“Y los españoles, muy españoles y mucho españoles”.
MARIANO RAJOY.
Cleptocracia:
Encendí el ordenador, puse
internet y busqué uno de esos debates que ocupaban el prime time de la televisión española, tan seguidos por esos jóvenes
a los que siempre se nos achacó un completo desinterés político.
–Perdónenme, damas y caballeros, que vuelva al tema
principal de la tertulia, del cual bastante nos hemos desviado y que no es otro
sino el secuestro de la democracia por la élite política y financiera…
De todos era bien sabido que el poder financiero, el cual,
aunque abstracto no se reducía ni mucho menos a un ente acéfalo, había
contraído una deuda con nosotros debido a los crímenes que había cometido, y
nosotros se la estábamos pagando. Es decir: ellos nos robaban, nos llamaban
ladrones y nosotros les ofrecíamos aún más dinero en consecuencia.
Asimismo era bien sabido
que la democracia estaba siendo violada por unos cretinos que imponían su ley
de una forma más sutil de lo que parecía entre toda esa barbarie verbal que les
era tan propia, por ejemplo: “no hay que reabrir viejas heridas” significaba
que estaba terminantemente prohibido hablar del franquismo, una de esas terribles
dictaduras que no cayeron por voluntad popular y que, pese al inconveniente de
su defunción, seguía proyectando la sombra de la censura sin aparente problema,
posiblemente porque varios millones de franquistas no dejaron de serlo de la
noche a la mañana sólo por el hecho de ser testigos de una endeble transición.
Hubiese sido ingenuo centrarse sólo en nuestra historia
nacional, otra de tantas, puesto que había mecanismos políticos y económicos en
juego a nivel nacional e internacional, fraudulentos, deshonestos y, sí,
eficaces.
Algunos de nosotros éramos tan afortunados que
contemplábamos el panorama desde el exilio vital que se nos había impuesto:
Alemania, Argentina, Reino Unido, México, Francia, Irlanda, eran algunos de los
destinos más solicitados. Estupefactos, observábamos cómo se dilataba el
silencio recomendado a nuestros hermanos catalanes, cómo se incidía en la
represalia al ciudadano, cómo las connivencias selectivas y los indultos a
cargos públicos corruptos estaban a la vista, cómo el Estado se blindaba legislativamente
contra su pueblo. La obviedad de lo que ocurría era flagrante y los lugares
comunes se habían convertido en la excepción: parecía que decir cosas de
sentido común lo trastocaba todo.
Quizás estábamos mejor preparados como tanto oí decir en
mi tierra, quizás nos subíamos al intercambio de ideas con facilidad, quizás
ese reflejo gastado y rancio de dos Españas enfrentadas se nos hacía extraño a
nosotros que, a fin de cuentas, habíamos aprendido a discutir a través del
argumento a pesar de que nuestra educación aún era prisionera de un modelo
industrial y descerebrado, y todo ello teniendo en cuenta que no osábamos
ignorar el pasado. Simplemente creíamos en la democracia, ya que costaba tanto dar
con ella.
–Damas y caballeros –decía una mujer en el debate–, como
bien saben, la izquierda, hasta hace muy poco, no ha sabido analizar las
herramientas de que disponía, esto es: teniendo un diagnóstico inteligente y
recogiendo los intereses de la mayoría, no dejaba de parecer sino una minoría
social. Y es que tal vez, señores, haya llegado el momento de replantear el eje
entre la izquierda y la derecha, no como unas coordenadas geográficas, al oeste
y al este del ya demolido Muro de Berlín, sino como un eje que coincide
exactamente con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que, nadie
me negará, es una de las maravillas de la humanidad, permítanme la repetición.
Vivir en Irlanda me había abierto los ojos: era una
tierra ancestral pero joven que respiraba en libertad, donde los crímenes de un
pasado muy reciente eran recordados, donde la crisis económica se superaba,
donde la desobediencia civil era una opción porque el pueblo tenía la última
palabra sobre su destino. Por supuesto tenían problemas a resolver, muchos, y
por supuesto había corrupción, pero el escenario era lo suficientemente
distinto como para que la mente tuviera que abrirse a la evidencia de otra
posibilidad. No de esa posibilidad irlandesa, sino de la posibilidad como
realidad: al hecho de que las cosas podían
ser de otra manera. Estaba claro que cuando nos decían que tal o cual política
alejada del liberalismo económico era irrealizable, se trataba de una mentira
conveniente. No es que en España ignoráramos estas cosas, pero aquí –en Irlanda–
uno no podía sino experimentarlas, incluso desde el capitalismo.
