El ancla del tiempo (I):
Los hombres
conciben el tiempo como una línea recta, un raíl para el momento: Lo que se
abandona en el pasado no se puede recuperar, lo que se halla en el futuro es
insondable y el presente es tan esquivo como el viento. La paciente Historia despierta
ocasionalmente de su ensimismamiento y comprueba cómo los conceptos, una vez
más, han cambiado, pero nunca como se suponía que iban a hacerlo…
Las
estalactitas goteaban siguiendo ritmos caprichosos, brillando en penumbra.
Las ocho
patas de Astaroth corrían frenéticamente sobre la tela de araña. La oscuridad
de la caverna parecía extenderse hacia el infinito y la noche se erguía
vigilante sobre la montaña mientras la diablesa cavilaba cómo detener a los
hombres.
Sintió una
perturbación en ese manto blanquecino que cubría la humedad de la gruta, así
que dejó de pensar.
Y se
apresuró.
Conocía la
cueva como a su propio ser y no tardó en dar con el origen de las vibraciones.
–No te
muevas, mortal –dijo Astaroth. El imperio de su voz, a falta de una descripción
mejor, sonaba con el eco de lo arcano rompiendo en las tinieblas.
Sukurlam
alzó la vista y vio a una mujer: pechos al descubierto, largo cabello azabache
y alerta en los labios. No obstante, bajo ese abdomen femenino, el cuerpo de
una inmensa araña se acercaba hacia él. Y él se revolvía para intentar
liberarse de esa materia pegajosa sobre la que había caído, temiendo por su
vida, implorando a sus dioses por un fin aún lejano en los días.
Astaroth
suspiró condescendencia.
–¿Nunca os
preguntaréis los héroes por qué esta caverna parece tan distinta a las demás
desde sus mismísimas puertas? La pestilencia a ambición invadiendo mi morada de
incontables cadáveres resulta ya mefítica, sobreestimáis mi paciencia –la
demonio tomó la maza de cobre de aquel humano y le sacó de entre la tela.
–¿No me
temes, monstruo? –interrogó Sukurlam una vez liberado, con la seguridad
flaqueando en sus palabras. Astharoth se echó a reír. Después paró, le miró y
volvió a estallar en carcajadas.
–He salvado
tu vida, sagaz –logró decir la diablesa cuando consiguió recomponerse.
–¿Qué
quieres a cambio? –respondió él, complacido porque la ironía hubiera servido de
nexo entre dos mundos.
–He oído
rumores –comenzó Astaroth– de que los hombres quieren llegar al presente usando
la aritmética, la arquitectura, unos axiomas dudosos y algo de magia. Tú vas a
ayudarme a detenerlos y reinarás sobre ellos en recompensa.
–¿Qué se
proponen? –inquirió Sukurlam–. El tiempo tiene que ir del antes al después,
estoy bastante seguro de que es a lo que se dedica.
–No hallan
el ahora en ningún sitio y desesperan. Van a hacer del presente un engendro y a
darle caza. ¿La memoria reciente se abre ante ti, mortal? –la pregunta se
deslizaba sobre una sonrisa.
–¿La
ignorancia humana es inescrutable? –se aventuró él a responder.
–Acepto tus
disculpas –se inclinó Astaroth–. Ahora partamos. Cabalga mi lomo y cuida de en
dónde aferras tu mano.
–En verdad
te digo –comenzó él, mientras intentaba trepar por ese cuerpo arácnido–, que pensaba
el Cubil de la araña como algo más simbólico.
–Y la tela
blanca cubriendo los esqueletos de la entrada era un símbolo de concordia –convino
ella–. Una mala elección de color, sin duda…
–Es difícil
pensar en tu protección –él se encogió de hombros.
–Y fácil
pensar en la destrucción –señaló Astaroth.
Tras unos
días de camino, llegaron a su destino: un valle tan profundo que la luz
prefería pasarlo por alto. Astaroth sentía el tiempo ralentizándose mientras
avanzaban hacia una torre monumental, todavía en construcción. La luz del sol
iluminaba los pisos superiores y la oscuridad engullía los inferiores. He ahí –pensaba
la demonio– la humanidad contemplada a través de sus propios ojos, una vez más
errando en la metáfora.
–No percibo
ninguna lentitud en las horas –declaró Sukurlam.
–Tampoco aprecias
las ondas de luz, mortal. Desconfía de tus ojos y confía en tu ser. O al menos,
fíate de esta criatura infernal a la que no le interesan las mentiras.
Las
ondulaciones del tiempo se curvaban, como el mismo espacio, ante la cercanía de
la materia y, al igual que reducir el espacio a un solo vector hubiese sido una
insensatez –sabiendo como se sabe que es algo multidimensional–, el tiempo era
un océano que lo llenaba todo. Pero los hombres, en definitiva, no encontraban
el ahora a pesar de que éste se abría constantemente a ellos. Y Astaroth se
preguntaba si los humanos, de tener un pensamiento acertado delante de sus
narices, hubiesen sido capaces de verlo ocupando el lugar del presente.
