Infernus succubae:
En esa
explanada en la que convergen tiempos, espacios, universos y realidades
enteras, llenos de posibilidades de hueso y carne y madera y sangre y metal y
piedra y energía vibrando en medio de lo incomprensible, se libraba la batalla
más antigua de todas, tan antigua que sus propios términos y reglas se habían
convertido en el polvo de la memoria, abandonado a la eternidad.
Y en medio
de la quietud de esa batalla algo comenzó a llamarla, pulsando en su cabeza y
abriéndose un hueco en alguna de las variaciones posibles.
Y ella, la
curiosa, no pudo más que plantarse al otro lado de la cuestión, atravesando la
barrera que había entre ella misma y ese extraño mundo que la llamaba.
–¡Hola!
–dijo en perfecto castellano al materializarse–. Creo que el traductor no me va
muy bien, ¿hablo muy raro?
–¡Vade retro, demonio! –así que era uno de
ésos: un ser humano alzaba un objeto tallado con el brazo muy estirado y aires
de suficiencia, cabellos de plata poco abundantes y un cuerpo desatendido. Eso
significaba –si la memoria no le fallaba– que su muerte no andaría lejos…
Ella,
recordando los manuales básicos de viajes interdimensionales, prestó atención
al pequeño detalle del dónde, el más o menos cuándo aún tendría que
figurárselo. Por partes, había un suelo y un techo y una, dos, tres y hasta
cuatro paredes, y gravedad. No dejaba de ser un producto algo genérico y
ramplón, nada arriesgado por parte de la física, pero tenía la ventaja de que
solía gustarle a casi todo el mundo.
–¿Qué quiere
decir vade retro? Ah, es latín
pronunciado un poco al tuntún, pero entonces… ¿me convocas para gritarme que me
aleje? –se preguntó ella acercándose con naturalidad a aquel anciano. El hombre,
espantado por la proximidad de aquel demonio, trastabilló y dio con el suelo, manteniendo,
pese a todo, esa extraña cruz en alto como si fuese alguna clase de artefacto
protector. Ella, por su parte, notó un tacto arenoso en la planta de esos pies
que tenía, siempre le resultaba desconcertante moverse como los alienígenas,
con esos cuerpos: demasiado materiales y a cada cual con apéndices más raros.
Observó que sobre los tablones del suelo había un dibujo hecho con tiza,
circular y repleto de símbolos…
–¡Silencio!
–aquel amable propietario la sacó de sus cavilaciones–. ¡Estáis bajo el yugo de
mi voluntad, súcubo del averno!
–Oiga, ¿en
serio cree que, si tuviera usted alguna forma de controlarme, tendría que
explicármelo? –dijo ella apartándole suavemente con el poder de su mente,
totalmente aburrida a esas alturas, y dirigiéndose a la puerta mientras un
tabardo de por ahí encontraba su cuerpo.
–¡Os he invocado
para el fornicio! –insistió el anciano en una rabieta, abandonando ya todo
intento de parecer autoritario.
–Mire,
abuelo, le aseguro está usted bastante más cerca de la arritmia que de un
orgasmo –dijo ella saliendo al sol e ignorándole completamente después.
Pasó a una
plaza en la que había una inmensa fuente, edificios de roca amarillenta,
bastante humo y un magnífico atardecer.
Un humano se
quemaba en una pira. A juzgar por la entusiasmada aglomeración alrededor del
evento, parecía algún tipo de celebración importante: había un desorientado
rebaño de ovejas, un grupo de personas alejadas del resto y dándose aires de
importancia, y vendedores ambulantes ofreciendo una comida que con tan sólo un
par de milenios de evolución podría haberse comprado a sus potenciales clientes.
Había dos
personas más aún por ser ajusticiadas.
Una mujer
gritaba que no quería morir, atada a un poste, llorando.
Otra,
también atada, muy morena, callaba y observaba a la muchedumbre con evidente
desprecio.
Nuestra
protagonista se sentó en el borde de la fuente, deseosa de averiguar, con una
mentalidad muy científica, a qué se debía tal atrocidad. Aunque solía tratar
con otras especies, conocía lo suficiente a los humanos como para saber que
aquélla era una constante inherente a la humanidad: a cada crimen le
correspondía un castigo, un error de concepción en su base, terrible pero
arraigado.
–¡Brujas, rameras
de Satán! ¡Al infierno con ellas! –gritó alguien muy poco aseado. Ahí tenía su porqué, en fin, cuando eliminas lo
razonable de la ecuación sólo te queda lo estúpido.
Lo que
parecía ser un maestro de ceremonias se aproximó hacia una de las condenadas,
antorcha flameante en mano, declamando insensateces acerca del pecado y su
redención, de la voluntad de algún dios y de la naturaleza de un mundo
simplificado hasta el absurdo.
La antorcha
se apagó.
La llama
cruzó el espacio que había, fluyendo como agua al caer, hasta la curiosa
forastera que se reclinaba sobre la fuente, posándose el fuego sobre la extraña
y creciendo hasta envolverla, calcinando sus ropajes pero dejando intacta su
piel y cabellos, limpios y poseedores de una belleza impropia de esa realidad.
–¡Es un engendro
del séptimo infierno! ¡Prendedla! –exclamó el anciano que salía de su casa
mientras se abrochaba los pantalones. Afortunadamente la gente no le hizo
demasiado caso, ocupados como estaban en escapar de un demonio en llamas.
–¡Pero si
quería usted follarme hace sólo cinco minutos! –respondió ella sin dar crédito.
