El nacimiento de una bruja:
Kalani, al fin, abrió los ojos.
Intentó alzar los brazos, pero unas correas de cuero se
cerraban alrededor de sus muñecas, inmovilizándolas.
Además de verse encadenada y tener la vaga certeza de
estar desorientada, le dolía toda la mitad derecha del cuerpo. Por otra parte,
y dentro de lo malo, estaba sentada sobre una silla alta, acolchada y bastante
cómoda, y –lo más importante de todo– aún tenía la ropa puesta. Por lo demás, nunca
antes había visto al hombre que estaba sentado frente a ella, observándola con
un pie apoyado en la mesa que les separaba.
La suciedad sobre su piel y el sudor la cubrían. Kalani
se miró las manos de forma errática, las zapatillas, los vaqueros, la camiseta
que vestía: había manchas de sangre reseca. Arrastró la vista al techo, luego
al hombre, después a las paredes. Veía estanterías de metal oxidado, armarios sucios
que pretendían ser transparentes, espejos. Todo parecía haber querido ser de
color blanco hacía tiempo: el hospital amparado por la herrumbre, la tierra, el
moho y la vegetación que se infiltraba. La luz eléctrica iluminaba la
habitación y el pasillo, el cual se veía al otro lado de la puerta de cristal
cubierta por una pátina de polvo.
Aquel hombre empezó a hablar y Kalani se escondió en el
infinito que había detrás del discurso:
–Fuimos atacados hace unos días por una banda de críos muy
peligrosos. Muy peligrosos y, diré más, muy hijos de puta –apostilló el hombre
con convicción, levantándose–. Como comprenderás los asaltos nos han hecho
tomar ciertas precauciones, así que cada día enviamos un destacamento para
comprobar los alrededores. De alguna manera eso ha terminado con un niño
muerto, pero algo me dice que no es uno de los que buscábamos –comentó mientras
se rascaba la barba de tres días, ella recibía cada palabra con la mirada
perdida–. Ibais tres adultos con él. Sí, quizás podríais contaros entre esa
banda de chavales locos –le concedió él, inclinándose hacia adelante–, aunque a
primera vista parezca muy poco probable. En parte por eso estás atada –le
explicó indicando la obviedad de su cautiverio con un gesto–. Pero –dijo
aproximando su silla a Kalani– eso no es ni de lejos lo más extraño que ha
pasado hoy.
La joven se encontraba en una huida estática con el mundo
relegado a un segundo plano y, tal vez sin querer, caía por la mente de aquél
tipo, sangrando por la nariz mientras contemplaba un paisaje lítico de ideas
fijas, tristes, muertas. Y la gente, la gente también estaba muerta en el
interior de aquella mente. Rostros de cadáveres, gente querida y desaparecida,
el cuerpo de una mujer torturada y mutilada por esos niños, y junto a ese
recuerdo, ira, críos riendo como hienas, el cuerpo humano convertido en objeto
de experimentación, la imagen borrosa de Cole con un tiro en la cabeza.
Y, mientras, el rostro demacrado de Kalani era el retrato
de la ausencia.
–Ésta es la situación –continuó aquel individuo
sacudiéndose una araña del hombro–: algunos de mis hombres están muertos,
algunos de los tuyos también. Es algo que suele ocurrir cuando se encuentran dos
grupos de gente desconfiada. Pero sólo hubo un disparo, al menos sólo hubo uno
que diera en el blanco. En parte por eso estás atada.
–¿? –dijo Kalani, tras lo cual pensó que tal vez llenar
la interrogación con un “qué” hubiese sido más efectivo.
Sintió algo sobre su camiseta, miró hacia abajo y vio
manchas rojas, desconcertada, reparó en la sangre tibia que resbalaba sobre su
labio superior.
–En un mundo como éste –dijo señalándola con un dedo
aleccionador– no es bueno confiar en las coincidencias.
Kalani, haciendo malabarismos un horizonte más allá de
los sonidos, vislumbró a una mujer a través de la puerta de la habitación, parecía
tener una correa cruzándole un hombro, probablemente de algún arma de fuego, y
miraba hacia ellos, tal vez para cerciorarse de que todo estaba en orden. La
joven tomó aquel sentimiento de seguridad, lo aisló, lo magnificó y lo bloqueó
en la mente de aquella mujer. Pensaba que podría ser útil tratar de controlar
la situación. No obstante en su cabeza comenzó a abrirse un dolor agudo y
eléctrico, roturas refractándose bajo su cráneo, estaba demasiado cansada como
para exigirse grandes esfuerzos. Su vista se nubló, tomó aire con evidente trabajo
mientras su equilibrio tenía que apoyarse en la mesa con las dos manos. Se
sentía a punto de desfallecer.
