Cordura:
El siglo XIX
no parecía tan distante cuando era niña y, por eso, cuando me resguardaba del
mundo en mi soledad, bajo la sombra de los árboles del jardín de aquella casa
de verano que parecía menos tenebrosa al inclinarse ante el sol, me parecía que
así era como debían haber hecho las muchachas hacía cien años, pensando que el
amor debía de tener por fuerza un olor parecido al de las páginas de un libro olvidado
o al de las hojas en otoño. Palidez, soledad, sueños y cabello oscuro, no dejaba
de pensar en mí misma como en un personaje más mientras leía a un Aleksandr Pushkin
advirtiéndonos de que estaba muy de moda caer perdidamente ante vampiros,
piratas y canallas.
Cuando me
enamoré de mi compañera de clase comprendí por fin que era la dulzura de las
flores lo que me esperaba entre dos piernas en las que sumergirme, descansar y
besar. Y, cuando un año después sus padres se mudaron a Francia y nosotras
perdimos el contacto en una época en que no todo el mundo tenía un teléfono
móvil y en la que, todavía a veces, para marcar el número de otra casa una
tenía que dibujar un círculo con el dedo –una época en la que dos chicas no
podían ser ternura en los parques–, comprendí que el desamor era peor incluso
que las noches en vela, siervas del temor a no ser correspondida.
La despedida
fue vergonzosa… Recuerdo que dije tantas estupideces, llena como estaba de esa
furia egoísta que llega a apropiarse del amor en una impostura y lo devora, que
no pude más que indignarme con todo cuanto me rodeaba porque enfadarme conmigo
misma hubiera sido despiadado. Fui cruel con ella, reprochándole lo imposible,
recriminándole mis miedos como la cría que era, y lloré. Lloré hasta que las
lágrimas de rabia se ahogaron en las de tristeza.
La sabiduría
no tiene más remedio que echar de cuando en cuando la vista atrás y observar
horrorizada los errores sobre los que ahora se yergue en su amarga victoria.
Cuando
empezó el siglo XXI el sexo de los sesenta consiguió alzarse por fin y llenó
las discotecas y los bares: nadie se sentía mal por algo tan inocuo como el
placer de la mente bajo cada milímetro de piel, por lanzarse al vacío en una
ascensión, aferrándose al cuerpo de otra persona, y hacer de la tierra los
mismísimos cielos.
Sin embargo
el tiempo nos retiene contra la memoria y mi historia es tan triste como otra
que a mí me contaron en uno de mis viajes: una chica, el día de su boda, aún
preguntaba sobre su primer amor cuando doblaban las campanas y volaban las
palomas, confundida por una libertad incomprensible y en medio de una dosis de
implacable realidad.
Por mi
parte, apenas supe sobreponerme a esos cuentos espantosos que nos prometían la
vida y el gozo compartidos junto a una persona única para nosotros y así, atrapada
en la ironía, hice daño a alguien a quien quería por no saber trazar mi camino
con valentía.
Y recordaba las
noches de mi adolescencia en las que era incapaz de dormir por soñar despierta
a la única persona a la que había sabido entregarme y recordaba los días en los
que rezaba por verla solo un momento, vagando por los pasillos de ese infierno
en que aprendíamos a despreciar la imaginación en un pupitre. Y en ese pasillo
esperaba un “hola” por su parte o incluso un “adiós” y una sonrisa.
De alguna
manera era triste y sencillo: si me daba una palabra, yo cubría cada letra de
besos y cariño.
Y hoy –me
decía a mí misma– casada con quien quiero
pero no amo, ¿dónde está mi pecho ardiente? ¿Dónde mis mejillas encendidas?
Y no dejaba
de pensar: ¿para qué está la costumbre, si no es para que nos olvidemos de la
felicidad?
No obstante,
desde hacía algunos meses había reparado en algo: parecía una astilla diminuta
tras cada uno de mis pensamientos, era algo que empequeñecía, menoscababa,
envilecía todo cuanto podía yo llegar a ser.
Ahora estoy
en esta vieja casa otra vez con una joven mezcla entre papillón y pastor belga
y reflexiono sobre mis propios pensamientos. ¿Quién no leería en ellos una voz
de alarma o los indicios de una vida miserable?
¿Qué hay de resguardarse
como si el mundo fuera a dañarme? Al menos supe verdecer mi propio mundo.
Y, ¿por qué
el amor debía estar marchito? Al menos llegué a comprender que era un perpetuo
brotar.
Y, ¿decir
estupideces, qué clase de joven puede ser una si no se equivoca? Porque, ¿qué
clase de adulta puede ser una si no se equivoca?
Y, ¿acaso es
amarga una victoria que nos hace mejores? ¿Y por qué iban a ser terribles los
errores si son sólo la otra cara del acierto?
No sabemos
si es triste una historia hasta que acaba y podemos juzgarla, ¿a qué tanta
prisa, corazón mío, por saber el desenlace? Respira tus bosques y camina por el
cielo.
Si mi mente
había sido una cárcel era sin duda porque yo había sido el carcelero.
Perdida,
como estaba, en esas consideraciones, mirando por la ventana a esos campos que se
dejaban caer por la ladera de la montaña, mi perra me sacó de mi
ensimismamiento: estaba ladrando y persiguiendo algo ahí fuera, entusiasmada.
Así que salí
para acompañarla.
Y creo que fue
entonces cuando vi al hada.
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