La Inquisición del
Tiempo:
Aquella mañana, al despertar, alguien le apuntaba con un
arma.
Y tal vez no maduró una reflexión a las alturas de la
situación, quizás porque cuando madrugaba le costaba conectar con la realidad,
quizás porque el whisky de ayer aún circulaba con entusiasmo por su torrente
sanguíneo o quizás porque observar el cañón de una pistola a menos de dos
metros no era tan estimulante como toda una variopinta saga de maleantes
parecía haber considerado a lo largo de la historia. Sus reflexiones pasaron,
de alguna forma, por aspectos más bien accesorios, tales como: ¿esa persona que
le apuntaba había estado esperando, estoica, en una postura efectista, a que él
se despertara? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Acaso no tendría el brazo agotado y
entumecido? ¿Querría hielo?
Cuando una voz de mujer se liberó en el aire, más allá de
la penumbra del alba, empezó él a preguntarse si era el mundo el que seguía soñando:
–He venido desde el futuro para matarte –dijo la mujer.
En este punto, y aceptando lo surrealista del asunto, se
preguntó qué podía haber hecho para suscitar tal animadversión por parte de
nadie o qué demonios iba él a llegar a hacer más adelante. Después volvió en sí
y pensó en que a veces ocurría que algún otro estaba como una cabra. De un modo
u otro, y en su opinión, eligió mal sus palabras:
–¿Puedo desayunar? –en respuesta escuchó la pistola amartillada,
así que decidió tomarse unos segundos antes de replantear su oferta–. ¿Puedo
explicarte por qué no puedes ir al pasado a hacer algo? Podemos desayunar
mientras tanto.
–Nadie se va a mover de donde está –aseveró ella imperiosa,
él, en respuesta, se reclinó con cautela–. Habla –ordenó ella.
–Si una persona viaja al pasado con el fin de hacer algo
–comenzó él a exponer–, y dado que las consecuencias de la hazaña cambiarán el
devenir de los acontecimientos, el motivo por el cual uno viaja en el tiempo
queda anulado. Dando un ejemplo prosaico: te propones viajar para matar a Hitler,
si lo asesinas, su amenaza o aquel motivo concreto por el cual lo mataste ya no
existe, ¿por qué motivo viajaste al pasado entonces? La conclusión lógica es
que no lo hiciste. Por ese motivo no me has matado aún. Todo esto, contando,
claro, con la muy improbable posibilidad de que no estés loca… –trató de morderse
la lengua demasiado tarde, pero ella seguía escuchando, de modo que él continuó
hablando–. Si quieres poner fin a mi vida… En fin, no puedo decir que me guste
la idea, pero me gustaría menos aún que la narrativa de mi muerte tuviera que
ver con presupuestos de la ciencia ficción más barata.
–Hay épocas de la Historia que, por heréticas, deben ser
erradicadas.
–Es un halago terrible –afirmó él, ella no respondió inmediatamente.
–No puedo hacer ningún movimiento: ni volver a un futuro
incierto, ni matarte.
–¿Qué ha ocurrido –inquirió él en un intento de desviar
su atención– con el resto de misiones para restaurar o borrar periodos
históricos? ¿Es ésta la primera?
–¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Por supuesto!
–Tal vez haya alguna
posibilidad de que vuelvas a otro universo divergente en el tiempo: el camino
se separa en dos y aunque en tu universo de origen no hay cambios, en otro sí. Básicamente,
en uno Hitler está muerto y nunca ha habido II Guerra Mundial, en el otro sí.
–Ahora no estoy segura… –comentó
ella pensativa–. ¿Dónde estamos…? –y tenía que admitirlo: le extrañaba un poco
que el primer impulso de aquel hombre no fuese su propia supervivencia.
–¿En el espacio que queda entre
la Historia y una paradoja de lo más idiota? Sí, es mi casa.
–Si los viajes retroactivos son
imposibles cuando están condicionados por un objetivo concreto, ¿qué ocurre con
mi Dios y sus dogmas? –se preguntó ella.
–Creo que me falta información
suficiente como para responder a eso pero, ¿si hubieses venido del futuro, estamos
seguros de que tendrías una pistola Glock para deshacerte de mí?
–No estamos familiarizados con
el concepto de “misión encubierta”, por lo que veo… –replicó la mujer.
–¿Lo de joderme la mañana
también es sarcasmo?
–Mi Dios me da sentido del
humor ante la adversidad –ambos se dieron unos segundos de respiro–. ¿Dónde
estamos? –se repitió a sí misma, absorta, estirando el brazo. Un calendario que
había colgado en la pared salió disparado hasta su mano.
Él trató de recomponerse, sin
apenas dar crédito al hecho de que objetos inertes fueran volando alegremente
por su habitación, al tiempo que ella leía el mes y el año en el calendario e
intentaba señalar uno de los días con movimientos inciertos mientras ponía cara
de estar revisando cálculos matemáticos muy complejos.
