Cuando nunca tienes hambre:
A Snieshka
no se le daba bien ser la pequeña Snieshka. Tampoco hacía un buen papel siendo
esa Zhanna, más cercana a sí misma y que acostumbraba a lavar la ropa cuando
llovía, ni podía presentarse como Sniezhana porque Sniezhana era demasiado
mayor y demasiado cínica, así que intentaba ser la pequeña Snieshka.
La nieve se
extendía sobre los campos, había bosques y una descomunal cadena montañosa
confundiéndose con el color azul, y una pequeña parte de la enorme ciudad había
sido amurallada o protegida por edificios sellados y precariamente
acondicionada. Las chimeneas escupían humo y las calles, personas.
Dos
estandartes colgaban de sendas torres de hierro flanqueando las puertas de la
ciudad. Los guardias, armados y pertrechados, hacían patrulla y un grupo de centinelas
ahí abajo, algunos de ellos vigilando la puerta y otros en una mesa improvisada
al lado del camino, se encargaba de conceder permisos y tomar notas. La mesa no
era más que un tablero sobre lo que tal vez fuera una antigua máquina
expendedora.
–¡No, si no
tenéis dinero, no podéis pasar! –gritaba uno de los hombres que guardaban la
puertas de madera para entrar en la ciudad.
Había una
muchedumbre esperando entre el barro y la nieve, una muchedumbre escuálida,
herida, desdentada o mutilada, aterida a causa del frío, enferma, famélica.
Eran restos, eran deshechos, eran nadie.
Los guardias
observaban impertérritos cómo esas personas lloraban o suplicaban, estas
últimas habían hecho un largo viaje a través de las llanuras y se resistían a
la realidad: en la ciudad de Arriba no había sitio para ellos si no era como trabajadores
en un estudiado régimen de esclavitud. Muchos morirían a causa de la
desnutrición o la hipotermia, en cuanto al resto… casi todos acabarían dando su
brazo a torcer, siempre y cuando tuvieran dinero, porque había que concederle a
la ciudad que ser esclavo en Arriba no era como ser esclavo en ningún otro
lugar.
Para un
forastero podía ser difícil de entender, pero tener algo que ofrecer era una
muestra de buenas intenciones por parte del recién llegado y no es que fuera la
primera vez en la historia en que alguien ponía dinero de su propio bolsillo
para poder adquirir una deuda desorbitante.
Unos hombres
que vestían algunas protecciones de cuero y materiales variopintos, tal vez
alguna clase de fuerza especial, echaba a dos mujeres y a un hombre de la
ciudad. Una de las dos se agarraba los restos de un brazo mutilado, el hombre
tenía los ojos abrasados. Los tres habían sido marcados con un hierro candente
en la mejilla, la mujer manca y el hombre ciego compartían símbolo, el de la
tercera desterrada era distinto. Snieshka se preguntó si indicaban distintos
tipos de castigo o tal vez de crimen, después pensó que las mujeres se comerían
al hombre en cuento tuvieran oportunidad, al menos si conseguían sobrevivir lo
suficiente a posibles encuentros con humanos y bestias.
Los
guardias, mientras tanto, se quejaban del trabajo a la intemperie.
–¿Qué dinero
usáis aquí? –inquirió Snieshka, abriéndose paso entre el gentío y dejando en el
aire los trazos de un acento extranjero.
–¿Quieres
entrar en Arriba? –un hombre, al que llamaremos el guardia aleatorio número uno,
se acercó, cogiéndola de entre las piernas y retirando la mano al notar algo
afilado sobre su brazo, sin apenas percibir el rápido movimiento de su víctima–.
¿Cómo, me estás atacando? –dijo éste desenfundando una pistola–. Tendré que
violarte después de matarte, puta… –le pegó un puntapié a la niña, ella soltó la
espada que llevaba y salió despedida, quedando sin respiración, ahogando un
gemido de dolor. Pero no iba a llorar, en lugar de lágrimas iba a dejar a la
rabia fluir y desaparecer: tenía que entrar en esa ciudad.
–Eh, si
tiene buen metal, que pase –otro hombre, el que por imperativo del discurso debía
ser el guardia aleatorio número dos, detuvo a su compañero y le empujó hacia
atrás–. Niña, ¿entiendes qué es Arriba, qué puedes encontrar aquí?
–Yo –logró
decir entre toses, recogiendo su espada del suelo, mirándoles desafiante–, una
ciudad; vosotros, vuestro dinero –le lanzó una bolsa a aquel hombre,
tintineaba.