–No deberías –dijo Kalani clavando por vez primera su
mirada en aquel tipo, tirando de cada palabra con el esfuerzo de su aliento– ir
por ahí preguntando el porqué de las cosas: podrías tener que escuchar una
respuesta desagradable como “gonorrea”, “el número pi”, “protuberancia” o
“ironía”. Por otro lado he estado bastante ocupada manteniéndome inconsciente.
–Buscamos justicia –le respondió invariablemente aquel
hombre.
–No jodas, la justicia sólo existe a través de los ojos
de los hombres –la habitual energía de Kalani se abría paso, aunque fuera
tímidamente, entre la tragedia. Esa frase que ahora citaba se la había dicho
Audrey una vez, “porque los hombres creen que la realidad y las palabras son lo
mismo”. La realidad y las palabras tienen poco que ver, pero es que esta buena
gente además se ha dejado el puto diccionario en casa, se dijo la joven.
–Justicia –repitió él dando un toque con el dedo índice
en la mesa, conciso pero imperioso.
–¿Sabes? Tener la mente cerrada no sería tan malo si te
acordaras de dónde has puesto las llaves.
Ahí tenían que haberle pegado. O haberlo intentado. O al
menos eso pensaba ella. Sin embargo el ruido, los gritos y el pataleo salvaje
proveniente del pasillo dejaron la represalia en el en general –si uno no
Kalani– inocuo terreno del pensamiento.
Tenía que salir de allí.
Apenas sabía de dónde sacar fuerzas, sin embargo tenía
que intentarlo y había una forma muy obvia de ganar terreno en otra mente: si
lo que quieres es que alguien haga algo de la nada, lo más sensato es dejar que
la idea esté ahí de antemano, porque manipular lo que existe siempre es más sencillo
–aunque más aburrido– que inventar lo que no existe.
–Desátame, siéntate y quédate quieto y calladito –ordenó
ella.
Él hizo lo que Kalani decía. Y ella, una vez de pie, tuvo
que aferrarse a casi todo lo que podía, con las palmas de sus manos avanzando a
marchas forzadas por la pared. Le costaba moverse, pero empezaba a convencerse
de que no se desmayaría.
Con bastantes dificultades la joven le ató al hombre las
manos a los brazos de la silla, le cacheó haciéndose con un llavero y una
pistola, y después se asomó a la puerta.
Las gotas de sangre dejaban su rastro sobre el suelo.
–¿Dónde coño están mis amigos? –preguntó echándole una
ojeada al pasillo.
–En la morgue –Kalani lloró, no obstante su expresión se mantuvo
firme–, bajas un piso y giras a la izquierda, sigues el pasillo unos trescientos
metros y encontrarás el cartel.
–¿Cuánta gente va contigo?
–Ahora ya sólo quedamos seis.
–¿Y el perro?
–¿Qué perro?
“Buen chico”, pensó Kalani.
Había dos mujeres y un hombre en el pasillo, y un niño
pequeño tratando de liberarse de sus captores. Mientras ellos usaban una ropa
desgastada y descolorida, el niño llevaba algo que no podía ser descrito más
que como una falda de piel hecha jirones. Kalani creyó distinguir pinturas en
la cara del niño, no lo sabía con seguridad: el pasillo era muy largo y ellos
estaban bastante lejos.
Y, aunque Kalani estaba demasiado lejos como para verlo
bien, el pequeño liberó una mano, se apoderó de un cuchillo de la caña de la
bota del hombre y lo clavó en el primer muslo que vio, mordió una mano ajena y
se escabulló a tiempo para recibir una patada en la espalda que lo derribó.
Estando en el suelo comenzaron a patearlo y le arrancaron la falda, el niño
lloraba, se revolvía e imploraba.
–Ojo por ojo –dijo una de las mujeres.
Kalani huía hacia las escaleras tan rápido como su
extenuación le permitía mientras aquellos desconocidos dirimían sus conflictos
diplomáticamente.
En su descenso, y a pesar de la distancia, escuchó gritos
horribles: los ruegos no cesaban, tampoco los golpes.
La joven consideraba que la venganza no era un buen
negocio, sólo era la voz del dolor suplicando por una retribución, la que
fuera. Era la desesperación rogando por un porqué cuando todo lo que podía
importar se había desmoronado. Además, no había justicia que fuese causa ni
solución de la muerte.
