“En
mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos: decían que era inteligente,
que era una santa y que era hermosa. En cuanto a hermosa, a la vista está; en
cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, sólo Dios sabe”.
TERESA DE AHUMADA.
De lo que le aconteció a la señora Teresa
de Cepeda y Ahumada al toparse con una hermosa campesina de nombre Marcela y de
la jamás oída aventura que con ellas se topó:
Teresa de Cepeda y Ahumada, contando
veinticuatro años de edad y saliendo de viaje entre cavilaciones que sólo a su
entendimiento eran menester, fue a las tierras de Castilla la Nueva a pasar los
días de aquel verano, y estando allí se topó de nuevo con una moza hermosa do
las hubiere, si acaso pudiere ser tal encantamiento repetido en una sola vida.
Y he aquí que la moza dichosa se le adelantó diciendo:
–Famosa beldad ha sido adornada con mala
fortuna, que no hay justicia en el cielo que esconden vuestros ojos que pueda
ser escrita o referida sin caer en el poco seso de los hombres que pretenden
poner el silencio en palabras y hacer de los ángeles simples mortales, como
gustaría yo de hacer por no tener más recurso.
–¿En un espejo gustas de mirarte?
–¡Y bien dicen discreta de vuestra merced,
y nadie nada dijo de lisonjera! Pues en empezando tan bien este encuentro, mi
señora, no os sorprenda el rubor de mis mejillas cuando viene a hacerse mutismo
de mi lengua. Que yo ya no sé hablar más ni decirme agradecida. Y podéis reíros
cuanto quisiereis, tanto da, que tan grandes partes son dignas de verse y
conocerse.
–Nunca me tuve por boba y a la vista está
mi hermosura –convino ella, sus labios un desafío.
Marcela no pudo tener la risa, diamantes
sus ojos.
–¿Y por santa? –díjole.
–Sólo Dios sabe.
Y viéronse ambas solazadas por tan casual
y estupendo encuentro y decidiéronse en encontrar aposento por juzgar que el
campo y el bosque al que Marcela se entregaba andaba estrecho si pasaban otros
pies.
–Dicen que entró en vuestro conocimiento
el caballero loco, ése al que por nombre decían don Quijote –comentábale Teresa
a Marcela.
–¡Y válame Dios si sus vestimentas no
estaban locas también!
–¿Y cómo habría de ser que un retal
pudiera tener juicio que perder? –se defendió Teresa avasallada por la risa.
–¡No un retal, pero sí una su adarga,
lanza y celada, mi señora, que no era celada sino bacín! Mas era buen hombre
fuera de majadero y sus palabras secundaron las mías cuando sobre mí decían
pesar la muerte de un tal Grisóstomo que, en enamorándose de mí siendo yo de
doncellas cerrada…
–¡Ni que fuera un acento!
–Es uno y aborrecible, porque condena a
los infiernos, que es donde los fieles han de pagar en sufrimiento la alegría.
–El pecado de la felicidad, Marcela de
Villarrubia, es el peor de todos cuantos hay. ¿Empero no serás tú más loca que
aquél que refieres de la adarga si dejas la vida en pago de otros?
–A elegir entre la soledad y el Diablo, ya
ves.
–¿A dónde se fue mi abolengo agora?
–Teresa rio para sosiego de Marcela–. No has de temer, Marcela, de la gracia, o
ya me dirás qué tiene mi sangre que echare en falta a la tuya…
–El abolengo que dices está junto a las
ropas, me parece a mí, buscando sitio en esa esquina. Mas echa mi cuerpo en
falta al tuyo, y por eso digo yo, que echa mi sangre en falta a la tuya.
–Y el entendimiento se ve turbado, porque
siento haber encontrado a quien dicen menesterosa y acomete contra el mundo sin
miedo.
–A mí que el Santo Oficio nos encuentrará
muy culpables de guiar nuestras almas al cielo por caminos prohibidos, con o
sin miedo.
–¿Rebelde? ¿Es ése tu nombre?