Él sopesando
la bolsa con interés, abriéndola y escupiendo en el suelo. En ese momento un
viajero intentó cruzar las puertas–. ¡Mira, un imbécil le ha dado una alegría a
Jack! –exclamó el hombre permitiendo que su compañero disparara al viajero allí
mismo–. ¿Cuál es tu nombre, niña?
–¿En serio?
–respondió ella, alzando la voz: los gritos del viajero que se revolvía de
dolor en medio de un charco de sangre hacían algo difícil el resto de
interacciones sociales.
–Pagas por que
ponga tu nombre en esta lista, ¿entiendes? –él también alzó la voz para hacerse
oír.
–¿En serio
crees que la gente te da su nombre real? –insistió ella, el guardia aleatorio
número dos consideró la cuestión mientras intentaba fingir que no se sentía
estúpido.
–Bueno,
también escribo un poco cómo es el personal y eso… –se defendió él, definitivamente
incómodo.
–Una medida
fiable –él no supo muy bien cómo interpretar eso.
–¿Tú quieres
pasar, media mierda?
Ése era el
problema de jugar a ser Snieshka: tenía que forzar al personaje, demostrando en
ocasiones y de forma algo temeraria que era sólo un poco más lista que los
demás o de lo contrario la gente empezaba a preguntarse por qué aún estaba viva.
–¿No habrán
llegado un par de capullos con el nombre de John y Larry Sanders? –preguntó
ella–. Piel oscura, ojos verdes, altos, hermanos, emmm… son dos… –puntualizó, el
guardia arqueó una ceja, lo cierto es que esa tal Snieshka había pagado
bastante bien y él se iba a llevar una pequeña comisión–. Hace una semana como
mucho –añadió ella.
–Mmm… ¿eran
muy capullos? –dudó él.
–Supongo que
no he subestimado su estupidez lo suficiente –asintió la niña–. Gracias… –ella le
dejó margen para terminar la frase, porque de alguna manera el guardia
aleatorio número dos se había ganado un nombre.
–Mick.
–Gracias,
Mick.
–Intenta que
ellos ataquen primero… si es defensa propia…
–Soy una
niña –le recordó ella, muy seria.
–Eso no te
servirá una puta mierda aquí –aseveró él–. Que te ataquen y que haya jodidos testigos.
E intenta que no te roben ese trato –añadió refiriéndose a la espada.
–Gracias.
–Has pagado
bastante así que… ¡qué coño!, una rubia medio rapada también anda detrás de los
Sanders… tendrá unos dieciocho años.
–Gracias.
Y Snieshka
se marchó sin haberle dicho ni uno solo de los nombres que tenía.
La armónica
manchada besaba sus labios y sus manos aún con restos de barro enhebraban cada
nota en la forma de una historia lenta, algo triste a ratos, una historia que,
sin embargo, sonaba más a compartir un atardecer que a echarlo de menos.
Kalani tocaba
con los ojos cerrados. Una mezcla entre husky y golden retriever estaba sentada
a su lado, alerta, a veces alejándose e inspeccionando los alrededores,
enérgico y juguetón.
Aquél
establecimiento olía a suciedad, sudor, tabaco, hierba, cerveza y carne roja a
la parrilla. El fuego iluminaba más que la luz eléctrica de baja intensidad y
la melodía encontraba su espacio al ondular sobre el humo.
Las notas
nacían, vibraban y daban paso a las siguientes, cada vez más rápido, cada vez
con más vitalidad. Kalani se perdió entre ellas y se dejó ser la música durante
unos minutos.
Cuando acabó
de tocar, bajó del pequeño escenario de un salto y se fue a la barra con un
ligero baile al andar, deslizándose entre menos aplausos que personas. Pese a
todo había más parroquianos de los que acostumbraban a pasar por allí.
El dueño de
la posada y ella habían llegado a un acuerdo: cama, cena, agua y una cerveza a
cambio de ayudar a llenar el local, además y en virtud del arreglo, tenía la
obligación de darse un baño cada tres días. Afortunadamente nadie sabía allí
quién era Kalani, nadie quería acabar con su vida.
–Todo tuyo, Senescal
Piruleta –ella le dio la mitad de su cena, sus ojos llenos de simpatía–, hala –el
perro comió a toda velocidad, olfateó el aire y decidió dar una vuelta sin
alejarse demasiado de su ama.
Un hombre
que tenía menos dientes que ella y más cicatrices, se sentó a su derecha.
–¿Cómo lo
llevas? –le preguntó.
–No sé qué
decirte, no pesa –contestó Kalani sonriendo.