Y es que podíamos construir un proyecto, podíamos
desarrollarnos como personas, podíamos vivir a nuestro aire y aprender
cualquier cosa sin preocuparnos por si íbamos a llegar a fin de mes. No era un
paisaje para nada perfecto, pero era uno mucho mejor.
Vivíamos las elecciones del 2016 con expectación y a la
vez éramos muy exigentes con los nuevos partidos políticos. La campaña
electoral del nuevo partido de derechas era un chiste y algunos detalles del
nuevo partido de izquierdas eran decepcionantes. Con eso y con todo Podemos
estaba a otro nivel democrático e intelectual, cada vez con más fuerza y más
ahora que se articulaba en coalición junto con la corriente reformadora de
Izquierda Unida.
No lo voy a negar, muchos de los que nos habíamos
marchado éramos gente con currículums académicos, al margen de dónde
trabajáramos, y muchos de nosotros también éramos progresistas más allá de la
propaganda y la palabrería. Desconfiábamos de los medios y de sus intentos por
manipular a la ciudadanía para que aceptaran políticas que iban en contra de nuestros
intereses, mirábamos de reojo a la cleptocracia y a toda esa casta movida por
un interés claro y sociofóbico.
–Debo recordarle –seguía la pantalla del ordenador– que
en este plató no se puede mentir ni tampoco se permite la demagogia.
–Los muertos dejados atrás por el sistema comunista son
una realidad.
–Por supuesto que lo son, y nadie debería pasarlo por
alto, pero, a ver, que lo demagógico no es que vayas y digas que hay muertos en
el comunismo, sino que, hombre, dicho así parece que no los hay en el
capitalismo. Y que no se le atribuyan al sistema capitalista no quiere decir
que no existan.
–Perdona, no me negarás, Pablo, que en Venezuela o en Corea
del norte muere gente a causa del régimen comunista.
–Fíjate qué analogía nos sale si hablamos así: Venezuela
es un país con mucho crimen. Pues bien, de toda América Latina, Nicaragua es el
país con más crimen y, ¿la culpa es del capitalismo?
–Dese cuenta, usted, de que la demagogia no está en dar
datos históricos, demográficos o cualesquiera otros que, qué duda cabe, son
ciertos, sino en confundir correlación y causa, y en buscar una ligazón allí
donde no es lícito hablar de ella.
La situación era un disparate fruto de la
irresponsabilidad. Al fin y al cabo nos habían forzado a emigrar. Habíamos
abandonado a familia y amigos en muchos casos para, tal vez y sólo tal vez,
encontrar un futuro en otro país. Habíamos tenido que superar la incertidumbre del
primer trabajo, esto es, si llegaba o no, y el desconocimiento de las leyes
locales, habíamos tenido que encontrar nuevas personas en quien confiar y
nuevas perspectivas que contemplar. Nos habíamos fortalecido, abierto y
relacionado sin parar, eso sí, a un alto coste y renunciando a nuestro hogar.
De algún modo nuestra postura era extraña. Teníamos que
acoplarnos a los usos de otras tierras, recordar nuestra patria y ser
conscientes de nuestro lugar en la historia: una gota de agua en el océano.
Porque, ya fuera la edad, ya fuera haber leído demasiado, el caso es que uno
aprendía a relativizar, a tener paciencia, a encontrar su individualidad en el
colectivo y a no dejarse debilitar por los extremos del binomio. Y precisamente
de una mirada más objetiva, que tenía menos que ver con cuentos de hadas o
cazas de brujas, extraíamos la fuerza.
Y, sí, la guerra entre ricos y pobres la estaban ganando
ellos, a fin de cuentas tenían armas y dinero para costeárselas. Pero nosotros
teníamos nuestra dignidad y unas ideas de educación y de libertad que seguían
un camino infinito. La gente se había lanzado a la calle y reclamaba las
instituciones, ya no éramos esos comunistas cómodos que despreciaban el sistema
posicionándose en debilidad frente a ese poder que en realidad nos pertenecía,
refugiados en unos símbolos y un discurso cerrado, sino que éramos una marea de
gente que pedía justicia, derechos humanos y democracia, algo que, por otra
parte, no parecía tan descabellado.
Queríamos ser el parlamento por la sencilla razón de que
el parlamento, la constitución y el poder éramos nosotros.
Desde el principio de los tiempos el poder habíamos sido
nosotros.
La única diferencia es que ahora empezábamos a darnos
cuenta.
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