–¡Haberos
dejado, pues! –le espetó el anciano y ella, confundida por lo pasivo de la idea,
no tuvo muy claro por dónde empezar a argumentar, hasta tal punto que decidió
terminar:
–¡Bueno,
vamos a ver –dijo la súcubo al final, algo hastiada–, los locos que quedan,
vayan ustedes disolviéndose, por favor!
El anciano
se fue refunfuñando de allí y la súcubo se preguntó hasta qué punto estaba ese
señor conectado con aquella realidad…
Como todo el
mundo hubo desalojado la plaza, decidió liberar a las dos mujeres.
La morena
fue corriendo a por un sable que algún guardia había abandonado en su huida. Se
interpuso, espada en ristre, entre la súcubo y la otra joven, la cual padecía una
evidente clase de discapacidad cognitiva que dejaba su marca en su rostro.
Ambas estaban aterrorizadas.
–¡Alejaos
con nuestra gratitud, seáis diosa o demonio, y dejadnos marchar en paz!
–No te
preocupes –dijo nuestra protagonista mientras las llamas desaparecían–, al
contrario que vosotros, nosotros no juzgamos... no como lo hacéis por aquí… –aseguró
mirando alrededor–. No soy un dios ni un diablo, me llamo... –parecía
confundida, como si nunca hubiera pensado en ello–. Me temo que nunca he tenido
un nombre que se pueda reproducir fonéticamente, ponedme uno.
–Irene –resolvió
la otra joven, más pálida que la que empuñaba el sable, asomándose tras ella.
–Muy bien,
yo soy Irene, ¿cómo os llamáis?
–María de
las Mercedes, cabrera, a su disposición –respondió de nuevo al asomarse, sintiéndose
algo más animada dadas las circunstancias (esto es: seguía con vida).
–Ā’isha
–dijo la morena–, primero, navegante en busca del oro español que guardan los
mares; segundo, criminal desposeída de toda nave, y, tercero, en deuda con vos –finalizó
con renuencia.
–¿Por qué
nos liberades, vuesaced? –quiso saber María de las Mercedes.
–Porque –comenzó
la recién apodada Irene–, ¿qué sentido tiene una norma si no podemos
quebrantarla?
–Habrá sido
la fortuna que fueran ambas, las vuestras y las nuestras, las que había que
romper –dijo Ā’isha, recelosa, en una afirmación que por el tono tenía el eco
de una pregunta.
–No busco
nada de vosotras –respondió la súcubo, extrañada.
–Nadie ayuda
a otro a cambio de nada –aseveró Ā’isha.
–Yo ayudo a
cambio de nada –le aseguró la cristiana.
–A base de
fuerza, dinero y poder se mueve el mundo –insistía la mora.
–Seguro que tu
entendimiento –siguió María de las Mercedes dirigiéndose a la viajera
interdimensional con una sonrisa– está ya bien alumbrado por tales cuestiones y
tales conclusiones y aquí te ves. Por cierto, ¿quién o qué eres?
–Una peregrina
procedente de otra realidad.
–¿Y si
vienes de otra realidad, cómo has llegado hasta aquí?
–Ese anciano
trató de crear un portal dimensional, intentaba hacerlo a propósito, pero, como
sucede con estas cosas, el portal se abrió por un aparente accidente –María de
las Mercedes se río, encantada.
–¿El anciano
que burlar te quería –curioseó Ā’isha– antes de que te negaras y pasaras a ser
una hija de mil perras? Si es así, no te sientas sola, a todas nos pasa,
beldades o vulgares, el desprecio y el cortejo y el desprecio.
–Ya lo
escribió sor Juana Inés hace bien poco, ni la ingrata ni la fácil son de
arrimarse el hombre. Y la mujer, desconocida –convino María de las Mercedes,
con una ironía cándida.
–¿Conoces el
arte de la lectura? –curioseó Ā’isha, impresionada.
–Conózcola y
en buen relación la guardo, ¿y tú?
–Yo en
varios idiomas soy de leer –dijo, muy orgullosa–. Es bueno para el negocio.
Dejaron unos
segundos de silencio contemplando el sol sobre el horizonte. Después María de
las Mercedes interrogó a la viajera, llena de curiosidad:
–¿Sabes si
en alguna realidad existe una guerra entre el Bien y el Mal?
–No me suena
–dijo Irene convencida–, ¿con mayúsculas? –quiso asegurarse–. Yo diría que no.
Es decir, hay una batalla de influencias, por decirlo así, pero el Bien y el
Mal nos quedan ya un poco lejos.
–¿Y sabes si
en este universo nuestro existe Allah? –interrogó Ā’isha, con un leve tono de
desconfianza.
–¿Me vais a
querer matar si os digo que no? –se defendió Irene.
Ā’isha suspiró
aliviada y María de las Mercedes soltó una carcajada.
–Ya decía yo
que era raro que toda persona fuera nacida en el país de los dioses correctos y
las leyes correctas –murmuró la mora, suspicaz–. La pérdida no es terrible
cuando el destino que este mundo nos depara es la persecución y la muerte. ¿Y
hay tesoros?
–¿Qué?
–Irene se tropezó con su propia incomprensión.
–De donde
vienes, ¿hay tesoros?
–Tesoros
para la mente, supongo –dijo ella con vaguedad–. No lo entendéis… Nada de lo
que pudierais sentir sería comprensible a vuestros ojos, vuestro cuerpo de
carne sería transformado, vuestra mente…
–¿Cuántas
normas estás dispuesta a desobedecer? –inquirió María de las Mercedes con una
sonrisa radiante.
Infernus succubae by Marta Roussel Perla is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.
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