–¿Cómo lo
haces para no detestar esta cloaca infecta? –interrogó otro hombre, situándose
a su izquierda, similar físicamente al anterior, pero con alguna clase de
enfermedad de la piel que oscurecía con manchas su rostro de ébano. Kalani
eructó, despreocupada.
–No es mi
clase de sitio –confesó ella–, ni siquiera es mi clase de sitio cutre: aquí hay
gente que manda y gente que obedece, John– Kalani clavó su mirada en su
interlocutor y éste hizo esfuerzos para desviar la suya de aquellos ojos que,
de forma involuntaria desde la muerte de Cole hacía unos tres años, se habían
convertido en dos pozos de inquietante azul de los cuales no parecía nada fácil
salir. Con todo, Kalani fue más rápida evitando el cruce de miradas.
–Y la arena…
–John, tratando de no apartar su vista del fondo de su vaso, estaba haciendo
referencia al sangriento Circo de Arriba, tal vez se disponía a hacer alguna
clase de comentario al respecto, no obstante se interrumpió al escuchar un tiroteo
y los gritos de varias voces en alguna calle cercana, visiblemente alarmado.
–Sí –Kalani
seguía a lo suyo, sin dejar de atender a su sabrosa hamburguesa de ternera–,
una mujer que tiene que pagar toda su vida por el techo que la cobija
trabajando ocho horas al día no es libre. Pero conviene que nos centremos en el
motivo de nuestro viaje, caballeros. De hecho, me gustaría que me contarais por
qué nadie ha quemado los libros. Aunque… antes tenéis que responderme, ¿quién
cojones os está siguiendo?
–No te lo
creerías –contestó John mirando hacia las ventanas, aprensivo. Ella se metió un
buen pedazo de comida en la boca.
–Defifme
dóbde eftá da bibdioteca antef de que of maten –ordenó Kalani, su voz era ahora
pura dureza, aunque sospechaba que tal vez no había causado el efecto esperado.
–Te
llevaremos hasta allí, pero cumple tu parte del trato –rogó Larry.
Kalani tragó
y golpeó la mesa con la jarra de cerveza:
–¡Nadie me
habló de esto, joder! –algunos sobresaltos dibujaron un momentáneo círculo de
silencio alrededor de ellos, después Kalani siguió gritando en susurros, el
perro alzó la cabeza, preparado–. ¡¿Me pedís que siga aquí cuando me habéis
ocultado que alguien os quiere ver muertos?! –su parte del trato consistía en
llevar a esos dos hombres al asentamiento de Faro e integrarlos en la
comunidad, no en poner en peligro el asentamiento con más enemigos lo
suficientemente desquiciados como para pasarse por allí.
Kalani
necesitaba un mapa, un guía o al menos una dirección. Se pasó la manga por la
nariz quedando ésta cruzada de rojo y contuvo la breve punzada que sintió en el
cráneo en una mueca estoica.
–Nos
persiguen desde hace una semana –trató de explicarse John–. La información es
lo único que tenemos para pagar por nuestras vidas… –suplicó.
–He venido a
la peor ciudad al norte de Faro y Okanogan, y ha sido para rescatar esos putos
libros, no para que me vuelen el culo, y os aseguro que no quiero que la
relación geográfico-afectiva que comparto con mi culo cambie en absoluto –Kalani
cogió su cerveza y se dispuso a marcharse–. Lo siento, os habéis equivocado de mujer
–se detuvo, miró hacia las escaleras distinguiendo una figura en su descenso y
sentenció–. Mierda.
–¡Joder,
¿cómo han conseguido meter la habitación en la cama?! –preguntó Kalani,
incrédula y entre risas. El cuartucho en el que se encontraban era mínimo.
–No necesito
mucho espacio –respondió Snieshka riendo, sentada en la cama a fin de que
Kalani cupiera. Senescal Piruleta se quedó afuera, juntó a la puerta.
–Bueno, ¿qué
tienes que contarme?
–He venido
desde tierras lejanas y quiero asilo en tu asentamiento a cambio de la vida de
dos hombres.
–Estoy
bastante segura de que, cuando una negocia, no puede pedir algo que quiere a
cambio de algo que quiere –adujo Kalani.
–Es justo
–la niña se quedó pensando unos instantes–, quiero asilo, soy la guardiana
perfecta: no consumo mucho y no puedo morir.
–Vaaale…
–Kalani se levantó despacio, con una sonrisa cautelosa en los labios y cada vez
más convencida de que no debía perder el tiempo con cualquiera sólo porque le
invitara a comer.