Y sólo había muerte, sólo había soledad, y nada iba a
cambiar eso. Ella miraba al abismo y el abismo miraba dentro de ella para
encontrar un desafío.
Decidió interrumpirse: ahora no era un buen momento para
sufrir, así que se limpió la cara de sangre y lágrimas y tiró el pañuelo. Tomó
aire, prestó atención, aguzó el oído y marchó hacia adelante.
Aunque se alejaba, tardó en dejar de oír los gritos, tal
vez siguió escuchándolos en su cabeza, no estaba segura, ni estaba segura de
que importara.
Al abrir las puertas de doble hoja de la morgue apenas unos
minutos más tarde, vio varios bultos sobre camas metálicas. Audrey, Rhys y Cole
estaban ahí, tendidos, lívidos, inertes.
Su mente se detuvo, paralizada ante aquella imagen.
Su cuerpo tuvo la decencia de vomitar.
Después se obligó a continuar. Ahora no podía llorar, gritar
o golpear cosas mientras su rabia desafiaba la impotencia en vano. Ahora no
podía sentirse sola, ausente ni abandonada.
Inspeccionó los cadáveres en busca de heridas de bala o
arma blanca. Nada.
Al fin y al cabo ya lo sospechaba: ¿un disparo y varios
muertos? Más concretamente: ¿un disparo que había matado a Cole y varios
muertos? Estaba claro lo que había pasado y sin embargo ella se había estado
aferrando a un clavo ardiendo, a la esperanza. La misma esperanza que te hace mirar
en un cajón tres veces seguidas mientras te dice que lo que buscas podría estar
ahí esta vez.
Escupió al suelo los restos de vómito de sus labios, vio
las mochilas de todos ellos. Cogió la armónica de Audrey y llenó la mochila de
Cole de libros, un botiquín y cachivaches, para colgársela al hombro después.
Cogió su revólver, un cuchillo, y colocó el arco y el carcaj de Audrey sobre el
cuerpo frío de su dueña. No encontraba su casco de piloto, pero sí vio la capa
de su amiga, así que la cogió también.
Un pensamiento rompió urgente contra el pesar que sentía:
“los medicamentos”, a eso habían venido. Y aún recordaba el camino a la cámara
frigorífica. “A ver si hay suerte”, se dijo. En el pasillo por el que había
venido se escuchaba esa clase de silencio denso que hace la gente cuando
intenta no hacer ruido. Le dio un beso a Cole lleno de cariño y salió de la
habitación por otra puerta.
La ciudad estaba cubierta de musgo y plantas apoderándose
de las grietas. Los coches que habían quedado a la intemperie no eran más que
un amasijo de óxido. Los animales campaban a sus anchas y ellos tenían que
andarse con ojo para distinguir cualquier ruido amenazador por encima del canto
de los pájaros y el susurro de las alimañas que tanto abundaban. Se sabía que
había perros y lobos cazando por los alrededores y, aunque pudieran
ahuyentarlos con sus armas de fuego, un dispara sólo traía peligro.
Boatswain olisqueaba el aire a menudo, vigilante. Kalani
se había estado preguntando cuándo se desplomarían los edificios, pero después
empezó a conversar con Cole, hablando los dos muy bajito:
–Pues, dejando a un lado las horas de sueño, si dejas de
leer durante más de dos horas seguidas –decía él mientras caminaban por la
ciudad parcialmente tomada por el bosque–, el cerebro se te atrofia pasando por
varios estadios, a saber: el primer nivel de mengua es analfabeto funcional, el
último es acelga exquisitiva. Los de en medio aún me los tengo que inventar.
–Exquisitiva… –repitió Kalani entre risas–. Hay muchos
niveles intermedios… como ingenio babeante o caníbal intelectual (éste es un
dogmático infiltrado), pero dentro de los analfabetos funcionales tenemos que
meter subgrupos to locos ahí, por ejemplo, el lector de cuentos para niños
mudos, ya sabes, ésos en los que una chica tiene el electrizante papel de
echarse una siesta y esperar el beso de un macizorro –de repente se giró hacia
Cole vibrando de entusiasmo–. ¡También podemos meter al protón acrítico!, ése
que se olvida de los pequeños detalles como: ¿por qué en las obras de ficción
los alienígenas de una misma especie hablan todos el mismo idioma? ¿Qué pasa,
sólo los humanos somos multiculturales? ¡Menuda estafa! Hay mucha
discriminación velada por omisión en esa mierda. Y además todos los
extraterrestres se parecen sospechosamente a cosas que ya conocemos: gente
cabezona, teteras y bichos feos. Y todos quieren matarnos o follarnos, ¡y no
puede ser, eso es justo lo que queremos hacer nosotros con ellos! No sé, no lo
veo… –dijo alzando las manos en señal de rendición–. Deberían… deberían ser otra cosa –aseveró Kalani intentando
parecer misteriosa, meneando los dedos.