En su sed de
control pretendían dominar el mismo fluir del tiempo para experimentar con él.
Estaban construyendo un ancla del antes y el después para descubrir la verdad.
No era una mala idea.
Pero la
diablesa sabía que la verdad solía ser su peor enemigo. Los hombres creían que
se trataba de una respuesta muerta en lugar de una pregunta viva… No se podía
atrapar la realidad con los nombres: era como intentar atrapar un mordisco con
los dientes.
Astaroth
divisó lo que buscaba, una fuente de poder refulgiendo.
–Ese orbe
brillante en lo alto de la torre –anunció– es la magia que pretenden usar: cuanto
más lejos de la superficie de la tierra se encuentren, más despacio
transcurrirá el ahora. Según sus cálculos podrán moverse en la quietud del
tiempo, pero ese reposo, estimulado a través del orbe, producirá un desgarro en
el tejido espacial y detendrá el tiempo alrededor. El área afectada es lo que constituye
el peligro real del experimento, sin embargo no puedo calcularla pues
desconozco la fuerza del poder en el orbe contenido.
–¿El mundo
corre peligro?
–Al igual
que esos hombres. Lo más probable es que se pierdan en el infinito: si salen de
ahí, pueden aparecer en cualquier punto del tiempo y eso puede ser peligroso a
unos niveles que yo misma ignoro, aunque ellos sólo experimentarán el presente,
el suyo, concretamente. El presente siempre es eterno, es lo único que existe, pese
a que insistan en pensar lo contrario. Juegan con leyes que aún no comprenden.
–¿Y cuál es
tu plan?
–Mediar con distorsiones
temporales suele hacer caer al hombre en los mayores tropiezos discursivos, por
lo tanto la solución tiene que ser extremadamente simple. Podemos o bien
derribar la torre y destruir el orbe, pero esos hombres morirían, o bien puedes
internarte en la torre y convencer a esos hombres de que el orbe debe ser
destruido o destruirlo tú mismo. Lo haría yo, pero algo me dice que mi voz no
encontraría oídos. No en esta época.
–Pero… –el
espíritu de Sukurlam no estaba exento de dudas.
–Sujétate a
mi tela de araña y te mantendré atado a este presente aunque penetres en el
tiempo de otros. Es resistente –dijo refiriéndose a la tela–, no permitas, empero,
que ellos la toquen o el flujo será quebrado.
–Si consigo
destruir el orbe, ¿cómo me convertirás en rey?
–Contarás un
relato y te procuraré algunos de los engendros que han caído en mis redes para
que los exhibas como presa y trofeo, a los humanos os gustan esas cosas. Lo
importante no son los acontecimientos sino el relato enhebrado con su tejido.
–¿Engendros?
–Mis redes
protegen a los humanos de muchas criaturas, excepto cuando los humanos caen en
ellas, claro… –Astaroth volvió a centrarse–. Convence a los hombres de que lo único que existe es la eternidad del ahora y reinarás hasta que lo olviden.
–No parece
un margen de tiempo amplio que digamos –se mantuvo pensativo unos instantes
reflexionando sobre el grado de cautela con el que debía realizar su siguiente
pregunta, tras darse por vencido se armó de valor con un sonoro carraspeo–. ¿No
puedes pegar tu tela de araña en cualquier parte y hacer todo esto tú misma?
–Soy un
demonio –empezó ella a explicarle–, has estado cerca de perder la vida a causa
de tu codicia y tal vez debido a ese preocupante fallo evolutivo que te lleva a
pensar que una cueva tétrica y amenazadora no puede estar tan mal después de
todo y, si conservas el aliento, es únicamente debido a mi voluntad. Además la
travesía es peligrosa pese a las precauciones aun para alguien como yo y la
idea del final, aunque te cueste creerlo, no consta en mi lista de las diez más
atractivas que puedo pensar. Pero tú en cambio podrás caminar sin temor.
–De algún
modo siento que te estás aprovechando de mi estupidez… –comentó Sukurlam, no
sin recelo.
–Y de tu ingenio
–le concedió la diablesa–. Estás en deuda conmigo y si esto sale bien serás un
héroe, mortal.
Nuestro
héroe consideró aquellas palabras cuidadosamente, tras lo cual preguntó con
sumo interés:
–¿Y cuántas
posibilidades hay de que mi mortalidad no me mate ahí dentro?
–Verás, hay
un gato en una caja con un matraz de veneno que… –Astaroth suspiró algo
irritada y señaló a la torre diciendo–. Mira, tú métete ahí.
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