–Evidentemente
te lo parece –empezó la niña, ignorando el hecho de que su interlocutora
estuviera huyendo, con una seguridad en sí misma tal que algo no acababa de
encajar, de modo que Kalani se quedó a pensar los pensamientos de esa extraña
con interés porque, aunque Snieshka discurriera en otro idioma, la mayoría de
las ideas que tenía se parecían más a las pinceladas que a las palabras– y, sin
embargo –seguía Snieshka–, no bromeo: he oído que tienes poderes psíquicos, que
puedes internarte en mentes ajenas, que puedes alterar sus deseos e interferir
con el curso natural de sus pensamientos. Si te soy sincera, pensé que encontraría
cierta comprensión, pero no te preocupes, no me siento decepcionada.
–Oye, ¿siempre
parece que estás mintiendo?
–Es más
fácil mentir si nunca dices la verdad.
–¿Y todo lo
que dices es una especie de puto pulso mental loco? Porque te has flipado muy
fuerte con la paradoja.
–Simplemente
aprovecho mis armas –ella ensayó una sonrisa radiante–: si una persona te
miente, le echas la culpa; si te miente un mentiroso siempre es culpa tuya, en
otras palabras: ser honesta en el engaño perjudica al engañado. A nivel táctico
es toda una ventaja. También llevo mi espada a la vista –estaba envainada,
apoyada contra la pared.
–¿Y no se
ponen en alerta contra todo lo que dices, en plan: “me la están colando, aunque
no sepa por dónde”?
–Indudablemente,
pero vuelve a la paradoja: no podemos concebir que alguien mienta siempre y en
esas circunstancias buscar la verdad es agotador.
–¿Entonces,
eres como… una zorra manipuladora o algo así?
–E irónicamente
eres tú la que tiene el poder de controlar a otros. Lo más probable es que yo
nunca sea juzgada por eso: la gente confía en las apariencias.
–¿De qué
coño va todo esto? Es confuso… –Kalani se quedó mirándola desde el umbral–
¿Cuántos años tienes?
–¿Cuántos me
echas?
–Creo que
debes de estar en algún punto entre unos… diez y setecientos veintitrés. Una
pregunta –continuó Kalani, por charlar un poco–, si te parten por la mitad con
tu espada, ¿aparecerían dos copias tuyas? –se quedó pensándolo un poco,
¿valdría como forma de reproducción? Y esas copias, ¿se llevarían bien entre
ellas?
–Lo cierto
es que creía que podía hablar contigo de asuntos serios –afirmó Snieshka.
–Supongo…
–dijo Kalani–, lo que pasa es que con ese personaje que me plantas en toda la
cara no me apetece hablar una puta mierda. Y sigue presente a pesar de que yo
sí que estoy aquí.
–¿Qué pasa,
Kalani? –inquirió Larry, preocupado, sonriendo con esa expresión insegura que
esgrime quien se resiste a creer que algo va francamente mal. Echó un vistazo
en la dirección en que miraba Kalani: encontró las escaleras con sus ojos.
Y a Snieshka
bajando por ellas.
Los segundos
se dilataron.
Uno.
Larry y John
desenfundaron sus armas.
Una parte de
la gente comenzó a gritar, a tratar de escapar y a parapetarse detrás de
cualquier cosa, otra gente incluida.
Kalani se
tiró al suelo.
Dos.
Agarró a
Senescal Piruleta y se arrastraron juntos hasta detrás de la barra.
Se oyeron
las descargas de dos pistolas y alaridos de dolor de varias voces distintas. No
se podía pensar.
Tres.
Después se
escuchó un chillido apagado y el estruendo de una sola pistola que seguía
disparando.
Kalani
respiró hondo, se armó de valor y echó un vistazo por encima de la barra, se hubiese
llevado la mano a la culata de su revólver de haber confiado en su puntería.
Cuatro.
Larry estaba
en el suelo, aún parecía estar vivo a juzgar por el lamentable gorgoteo que
emitía lo que quedaba de su garganta.
Snieshka
estaba cubierta de sangre, su cuerpo acribillado, y no obstante seguía avanzando
mientras sus gritos desgarrados se le escapaban entre los dientes. Le pegaron
un tiro más entre ceja y ceja, lloró.
Lloró por
mucho más que el dolor de un balazo que no conseguía matarla.
Cinco.
Dio un
espadazo impactando en la rodilla de John, él perdió el equilibrio y, ante su
reverencia, Sniezhana le cortó la cabeza cercenando sus gritos. Y sólo quedaron
los de las víctimas del tiroteo. Los de Snieshka devoraban el silencio, Kalani
no estaba segura de si eran rabia o sufrimiento.
