“People don´t fail because they aim too high and miss,
but because they aim too low and hit”.
LES BROWN.
Kalani:
Kalani
escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para
pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego
salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le
ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le
dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después
de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos
corriendo tras ella, muchas amenazas y una cantidad moderada de insultos
tomando aire. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía,
saltaba, trepaba, corría… Apenas le llegaba el aire a los pulmones. Se había golpeado
en la carrera, notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de
correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que
no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de
recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy
lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda.
Entonces…
¿podía caminar como antes?
El
zumbido de las moscas cubría los muertos.
Una
figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres.
Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había
acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una
camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de
cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme
cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a
gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados
a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines,
desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la
mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.
Arrojó a su espalda un
destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al
llegar al suelo, riendo a carcajadas.
Volvió a
trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un
pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un
par de cuerpos y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al
aire y gritándoles cosas. Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una
dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y
ennegrecida mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Nada útil.
Pero
bueno, al menos había encontrado un destornillador.
Se quitó
el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el
sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente,
era rubio bajo la suciedad que lo cubría.
Hacía
mucho calor.
La
pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese
al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de
allí respiraba verde e intensa.
Junto a
la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos
chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas
de mala manera a los restos de una pared. Demasiados muertos para tan pocas
casas...
Adultos…
eran indeseables.
Los niños
también, también eran indeseables y también había bandas de ellos saqueando y
degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos.
Aunque,
pese a todo, a veces podía hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o
cuatro hasta fueron amables. Kalani se dedicaba a vender cosas y a escapar de
gente, quizás por eso era increíblemente buena juzgando a los demás.
Hacía
mucho tiempo, cuando le hicieron y le curaron la cicatriz, había tenido compañeros.
No los recordaba bien… Suponía que iba a la ciudad con la esperanza –tan
secreta como le obligaba la soledad– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o
sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba
contacto humano.
“Eres
ingenua, Kalani”, se decía a sí misma, pensando en sus experiencias previas:
poblados medio civilizados asaltados por bandidos, aldeas endogámicas, abusos,
canibalismo...
Abrió su
mochila y sacó su botella de agua de río. Dio un trago, volvió a guardar la
botella y se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo
de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino.
Luego se
echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal.
Cuando
ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas
de ritmo. Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…
Un par
de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad. Los
coches llenos de óxido, los carteles, el asfalto y las tiendas desiertas no
dejaban de resultarle un paisaje extraño. Siempre que caminaba entre los
edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas:
“¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿encontraré algún
hueco para aparcar?”, porque todo era descomunal y no servía para nada. En fin,
al menos había mucho musgo y hiedras. Kalani había oído que antes no había
plantas en la ciudad. Qué asco.
Las
grietas se abrían en el orgullo del hombre antiguo con la cadencia del tiempo.
Y ella condensaba la profundidad de aquel pensamiento en un bufido elocuente
pese a la falta de vocales:
–Pfff… –pero
sólo su estómago contestaba.
Tenía
que encontrar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta para
hacerse una idea de sus dimensiones y comprobar posibles rutas de huida. Una
ventana del tercer piso daba a tejados colindantes, bastaría.
De la
entrada sólo quedaban los goznes. El sonido de sus pasos alertó a unos pájaros que
alzaron el vuelo y salieron en desbandada por un enorme agujero en una de las
paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente,
probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. En aquel
vestíbulo vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los
observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una
batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver tan
viejo… Kalani llevaba cinco balas cargadas –y no seis, lo cual podía resultar
peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas
cuantas más en un bolsillo interior. Cogió su arma e intentó hacer el menor
ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había
diseminados aquí y allí.
Subió
por las escaleras. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete
infranqueable en lugar de escalones.
Se
internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros
meticulosamente apartados contra las paredes, de modo que se andaría con ojo.
Había una ventana al final, era la que llevaba a los tejados. Miró al techo, en
algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En aquel
corredor el papel de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– estaba
descolorido. Marcos de puertas flanqueaban su caminar, a veces en lugar de
madera sólo quedaban manchas de pegamento. Uno de ellos tenía hoja: la
penúltima puerta a la derecha. Se detuvo, aguzó el oído. Creyó reconocer el
sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de
más saber a dónde no ir.
Las
primeras dos habitaciones estaban vacías.
En el
segundo cuartucho a la izquierda había armarios. Se deslizó sigilosamente hasta
ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una
considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las
dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que
quería escapársele de entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su
mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento.
Ya tenía
una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su
habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos
lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin
abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para
que ni solo ruido pudiera escapar en él. Estaba oculta y muy erguida junto al
marco de la puerta.
Había
escuchado algo.
Miró de
reojo hacia el pasillo: pudo distinguir la figura de un hombre sin camiseta –con
toda seguridad un adulto indeseable– que salía de la habitación cerrada, se
metía en la de enfrente y volvía después de unos segundos por donde había
venido dando un sonoro portazo. Fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no
pensaba confiarse demasiado. Eran como los perros o los lobos: no solían estar
solos.
Volvió a
sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de
comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era
arbitrario, pero... Bueno, vale, era arbitrario y punto.
Se
disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de
hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera
vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.
“Eres
ingenua, Kalani”, se recordó, “no te digo más”.
Una vez
un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y
ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el
anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez
más.
Avanzó
silenciosa por el pasillo, preparada para esconderse en alguna de las
habitaciones ante cualquier sospecha. Estaba rompiendo sus propias reglas:
aparte de la entrada, su ruta de huida estaba al fondo del pasillo y no era muy
sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría
que huir.
Deslizó
el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la sexta bala sobre el
percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul
oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un
surco de suciedad, mugre y sudor alrededor manteniendo sus ojos siempre
limpios.
Giró el
picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó.
El
hombre sin camiseta estaba mirándola de frente, sobre un colchón enmohecido,
dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera
porque tenía los codos seccionados, ahora muñones y puntos de sutura. Había una
mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la
pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, en
aquellos momentos no eran detalles en los que ella fuera a reparar. Sin embargo
la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida,
aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil
alcanzarla.
–No te
muevas, pringao –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el
cañón de la suya.
–No
quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.
–Yo sólo
quiero estar viva –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño,
concentrada y convencida. Kalani se acercó poco a poco al revólver de la
mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta
lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola
en su mochila.
–Mátame
–musitó el hombre mutilado.
–¿Q-qué?
–se le escapó a Kalani la realidad.
–Mátame,
por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, implorando una
salvación de plomo ante su agonía.
Kalani
escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras.
No podía
permanecer allí ni un segundo más.
No tenía
tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal?
Sujetó
con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro.
El
retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, ella dio un par de pasos
hacia atrás por el impulso.
La
sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.
El
indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su
miembro introducido en lo que ya era un cadáver. No parecía importarle.
Y ella
oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se
acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.
Se escabulló
de sí misma y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella, y salió disparada de
allí.
Corrió y
trepó y saltó ágilmente entre tejados, verjas y escaleras que se precipitaban
al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla.
Aunque
dejó de oírles, no paró de correr.
Después
de un buen rato, apoyada sobre una alambrada, exhausta, llorando y tratando de
recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de
agotamiento…
Creía…
creía que no se había equivocado.
Así que,
aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras
caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.