Ceguera:
La ceguera no es la oscuridad insondable ni se trata de un continuo de
color negro, eterno y opaco ante los ojos, como un velo o un telón ante una
experiencia visual que no logra hacerse un hueco en la existencia.
La ceguera no es de color blanco tampoco, Saramago me perdone, no tiene
nada que ver con la visión: si lo tuviera, no podría ser su negación.
Tal vez debido a eso he llegado a la conclusión de que ustedes los videntes
no tienen la más remota idea de qué es la ceguera y, si les es de algún
consuelo, tampoco los invidentes tenemos la imaginación suficiente como para
concebir lo que la visión supone. ¿Colores, luz? Imagínense por un momento que
todas esas metáforas que ustedes utilizan para referirse al conocimiento, la
bondad o la obviedad sólo fueran un juego de palabras, comprensible sí, pero
totalmente hermético.
Por otro lado la ceguera tampoco es el motor de este relato, es sólo un
punto de partida.
Mi casa no es más que una serie de espacios que cobran forma en relación a
mi cuerpo. Mis manos me descubren el mundo: experimento, por ejemplo, un tacto
duro y levemente estriado y el olor a madera, el cristal que huele a polvo, la
televisión contándome historias a medias. Y nada parece ser nada hasta que al
otro lado de la piel adivino el contorno de cada figura, de cada esquina y cada
pared. Los marcos de las puertas se deslizan bajo mis palmas y entonces asiento
sabiendo dónde me encuentro. Mi casa y mi relación con ella no tienen demasiado
interés, con la salvedad de que es el escenario en el que se mueve la narración
de una ciega.
Le añadiremos a la historia un dramatismo circunstancial, como lo son
todos: mi perro lazarillo había muerto hacía un mes y, pese a lo necesario que
se me hacía, me sentía demasiado abatida como para adquirir otro. Me tildarán
algunos de sensiblera –quizás hasta de estúpida– cuando la palabra sustitución me viene a la cabeza en un
reproche, y no me importa: un perro es alma y familia, y no debe tomarse a la
ligera. Siempre he considerado que la ausencia y el dolor de la pérdida son
menos cruciales que la soledad en esta clase de testimonios incomprensibles,
como les expongo un poco más adelante. Por otra parte la tristeza de mis
entrañas se había extendido por la casa y mis visitas me insinuaban muy cuidadosamente
que todo parecía descuidado y yo era consciente de que todo parecía viejo entre
el abandono. Comprenderán ustedes que la invidencia no es óbice para entender
lo que le rodea a uno.
No dejo de pensar que la tristeza nunca hubiese podido hacerlo, porque no
inventaba nada para subsistir, sino que se alimentaba de sí misma, pero a la
soledad le resultaba fácil difuminarse en percepciones inexplicables para
llenar el vacío que engendraba. Éste es el otro punto de partida.
Y es que, un día, sin que mediara ninguna clase de acontecimiento previo,
escuché tres golpes, como si un puño poderoso fuera descargado sobre una
robusta puerta de madera.
No habría sido nada del otro mundo si yo hubiese tenido acaso alguna puerta
de madera recia y sólida a la entrada de mi casa. Tampoco hubiese sido nada
especial si aquel estrépito hubiese surgido al otro lado de alguna puerta,
vibrando en los nudillos de algún visitante, y no a través de una pared del
salón.
Y, por último pero no menos importante, he de confesar que era bastante
llamativo que el estruendo se escuchara como si hubiera provenido del otro lado
de una pared que da a la calle en un cuarto piso y sin balcón.
Sentí terror, y quizás a ustedes no les parezca para tanto en comparación
con lo que acabo de narrar, pero tras lo siguiente que ocurrió entré en pánico:
un escritorio que tenía en el salón, al aproximarme a la puerta de casa, se
deslizó con un crujido estridente sobre el suelo y me bloqueó el paso y el
acceso al manillar de la entrada principal. Y en pánico uno o se detiene o
corre, pero pierde toda capacidad de orientación.
Por motivos obvios, me quedé paralizada y muerta de miedo.
Mientras tanto los segundos devoraban el tiempo.
En algún momento otros tres golpes poderosos volvieron a escucharse, esta
vez desde la puerta principal, transformándose en el sudor frío de mi nuca.
Y me pareció comprender algo –o quizás era que quien llamaba había
comprendido algo– y, aunque aún estaba en tensión, comencé a sentir un extraño
sosiego que, pese a todo, parecía ajeno.
–Puedes pasar –dije.
Fue entonces cuando mis sentidos olvidaron cualquier vestigio de lo que
podía ser verosímil o cabal, cuando cualquier referencia a aquello que me
rodeaba no hubiese sido más que endogámica en su palabrería. Y fue entonces cuando
empecé a escuchar sonidos que nunca podrían proceder de gargantas humanas.
El eco de gemidos perdidos resbalando por el orgasmo, palpitando como un
ligero dolor de cabeza en la lengua, mientras el metal de algún otro mundo
chirriaba pesado en mis oídos, a un ritmo constante.
Mi salón pareció cerrarse contra la angustia y pude notar una vibración en
el aire, cercana a un zumbido roto y sin cadencia. Su fuente estaba ante mí,
por alguna razón pensaba que se trataba de algo humanoide, esos temblores llegaban
desde lo que suponía que sería su cabeza.
Estiré mi brazo para tocarlo.
Me detuve a medio camino.
Mis dedos se encogieron y entonces entendí que eso, fuese lo que fuese, me
hablaba sin voz alguna: no había sonidos en mi cabeza, sólo ansiedad, vértigo y
agonía chocando contra lo que yo pensaba que era la palabra.
–Te daré visión y te haré un hijo,
humana, sin dolor –me hizo saber aquello que se hallaba en mi salón.
–¿Puedo negarme a tu propuesta? –tanteé. Me sentía extrañamente tranquila,
como si la presencia de aquel ser me reconfortara de alguna manera.
–Sí.
–¿Cuál es el precio a pagar si acepto?
–La corrupción, es más una
consecuencia que una deuda.
–Entonces creo que ya te hemos hecho el trabajo: ¿estás familiarizado con
el término parlamento?
–Es la escritura de un libro sagrado
en defensa de sus autores –pareció asentir.
–¿Existe algún lazo entre tú y yo?
–Aaahhh… Sí.
–¿No crees que lo último que necesita el mundo es otra Pandora, otra Mujer
que traiga el Mal?
–La corrupción humana pasa por el
desequilibrio.
–¿Y crees que voy a aceptar un hijo de…?
–Un vástago de apariencia enteramente
humana.
–¿Y crees que voy a aceptar un hijo y la visión a cambio de corromper aún
más a la especie humana?
Sonreía. No puedo decir por qué lo sabía: probablemente aquella cosa no
tuviera boca siquiera, pero sonreía entre los segundos y mi cuerpo.
–Exacto.
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