–¿Así, otra cosa?
–la imitó Cole.
–Otra cosa
–asintió ella satisfecha.
Habían aparcado el coche a unos kilómetros por temor a
que las carreteras en el interior de la urbe pudieran no ser transitables, pero
ya no quedaba mucho para llegar al hospital y robar, que lo que siempre hacían.
Rhys y Audrey les seguían a unos metros, Boatswain iba ante ellos, olisqueando
lo que quedaba de pavimento.
–Bueno, –atajó Cole–, no te fíes de gente que insiste en
que los niños tienen mucha imaginación: se están aprovechando de la poca que
tienes tú.
–Cuando eras niño tenías mucha imaginación –le dijo
Audrey a Cole–, pero, vamos, que de pequeño aprendiste a construir un generador
hidroeléctrico. Tal vez no eres la muestra más representativa.
–Y mi capacidad imaginativa ha aumentado, te lo aseguro:
ahora puedo pensar en la decadencia de una meritocracia castrense que recompensaba
a sus ciudadanos en base a su vello corporal –puntualizó Cole.
–Cole –intervino Rhys–, ¿no te preocupa no haber tenido
infancia?
–¡Que levante la mano quien haya tenido una infancia
pacífica! –propuso Kalani muy animada, aunque seguía hablando a un volumen
cauteloso–. ¡Vamos, no seáis mierdas! ¿Cómo? ¡¿Nadie?! –Kalani se fingía indignada–.
Rhys, tío, crecer es lo puto peor, Cole simplemente se ha ahorrado un par de
pasos porque… porque saber mogollón de polisílabos o cómo construir un puto
generador hidro-jodido-eléctrico tiene que dar puntos se mire por donde se
mire…
–¡Esperad! –gritó Audrey en un susurro, alzando el puño
mientras se agachaba, alerta–, hay algo raro ahí delante –aseveró señalando–, Boatswain
est…
Se escuchó un disparo y el mundo se quedó en silencio.
Los ojos de Kalani se abrían hasta lo imposible al ver
cómo el dolor le cerraba los suyos a Cole, y el chorro de sangre salpicaba el
cielo.
El tiempo se detuvo en sus pupilas azules.
Kalani sintió cómo sus neuronas emitían una señal aguda y
penetrante que se extendía como un incendio bajo su cráneo. Trataba de
contenerlo, pero el poder se quería libre y extinguía su voluntad, y ella,
rebasando el umbral del dolor cuando un ultrasonido helado taladraba su mente,
no llegaba a aferrarse las sienes con las manos y perdía el conocimiento.
El cuerpo de Cole seguía cayendo.
Ambos dieron con el suelo casi al mismo tiempo.
Kalani conducía. Lejos. El mundo se había transformado en
algo que sólo le pillaba de paso.
Boatswain iba en el asiento del copiloto, mirando el
bosque en silencio.
Las rocas, los árboles, los animales… parecían ocurrir a
través de un espejo. El verde fluía a su alrededor sin tocarla.
Pasaban las horas y ella lo intentaba, pero no podía
sentir nada.
Sin previo aviso frenó el coche y exhaló un suspiro breve
que, sin embargo, le pareció eterno.
Después se derrumbó. Comenzó a llorar, primero poco a
poco, a continuación, desconsolada. Boatswain comenzó a aullar.
La soledad no era como la recordaba: no había en ella perspectiva
alguna, sólo era un territorio yermo e invariable ante un horizonte infinito y
vacío.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que volver a
un lugar conocido después de una larga ausencia era como mirarse en un espejo
roto que no podías soltar. De repente tenía que enfrentarse a un paisaje que
había cambiado, a una Kalani que había cambiado.
No sólo había perdido a su amor o había exterminado a sus
seres queridos sin que palabras como justicia
o voluntad hubiesen amedrentado a la
muerte. No sólo estaba perdida entre su mente y su llanto, entre el recuerdo y
la culpa, entre el abandono y el mundo.
También había perdido la posibilidad de volver a querer a
otra persona.
Y ni siquiera se trataba de una incapacidad emocional sino
de un problema geográfico: era un peligro para cualquiera que estuviera cerca
de ella.
Y parecía que lo más sencillo era que ella no estuviera
allí.
Y por todo eso lloraba.
Así que Boatswain le lamió la mano.
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