–Estaba pensando… –intervino él
sacándola de sus reflexiones– si viajas al pasado tiene que ser de casualidad…
¿Y cómo coño se viaja al pasado? No me digas “agujeros negros”, por Dios.
–Primero: no blasfemes, tengo
una pistola y el Universo entero y su conciencia es Dios; segundo: agujeros negros
desde el otro lado, haz caso a la tía loca que te está apuntando con un arma;
tercero: quiero desayunar y, sí, tengo una pistola, así que prepárame unas
tostadas –dijo, irritada–. Estuve entrenando durante… –no continuó la frase, él
pensó que tal vez se trataba de información confidencial o tal vez era esa
clase de cosas que se empiezan a decir en voz alta y se terminan de pensar en
silencio; ella reparó con estupor en que no lo recordaba en absoluto y empezó a
dudar–. Esto… esto es incompatible con la Fe, y me cuesta entender qué hago
aquí o cómo he llegado… o qué es este sitio o qué somos nosotros.
–No sé, quizás se haya
desgarrado el tejido de la mismísima existencia... –sugirió él sin convicción–,
da cierta perspectiva sobre las cosas, ¿no? –dijo con una sonrisa cínica–. ¿Mantequilla
y mermelada?
El hombre se levantó y se
dirigió a la cocina. Desapareció por la puerta con una tranquilidad descontextualizada
y fue en ese instante cuando ella empezó a adueñarse de la situación:
¡Mierda!
¡Qué tonta he sido!
Repasemos los elementos en
discordia.
Uno: me encuentro de repente en
una situación carente de sentido.
Dos: tengo conciencia del viaje
en el tiempo que creo haber realizado y de una especie de periodo de
instrucción precedente, pero cuando intento acceder a los detalles de mi
memoria, esas pequeñas porciones de recuerdo se convierten en una nebulosa de
datos mudos, como si no pudiera enfocar un paisaje.
Tres: aquí hay un hombre muy
amable con el que siento una conexión empática de lo más sospechosa y que,
lejos de preocuparse por su propia vida y muerte, parece obsesionado con
desayunar y hacerme dudar de mi credo.
Cuatro: soy muy consciente de
que hay una Iglesia para la cual realizar una quema de libros, ideas y personas
es un quehacer cotidiano. Son la salvaguarda de nuestra Fe, ¿pero realmente
tienen el poder de quemar el tiempo?
Desde aquí sólo parece un error en su ideario, por varios motivos.
Cinco: no hay tanta diferencia
entre una realidad fragmentada y una simulación inducida.
Seis: he dudado de mi fe en un
espacio que, en principio, no existe.
O bien me estoy volviendo loca,
o bien esto es una tortura sin daño y mi confesión ante el Tribunal de la
Inquisición.
Mis ojos tomaron contacto con el
aquí y el ahora.
Y, desafortunadamente, no había
perdido el juicio.
Yo estaba sentada y ellos de
pie.
Había visto esta Sala de la Curia
con anterioridad, aunque sólo en formato de imagen.
Mi respiración se aceleró, como
si cayera vertiginosa por un precipicio, porque, al contrario que ese afable cretino
de las tostadas, yo sí sabía que iba a morir.
–¡¿Tengo que creer en un viaje
en el tiempo sólo porque se me ha dicho que crea?! ¡¿Tengo que aceptar lo
imposible?! –les grité desesperada.
–Tienes que obedecer al igual
que hiciera Abraham cuando se le ordenó sacrificar a su hijo –respondió,
impertérrito, uno de ellos.
El mundo perdía rápidamente su
color, mi espíritu se quebraba y yo me sentía ya encadenada a mi suerte. Todo
parecía lejano y sólo quedaba en mí una extraña debilidad, una convicción
vacía, una pregunta sin contenido. Me sentía ajena a todo cuanto le daba
significado a mi vida, como si de repente nada importara.
Y, quizás porque nada
importaba, mi propia vida se convirtió en todo cuanto había en la balanza, y
entonces supe con claridad que cualquier hombre a las puertas de la muerte
daría cualquier cosa por un segundo más de vida, por la más remota posibilidad
de ver el sol de nuevo. Este hombre lo cambiaría todo por sobrevivir y sería
capaz de destruir a otro ser humano o negar al Creador si con ello fuese a
obtener la garantía de su propia salvación.
Yo sólo podía rezar por un deus
ex machina atropellado e irreal.
Sin embargo algo me decía que el
Señor, habiendo percibido en mí la duda, no iba a escuchar mis plegarias pues no
merecían la piedad de los ángeles.
Y los hombres deben ejecutar la
justicia de Dios.
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