Las balas
perdidas habían alcanzado también a un hombre y a un niño, este último seguía
dando alaridos y llorando en medio de un charco de sangre. Ella cogió su
mochila, un bocata que encontró a medio comer sobre la barra, apaciguó al crío
y lo sacó afuera, unas personas se lo llevaron de allí.
Senescal
piruleta estaba asaltando los platos de una mesa, meneando, frenético, el rabo.
–Supongo que
ya no puedo ir a Faro –murmuró Snieshka, aproximándose a la puerta del local,
con su piel y su ropa teñidas de rojo.
–Es curioso…
–comentó la psíquica, el sol dándole en la cara mientras examinaba a su
interlocutora: se fijaba en la extrema palidez de Snieshka y en ese rostro
irreal, de inocencia sin cicatrices y sin la huella de un tormento que Kalani sentía
vibrando bajo la piel, escondido detrás de cada palabra que esa mujer inmortal
pronunciaba–. Es curioso, te miro y ahora sólo veo a una adulta demasiado
acostumbrada a la manipulación.
–¿Naslazhdaiemsia, vied’ma Maiaká? –dijo
ella escudándose en el reproche que le escupía a Kalani. Evidentemente esta
última no entendía una sola palabra, pero el tono de la crítica no le pasaba
desapercibido en ningún idioma. Y además leía la mente.
Lo cierto era que Kalani no sabía muy bien qué pensar, con esa cría todo parecía demasiado teatral y se estaba empezando a cansar de que las palabras significaran tres o cuatro cosas distintas al mismo tiempo, de modo que quebró la furia de Snieshka con su poder y aprovechó el camino que dejaban sus
ruinas para marcharse.
–Vied’ma Maiaká –la llamó ella, Kalani
tuvo que detenerse y volverse–, he hecho un largo viaje en busca de una vida,
un viaje que me lo ha arrebatado todo. He visto un mundo cruel, lleno de
barbarie, únicamente mi determinación pudo hacerme continuar –sólo se oía una
voz, esta vez era la voz de Sniezhanna, que Kalani escuchaba por vez primera
desde que intercambiara unas palabras con Snieshka un par de días antes–. Al
tratar de huir, sólo he cambiado de lugar, viendo nuevos paisajes pero el mismo
desierto en mi interior, sufriendo mil veces sin llegar a morir. Tú eres como
yo –dijo en un susurro–, sabes que intentarían destruirnos si averiguaran
quiénes somos, sabes que nos venerarían y nos temerían a partes iguales
–siguió, y alzó la voz de nuevo– y sabes que el mundo es una contradicción y
sabes que a mí pueden derribarme, pero jamás podrán quitarme la vida, en esta
realidad enloquecida sólo mi determinación puede hacerme continuar –Snieshka se
arrodilló, apoyada en su espada ante la bruja de Faro y ésta pensó que era un
gesto bastante exótico pero efectista, al fin y al cabo–. Acéptame a tu lado y
seré tu escudo –en esta ocasión Kalani sólo pensaba verdad tras los
pensamientos de Snezhana.
Y quizás aquella
promesa fuera sólo parte de un ciclo de cobardía intentándolo todo para
justificarse después o quizás era que las cadenas que pesaban sobre aquellas
palabras podían, efectivamente, deshacerse.
La gente
despejaba la calle y, mientras, algunas personas armadas se parapetaban tras
las columnas de los soportales del edificio de enfrente. Un par de jóvenes estaban
apostados en el interior del inmueble, amartillando sus armas.
Senescal
Piruleta gruñía, Kalani le acarició el lomo, calmándolo.
Ella no
sabía por qué hacía las cosas que hacía o por qué era importante que la vida
tuviera un porqué, sólo buscaba libros y aprendizaje. Pero tenía sus razones
para pronunciar las palabras que salieron de entre sus labios:
–Trato
hecho.
La calle
quedó en silencio con un gesto autoritario.
Un hombre de
aspecto altivo, que usaba ropa limpia y –le pareció a Kalani– elegante, estaba
plantado en medio de lo que debía de haber sido la calzada, apoyado en un
bastón: una barba cuidadosamente recortada y cana, anillos en manos fuertes y
la mueca de superioridad de quien sabe que no hace falta tener una buena mano
para ganar la partida.
–¿Eres tú a
la que llaman la bruja de Faro? –interrogó el hombre.
Kalani le
dio un mordisco a su bocata.
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