–Y campesina me digo, es esta mi
condición. Libre, en compañía del bosque y con el alma en los arroyos que
distantes encuentran el mar, es esta mi naturaleza. Agora desnuda y habiendo
desnudado, es esta mi provocación imprevista y sentimiento bravo. Mas campesina
nací.
–No puede ser peor que tu condición
infame, que eres hija y no señor y cuenta más lo que entre los muslos se halla
que el linaje de uno.
–¿Cómo pude no catarlo enantes? Pesia a
mí, que ni arrodillarme hía ante los que vienen de mejores padres.
Rieron.
–Rebelde te llamaré pues –resolvió Teresa
con una sonrisa.
–Discreta habré de responderte, con un
beso de los que aún no se dan –replicó Marcela devorándola.
–Que sea ansímismo donde aún no se dan
–díjole la tan principal y pícara dama.
–Están mis manos en peregrinaje buscando
ciegas tal paraje.
–¿Sales poeta de súbito?
–Esperad a los versos, mi señora, que os
doy por juramento que aún no han llegado.
–¿Versos…? –díjole Teresa riéndole la
gracia.
–De los que no saben decirse en palabras,
que no quisiera yo retar a la fortuna por tercera o cuarta vez.
Luego en continente tumbáronse juntas y
aguardaron unos segundos a que los ojos quemaran todo azogue y bebiéranse en la
otra de las pupilas los retratos.
Y desnudas se abrazaron a un beso para
tejer en los labios un ocaso que Teresa llevó a cuerpo raso donde el ansia era
deseo confeso, gemidos renunciando al regreso al reino de Dios, en piedad
escaso, y dibujos de una lengua a su paso por el sexo trémulo, el ritmo ileso. Elevóse
santa sobre Marcela en uniendo ardor, sed y castellano con el roce trenzado de otro
aliento. Cabalgó su boca picando espuela, se dejó caer, el sabor cercano, y
enhebró placer en un solo tiempo. Y llegaron apriesa al olvido de la cruz y el
momento, ora dama, ora presa, de un mismo sacramento, temblor, llanto, de
olvido testamento.
Y descansaron entre agotados suspiros al
acabar, mas no quisiera la plebeya ver en su señora los indicios del sueño, y
ansí hízolo saber:
–No, señora, no. No ha menester detenerse
por esta noche –solicitó Marcela inquieta.
–¿Propones algo a cambio?
–Habiendo visto que a tu anchura has
recorrido atentada y celosa mi cuerpo buscando sitio que tarazar y mimar, y
sabiendo yo que no debería alguien ser la medida por donde otro su voluntad
mida, creo que debo burlarte contigo como tú bien has hecho conmigo, o bien que
esta vez hagamos más juntas de lo hecho tan a furto del prójimo, que he de
volverte el recambio, con lo bien que me lo has hecho.
–Esto no es negocio, Marcela, sino
arrebato.
–Ni yo campesina ni tú noble, no bajo este
techo, así que pongo el cariño por obra, que las manos harán temblar al mismo
sol allá donde estuviere. Que me he quedado apenas versando nada y con promesas
hueras en los labios. Y mis labios, mi señora, no están sellados sino prestos a
cumplir.
–Entonces calla y continúa con los versos…
Mas la poesía de Marcela caminaba en otro
lengua de rima blanca, se decía libre yendo muy seguido, arpando el fluir del
mismo río, trocando el orden y la letra como el viento surcante los cielos de
nuestro mundo, porque era ahogar cada brizna de hierba en un suspiro contenido,
era hundirse entre dos piernas y dar saco a las caricias, aferrados sus
cabellos por manos que imploraban su cuerpo y su boca, era olvidarse en otro
sudor, era no detener la risa, era desvestirse de razones, honras y industrias
siendo las alas de todos los búhos y la cadencia de todos los gatos en la
escuridad, era ser dos bocas en dos labios, era ir a la parte la una con la
otra, era adelantar al mismo tiempo y atajarlo luego en la cruz. Era ser el
ritmo salvaje rompiendo en la noche que palpita descompuesta y perdida, para
dejarse el alma en los ojos de otro ser humano y volver luego a la vida.
Y con justicia, creo yo, se puede decir que
la promesa se convirtió en mirada y resuello y sonrisa.