se acompasara con el de su cerebro.
Los dos
chicos balbucearon lo que por el contexto debía de ser una disculpa, la
soltaron y se fueron de allí.
Steve no
entendía lo que pasaba pero no podía perder tiempo en gritarles que volvieran.
El cobertizo
de uralita donde estaban las letrinas de la escuela no era el mejor sitio del
mundo para armar un escándalo.
Ella sonrió,
unos breves instantes y el escenario seguiría el ritmo de su corazón.
Y es que una
mente temerosa, debilitada por el hambre o el cansancio o simplemente
desquiciada en un arrebato siempre era más fácil de controlar, en muchas
ocasiones con sembrar la duda bastaba. Además, recientemente Kalani había
tenido una revelación: Si su propio movimiento mental adquiría una forma
concreta –el temor, por ejemplo– era más fácil dibujar esa misma forma en las
mentes de otros. Era como la música sólo que al revés, costaba acordarse de una
canción cuando había otra sonando. Por otra parte si las mentes de los demás
también empezaban de por sí a adquirir dicha forma, apenas sangraba por la
nariz al terminar de dibujarla y activarla. En su cabeza se clavaba una astilla
de dolor intenso, sí, pero breve, aunque después se quedara colgando de sus
neuronas en el eco agudo y sostenido de una molestia punzante, tal vez
demasiado presente.
En realidad
intuía que debía aprender a serenarse y a fluir por su propia mente para ser
más eficiente. Pero decidió dejar sus pensamientos para una situación un poco
menos comprometida y lanzó una pregunta al aire:
–¿No te
gustó el revólver, Steve? –Steve, un par de años mayor que ella, dio unos pasos
atrás, desconcertado–. No es fácil traficar con armas, ¿no crees? Y te expliqué
muy bien que tenía el percutor un poco suelto. Te expliqué muy bien que no
debías cargarlo con seis balas. Te expliqué muy bien que por eso mismo te lo
vendía un poco más barato, ¿recuerdas? ¡Joder, te lo expliqué todo de putísima
madre! Incluso te regalé unas cuantas balas a pesar de que no me caes nada
bien, a eso se llama fidelización del cliente o algo así pero, ¿qué clase de
gilipollas apunta a su novio con un arma? Es una pregunta retórica, eso
significa que no hace falta que contestes –le aclaró ella, a Kalani le
encantaba utilizar todas las palabras que había aprendido–. Dame mi puto
revólver, pringao, el que me acaban de quitar Eddie y Ben –le indicó paciente–,
el otro es tuyo y un trato es un trato –él le dio la pistola con una expresión
dubitativa en el rostro, expresión de la que no se infería más inteligencia que
la de un tiesto de gladiolos particularmente emprendedor.
–Me van a
desterrar –se rindió él.
–Si tienes
suerte –le recordó ella, súbitamente sus ojos se iluminaron con un destello
decidido–. No diré nada de esto si me devuelves el otro revólver, ¿qué te
parece? Y podría hacerlo porque en realidad ese revólver no es de contrabando,
era mío, pero es que quería hacerme la interesante –le explicó–. Las cosas de
contrabando son difíciles de adquirir, en general es una tontería comprarlas y
tú no podrías costearte una mierda –puntualizó rascándose una ceja–. De
contrabando… suena bien, pero no sé… Se supone que son cosas que han estado en
manos de bandidos o criminales, ¿no? –Kalani detuvo sus pensamientos en ese
punto, no quería perderse–. Bueno, que eso: el revólver por mi silencio. ¡Dime
que no es un trato cojonudo! –le sonrió animada–. Les diremos a los demás que
querías deshacerte del arma debido al accidente.
–Gracias…
–logró articular él, sin estar muy seguro de si debía pensar algo en concreto,
al tiempo que le daba el arma. Ella sí sabía qué pensar: por ejemplo, lo de
Eric, el novio de Steve, era una tragedia bastante estúpida–. Gracias por
perdonarme la vida –acertó a completar Steve. Kalani estaba impresionada de que
el pobre hubiera entendido el valor de esta última transacción.
–Dos veces,
supongo, si cuentas ésta, y ni siquiera te lo mereces –ella se palpó el incipiente
moratón, que comenzaba a hinchársele–. Es un placer hacer negocios contigo,
créeme –le aseguró–. Recuerda que hoy has salido ganando, errr… dentro de lo
que cabe… –trató de reconfortarle con un gesto amistoso y poco convencido y una
mirada errática–. Por cierto, cuando te condenen al exilio, ven a verme: tengo
provisiones que puedes pagar con cosas que no necesitarás –y Kalani se fue
bailando.
Le encantaba
degustar la palabra exilio, debía de
ser por la equis, le daba clase. Y la ele, la ele estaba bien. Y el hecho de
que no se le aplicara a ella le resultaba bastante reconfortante también: a
decir verdad siempre había creído que, pese a todo, a ella la echarían algún
día de allí.
–Sólo tengo
una pregunta, Ka, ¿por qué dejaste que Steve te pegara un puñetazo?
–Me sentía
culpable –le respondió Kalani–, por la muerte de su novio y eso: yo le di el
revólver, ¿no? –su expresión destilaba cierta tristeza al recordar, había
tomado la decisión de no volverse a meter en esa clase de problemas–. Pero
luego fui a ver a Rhys para que me curara un poco la hostia que me habían dado y…
Y me di cuenta de que estaba en un error en plan “salvaré al mundo” y todo eso,
y de que tengo un diente de menos –añadió riéndose y tras ello se quedó
pensativa unos instantes: una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole por el
labio superior–. La historia es que somos libres, Cole, desde el principio. Soy
libre hasta de mí misma. De hecho somos tan libres y desde tan al principio que
en retrospectiva me veo muy joven –le aseguró Kalani extrañada, él profirió una
risotada–. Y a fin de cuentas así es como se mueven los pensamientos: ellos van
a su bola y están perfectamente bien. Por eso prefiero bailar. Y que tú bailes
conmigo –decretó con una sonrisa–. Oye, que casi se me olvida, ¿te vienes a la
ciudad a por medicamentos?
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